No contenía ningún texto, solo tres imágenes consecutivas, cada una de ellas una fotografía de una toallita de papel marrón con palabras escritas con tinta negra.
La primera línea del mensaje en la toallita era una dirección de correo electrónico de la Corporación 9592 que Richard usaba solamente para comunicaciones personales. La segunda línea era una fecha, entre signos de interrogación: dos viernes atrás, tres días después de que Zula y Peter hubieran desaparecido del
loft
de Georgetown. Así que la nota tenía diez días.
Tío Richard:
Espero que le envíes esto a John y a Alice si alguna vez lo rescatan de la tubería donde voy a esconderlo. Me pareció que tu dirección de e-mail funcionaría mejor que la suya. El PC de John tiene malware.
Esta es mi primera carta como damisela en peligro, así que espero estar dándole el tono adecuado. Tengo mucho tiempo por delante y un dispensador entero de toallitas de papel, así que puedo producir varios borradores si es necesario.
Como ya sabes probablemente si estás leyendo esto, estoy en la planta cuarenta y tres de un rascacielos sin terminar en el centro de Xiamen. Me retienen cautiva (odio esa palabra, pero encaja) en el cuarto de baño de señoras junto a una
suite
de oficinas que está siendo utilizada como piso franco por un ruso que se hace llamar Ivanov, aunque claramente no es su nombre. Creo que formaba parte de un grupo del crimen organizado ruso pero los ha traicionado, o al menos los ha decepcionado hasta el punto de creer que va a terminar mal. Tenía en marcha algún tipo de timo financiero con el dinero de su fondo de pensiones, trabajaba con un contable escocés en Vancouver llamado Wallace, que era un jugador de T’Rain muy activo. El ordenador de Wallace se infectó con REAMDE...
... y la nota continuaba contando una historia que, aunque resultaba extraña en un montón de aspectos, explicaba mucho de lo que había intrigado a Richard desde hacía una semana. Lo que se narraba en la carta terminaba con lo que solo podía ser considerado un cliffhanger: Peter y ella y otro tipo habían identificado al Troll, y ella tenía la impresión de que los rusos estaban haciendo preparativos para ir a por él. Suponiendo que la carta hubiera sido escrita a primeras horas de la mañana del viernes hora de Xiamen, esto encajaba perfectamente con las estadísticas de Corvallis que indicaban que el Troll y sus secuaces habían desconectado de repente el viernes por la mañana.
El resto de la carta consistía en una serie de notas personales dirigidas a diversos miembros de la familia, basada claramente en la suposición de que Zula nunca volvería a verlos. Richard había intentado leerlo unas diez veces y nunca había podido llegar al final.
Despertó a John y Alice inmediatamente, por supuesto, y John hizo las maletas y se dirigió en coche al aeropuerto de Omaha, mientras Alice llamaba para reservar un vuelo matutino a Seattle. Richard llamó a la compañía donde alquilaba el jet para concertar un vuelo inmediato a Xiamen, y allí le advirtieron que necesitaba un visado. Había permanecido despierto hasta las tantas de madrugada investigando la política china de visados y descubrió que había que hacerlo a través de un consulado, el más cercano de los cuales estaba en San Francisco, y por eso a las cinco de la mañana envió a una secretaria a Sea-Tac con su pasaporte y toda la documentación necesaria para obtener un visado por la vía ultrarrápida. Richard llamó a John durante una escala en Denver y lo dirigió a San Francisco para que pudiera entregarle su pasaporte a la misma secretaria. John cogió entonces el siguiente vuelo a Seattle. Los recientes mensajes de texto de la secretaria indicaban que todo funcionaba según lo previsto y que probablemente podría coger el vuelo de las seis de la tarde de vuelta a Seattle, lo cual pondría los visados en sus manos a eso de las ocho y permitiría despegar de Boeing Field a las nueve.
—He estado viendo la página de Facebook con lo que supongo que podríamos llamar inquietud —dijo Richard—. Todavía no hay filtraciones —palpó una copia en papel del mensaje en la toallita que estaba colocado en la consola situada entre los asientos centrales del coche.
—Estoy seguro de que no las habrá —respondió John—. Tu llamada llegó en mitad de la noche, no había nadie en casa más que Alice y yo, nadie sabe nada.
Habían acordado que no divulgarían la existencia de la nota de Zula todavía: la noticia se expandiría muy rápidamente, y podría complicar la investigación, o como se llamara lo que estaban haciendo.
—¿Recibió tu amigo alguna información del tío que envió el e-mail? —preguntó John.
—No sabemos si es un tío —le recordó Richard—. Nolan está en ello, pero ahora mismo es media noche en China, y no tiene mucho de dónde tirar. Dijo que era el equivalente a una dirección de Hotmail.
—¿Qué quieres decir? —preguntó John, malhumorado. Él tenía una cuenta de Hotmail.
—Una cuenta anónima fácil de conseguir usada con frecuencia por los que se dedican a hacer spam —explicó Richard—. Lo que te estoy diciendo es que quien me envió ese e-mail probablemente quería hacerlo de una manera anónima e imposible de rastrear.
—Tal vez podamos localizarlo por el rascacielos.
—No sabemos qué rascacielos es —señaló Richard—. Zula no se molestó en especificarlo en la nota. Probablemente supuso que, si llegaban a encontrar la nota, todo el mundo sabría de qué edificio se trataba.
John reflexionó.
—En cambio lo que tenemos es una especie de filtración o de soplo.
—Eso creo.
—¿Y la policía de Seattle?
—Llamé al detective y dejé un mensaje de voz. Le dije que teníamos pruebas de que Zula estaba viva el viernes, pero no en Seattle. Creo que queda fuera de su jurisdicción.
—Deja fuera de su jurisdicción la parte de la desaparición —dijo John—. Pero significa que se cometieron delitos en Seattle. Asesinato y secuestro y asalto y Dios sabe qué más...
Richard asintió.
—Y estoy seguro de que los detectives de Seattle que trabajan en ese tipo de delitos van a interesarse mucho por la nota de Zula. Pero eso no tiene nada que ver con que nosotros la traigamos de vuelta sana y salva.
—Lo tiene si las partes responsables pueden ser identificadas, localizadas, extraditadas...
—Algo gordo sucedió en Xiamen ese viernes, solo unas horas después de que Zula escribiera esa nota —dijo Richard. Había evitado mencionárselo a John y Alice hasta ahora porque no estaba seguro de que estuviera conectado con Zula y no quería confundirlos e inquietarlos y añadir un buen número de pistas falsas adicionales a la ya gruesa base de datos de John.
—Adelante, te escucho —dijo John, que no había oído más que el siseo de los neumáticos sobre el asfalto mojado, el chirrido de lavadora de los limpiaparabrisas.
Richard suspiró.
—Estoy intentando calcular por dónde empezar.
Pensó en el nivel de pura energía de la que tendría que hacer acopio para explicar las investigaciones que había estado llevando a cabo con Corvallis, el estado de la batalla por las Torgai, y todo lo demás. Y se sintió abrumadoramente cansado.
—Estoy a punto de salirme de la carretera —dijo—. Vamos a mi casa a tomar un café.
Pero resultó, cuando llegaron al piso de Richard, que fueron en direcciones distintas para poner en marcha la cafetera, usar el cuarto de baño, comprobar el correo electrónico, hacer llamadas telefónicas. Para cuando Richard estuvo listo para volver a conversar, John estaba dormido en el sofá, y para cuando John despertó de su siesta, Richard se había quedado frito en su cama. Más tarde, ambos despiertos al mismo tiempo, prepararon sándwiches y contemplaron por la ventana el sol ponerse sobre las Olympics; las nubes eran todavía gruesas, pero la luz roja se extendía ante ellos como si China misma estuviera acechando a pocos kilómetros de la costa, brillando en rojo como una enorme fragua. Richard no podía quitarse de la cabeza que pronto cazarían esa luz roja hacia el oeste, y John no parecía tener ganas de hablar tampoco. Allí era ya de día. Nolan, refugiado en su casa de Vancouver, enviaba e-mails, hacía llamadas telefónicas, tiraba de hilos, hacía acuerdos para conseguir traductores y mediadores que recibieran a los Forthrast en el aeropuerto de Xiamen, intentando enterarse de lo que había estado haciendo la OSP allí. Era enormemente difícil entender la situación. ¿Era la OSP consciente siquiera de la existencia de la nota de Zula? Quizás a Richard se la había filtrado un fontanero cualquiera que quería hacer una buena obra y no ser identificado. O tal vez la OSP lo sabía todo el tiempo y la había colocado delante de Richard como señuelo para atraerlo a Xiamen e interrogarlo. O tal vez habían pretendido mantenerlo en secreto, pero alguna filtración dentro de la OSP se había encargado de enviarle a Richard una copia. Nolan vacilaba entre instar a Richard a no poner un pie en China y ayudarle a llegar allí lo más rápido posible. Richard no tenía ninguna duda: un miembro de su familia estaba metido en problemas allí y tenía que ir.
Corvallis había estado siguiendo el vuelo de la secretaria desde San Francisco. Apareció por el piso y ayudó a llevar la maleta de John a su Prius, que estaba esperando en el carril de carga y descarga delante del edificio. Richard y John acabaron apretujándose juntos en el asiento trasero para poder hablar camino de Boeing Field.
En realidad Richard no quería hablar de esto, pero le debía a John suministrarle la información antes de que subieran al avión que los llevaría a China.
—Hubo dos incidentes separados que sepamos —dijo—. Parece que sucedieron con dos horas de diferencia. El incidente número dos está mejor documentado: un terrorista suicida se inmoló en el control de seguridad de una conferencia internacional. Murieron un par de policías chinos; hubo heridas de metralla y cristales.
—¿Cómo está conectado esto con Zula? —preguntó John.
—No tenemos ni idea. Pero el incidente número uno es más turbio y tal vez más relevante. Un edificio de apartamentos voló por los aires no lejos del centro. Lo han achacado a una explosión de gas. Esa es la historia oficial. Pero Nolan tiene algunas fuentes en Xiamen, fuentes a las que tal vez veamos mañana, que han estado preguntando, y en la calle se dice que la explosión sucedió en medio de un tiroteo que tuvo lugar en las plantas superiores del edificio.
Silencio durante un rato. Richard, que ya había pasado por eso antes, sabía lo que estaba pensando John: estaba en estado de negación, tratando de encontrar motivos por los que esto no tenía nada que ver con Zula.
—Ahora —continuó Richard, hablando lo más amablemente que pudo—, hemos descubierto por la nota de Zula que estaba con esos rusos que entraron ilegalmente en el país y que iban armados. Sabemos que estaban buscando al Troll.
—Los hackers que crearon el virus —tradujo John.
—Sí. Si consiguieron localizar a los hackers, entonces ese tal Ivanov debía de ser un tipo lo bastante loco como para ir a buscarlos pegando tiros. Quién sabe, tal vez incluso usaron granadas o cargas de morral.
—¿Por qué demonios iban a usar cargas de morral? —preguntó John. Hacía tiempo que había superado el hecho de que Richard se hubiera escapado del reclutamiento. Pero odiaba cuando su hermano se metía a hablar de temas de los que no sabía nada y él tenía experiencia personal.
—No sé, John. Solo intento pensar un motivo por el que el edificio voló por los aires. Porque el edificio ya no existe. Está destruido.
—Una carga de morral no tendría potencia para derribar un edificio de muchos pisos.
—Bueno, vale, entonces tal vez fuera una explosión de gas, pero se produjo como resultado del tiroteo.
—¡Tal vez no tuvo nada que ver con Zula! —protestó John.
—Pero John, la cosa es que... y Corvallis aquí presente puede explicarlo mucho mejor que yo, al mismo tiempo que tuvieron lugar el tiroteo y la explosión, el Troll desapareció de Internet. Y no ha vuelto desde entonces.
La parte posterior del cuello de Corvallis se volvió roja. Pasaron ante el
loft
de Peter. Todos guardaron silencio durante un rato. Según la nota de Zula, un hombre, Wallace, había muerto allí dentro.
Solo un par de minutos más tarde dejaron atrás Airport Way y se dirigieron a la vía de servicio que conducía al FBO.
Considerando el valor neto de su clientela, cabría esperar un sitio con más relumbrón. Pero era solo un edificio cuadrado de dos plantas que daba a la vía de servicio (una carretera pública) por un lado y a la zona restringida de la pista del aeropuerto por la otra. La alta verja del aeródromo se extendía hasta una pared y luego continuaba por el otro lado. Cuando se apartaron de la carretera, entraron en un aparcamiento donde solo había unos pocos coches y que terminaba en la verja, o más bien en una gran puerta giratoria que había en ella. Corvallis se acercó hasta allí y detuvo el coche. Richard se bajó. En cuanto el personal lo reconoció, pulsaron el botón que hacía que la puerta se abriera. Richard indicó a Corvallis que avanzara, y el coche entró en la pista y se dirigió a un avión que había aparcado a poco más de ciento cincuenta metros de distancia. Richard los siguió a pie y saludó al piloto por su nombre cuando este salió de la carlinga y bajó la escalerilla. Corvallis aparcó a respetuosa distancia del tren de aterrizaje del avión y luego abrió la puerta trasera del Prius y los hombres formaron una fila para ir subiendo el equipaje a la bodega de carga del avión. Richard prestaba más atención a estos detalles desde que sabía que dos semanas antes Zula había pasado por la misma puerta con los rusos.
El piloto, como de costumbre, estaba preparado para despegar, pero todavía estaban esperando a la secretaria con los visados. Los invitó a subir a bordo y a ponerse cómodos; el auxiliar de vuelo había traído sushi. John, para quien este tipo de viaje era todavía una novedad, aceptó la invitación. Richard regresó al FBO, pensando en tomar una taza de descafeinado y pillar un periódico. La parte del edificio que daba al aeropuerto era un vestíbulo, limpio y razonablemente bien surtido pero no demasiado lujoso. A cualquier hora del día o de la noche podías ver a unas cuantas personas, individuos o grupos pequeños, sentados allí comprobando el correo electrónico y esperando sus aviones. En este momento concreto solo había una persona, una mujer asiática de veintipocos años, pelo corto, vestida con vaqueros y una especie de chaqueta elegante que hacía que sus vaqueros parecieran un poco más serios. Estaba leyendo una novela y tomando té. Richard se dirigió a la máquina de café y empezó a pulsar botones. No dejaba de estar atento a la ventana, para ver cuándo llegaba el taxi que traía a la secretaria de San Francisco con los visados.