Había diseñado un modo para poder mirar por debajo del borde de la lona y así controlar por dónde iban. Del intenso tráfico del bulevar pasaron a una vía de servicio más pequeña y tranquila que corría entre este y la costa y llegaba a un lugar donde había sorprendentemente poco tráfico. Pudo oír el lamido del agua y oler el hedor inconfundible del muelle. Se arriesgó a echar atrás la lona, pero el carretero, sin mirar atrás, sacudió la cabeza y murmuró algún tipo de advertencia que hizo detenerse a Sokolov. Unos segundos más tarde, un ciclista los adelantó.
Pero un minuto después el carretero se desvió hacia un rampa que bajaba hasta un desvencijado muelle, detuvo el carro, y encendió un cigarrillo. Después de fumárselo durante un minuto o dos, retiró de pronto la lona y murmuró algo.
Sokolov rodó, tirando de la bolsa de basura. Ejecutó una pirueta de 360 grados, escrutando en todas direcciones en busca de testigos. Al no ver a nadie, completó otro giro, moviéndose más rápido, y soltó la bolsa. Voló unos cuatro metros y se hundió en el agua, a una profundidad que probablemente no le habría llegado hasta la mitad del muslo, si hubiera tenido la imprudencia de chapotear en ella. Pero era suficiente para ocultar la bolsa por completo, ya que el agua era turbia y la bolsa, negra.
Dando la espalda a la salpicadura, Sokolov advirtió que el carretero ya había descubierto su propina esperándolo en el fondo del carro: otro fajo de billetes de color magenta. Desaparecieron al instante en los pantalones del hombre. Le estaba diciendo algo a Sokolov. Dándole las gracias, probablemente. Sokolov lo ignoró y empezó a correr al trote. En menos de un minuto dejó atrás el muelle, se dirigió a la torre del hotel, saltando de una zona de sombras a la siguiente, e intentando no escuchar las sirenas de alarma que sonaban en su mente. Se había pasado todo el día esperando que nadie lo viera. Y ahora lo veían, lo señalaban, hacían comentarios sobre él, boquiabiertas, un millar de personas. Pero no lo hacían, tuvo que recordarse, porque supieran quién o qué era. Lo hacían del mismo modo que se quedarían mirando a cualquier deportista occidental que estuviera lo bastante loco para salir a correr con el sol de mediodía.
Olivia consiguió llegar a la planta baja antes de advertir que estaba descalza. La explosión le había hecho perder los zapatos. Estaban allí arriba en la oficina, con el mercenario ruso.
En una hipotética carrera a pie entre Olivia descalza y Olivia con zapatos de tacón alto sobre un terreno irregular y pedregoso no estaba claro cuál de las dos Olivias tendría más posibilidades de ganar. Probablemente dependería de cuánto tiempo tardara la Olivia descalza en pisar un cristal roto y abrirse el pie. No mucho, a menos que tuviera cuidado.
El edificio tenía una fachada antigua que daba al edificio que acababa de salir volando, y, al otro lado, una fachada nueva, todavía en construcción, que daba al distrito comercial en marcha. El acceso a esta última era complicado porque era una zona de construcción activa, pero ella sabía cómo llegar allí, porque la gente que la había entrenado en Londres le había instruido en conocer siempre todas las salidas posibles de un edificio. Así que en vez de tomar la salida obvia por la parte delantera, que imaginó como una zona llena de cristales rotos hasta los tobillos, se dio media vuelta y siguió la ruta de escape que ya había explorado a través de la zona en construcción. Esta cambiaba de un día para otro ya que las barreras temporales entre las diversas tiendas y oficinas que los trabajadores estaban creando se levantaban y se retiraban de continuo. Hoy, sin embargo, habían dejado todas las puertas abiertas ya que habían huido del edificio, de modo que todo lo que Olivia tenía que hacer realmente era buscar la luz del día mientras estudiaba el suelo en busca de clavos caídos.
No había ninguno. Los obreros occidentales tal vez podrían dejar clavos caídos en el suelo, pero parecía que los chinos los recogían.
Y así llegó a la parte relativamente ilesa del edificio, que desembocaba en el borde de un cráter creado por el hombre de varios cientos de metros de diámetro, protegido por una reja temporal. La gente que visitaba China solía hablar de un «bosque de grúas», pero esto era más bien una sabana, compuesta por terreno despejado con unas cuantas grúas espaciadas alzándose sobre ella. Su fauna natural eran los obreros de la construcción, y ahora mismo un par de docenas de ellos miraban, con expresiones horrorizadas, en su dirección general.
No, miraban en su dirección exacta.
Las pensadoras feministas podían discutir con los conversadores sociales si la tendencia de las mujeres a ser extremadamente conscientes del aspecto personal era una tendencia natural (el resultado de fuerzas darwinistas), o un hábito arbitrario, construido socialmente. Pero fuera cual fuese su origen, el hecho fue que cuando Olivia salió del edificio y encontró a gran número de hombres mirándola, sintió que llamaba la atención de un modo que no lo había hecho unos segundos antes. A falta de espejo, se llevó las manos a la cara y el pelo. Esperó encontrarlas llenas de polvo. Las retiró brillantes y rojas.
Oh, cielos.
No era de las que se desmayan, y dudaba que las heridas fueran a costarle mucha sangre. La voz de un instructor de primeros auxilios acudió a ella: «Si cogiera un vaso lleno de zumo de tomate y te lo echara a la cara...» Pero era imposible que estos tipos fueran a dejar a una mujer descalza y sangrante perderse sola por las calles. Dos corrían ya hacia ella extendiendo las manos de un modo que, en circunstancias normales, habría sido muy poco caballeroso. Lo que habría sido considerado, en una oficina occidental, como un entorno hostil pronto se llenó de numerosas manos fuertes y ásperas que la sentaron en una cómoda silla que apareció como por arte de magia y palparon su cabello en busca de chichones y laceraciones. A sus pies abrieron tres kits diferentes de primeros auxilios: hombres mas viejos y más sabios empezaron a poner objeciones al derroche de suministros, sugiriendo sombríamente que todo era porque se trataba de una chica bonita. Un joven particularmente osado se deslizó hasta plantarse de rodillas ante ella (llevaba rodilleras) y, en una actitud que recordaba a la del príncipe en la última página de
Cenicienta
, le puso en los pies un par de zapatillas usadas.
Conseguir una ambulancia durante esta situación quedaba completamente descartado, así que metieron un par de palos de bambú a través de las patas de la silla, las ataron y la convirtieron en un improvisado palanquín donde alzaron a Olivia, como si fuera una novia judía, y la llevaron sorteando el cráter hasta un lugar donde fue posible llamar a un taxi. El trayecto en taxi fue divertido aunque solo fuera porque Olivia no podía dejar de pensar en los británicos que la instruyeron en el MI6 y en su insistencia de que evitara cualquier situación en que pudiera llamar una atención indebida sobre sí misma. Por fortuna, tenía tantas vendas en la cabeza a estas alturas que nadie habría podido distinguirla de una ronda al azar de momias y víctimas de quemaduras.
El taxi salió despedido hacia delante y desapareció en el extremo del embarcadero. El efecto sonoro subsiguiente (un chasquido, en vez de una salpicadura) le dijo a Zula que había caído de morro contra la cubierta del barco.
La velocidad de la furgoneta se redujo casi a cero, lo cual permitió a Zula ver claramente a través del parabrisas, o al menos lo más claramente posible, ya que estaba cubierto de polvo y acababa de romperse por el impacto. Tras el volante no vio más que un globo blanco: el airbag. Pero estaba segura de que en el momento anterior al impacto, había visto subliminalmente el rostro de Yuxia.
La furgoneta siguió avanzando, pasando a menos de un metro de distancia de Zula, y entonces pudo ver directamente, a través de la ventanilla del lado del conductor, a Yuxia de perfil. El airbag se estaba desinflando y se retiraba de su cara, pero ella miraba absorta hacia delante, aturdida por el impacto y el peso de su pie debía de estar todavía apretando el acelerador.
—¡Yuxia! —gritó Zula, y le pareció que Yuxia se agitaba; pero la furgoneta aceleró y siguió al taxi hasta el extremo del embarcadero.
Sin embargo, no desapareció por completo. Los vehículos empezaban a acumularse en la cubierta del barco, y por eso la furgoneta solamente asomó el morro y acabó con las ruedas traseras proyectándose al aire sobre la cubierta del embarcadero.
No era algo que se viera todos los días, y por eso llamó la atención de todo el mundo; de Zula, de Abdalá Jones, de sus dos cómplices supervivientes (porque el pistolero que estaba junto a la puerta del conductor se estaba apoyando en el taxi en el momento del impacto, había reaccionado tarde, y yacía inmóvil en el suelo), y el taxista. Y por eso pasó un momento particularmente largo antes de que todos se dieran cuenta de que se les había unido un nuevo participante. Antes de volverse siquiera a mirarle la cara, Zula lo reconoció, en su visión periférica, simplemente por la forma de su cuerpo. Era Csongor. Avanzaba tambaleándose hacia Jones y ella. Se encontraba en mal estado y hacía un esfuerzo visible por recuperarse de una especie de aturdimiento. Debía de haber saltado de la furgoneta justo antes del impacto. Zula empezó a alzar los brazos para abrazarlo, entonces reprimió el impulso al sentir que la cadena de las esposa se tensaba. Csongor se metió la mano en el bolsillo del pantalón.
Zula sintió un doloroso tirón en la muñeca izquierda cuando Jones alzó la mano y la cruzó sobre su cuerpo. Pasó el dorso de su mano por su pecho derecho y clavó sus uñas en el hueco entre su axila y el brazo, mientras el acero de las esposas se clavaba en su carne. Como el brazo izquierdo de ella no tenía más remedio que seguir al brazo derecho de él, acabó cruzado sobre su vientre.
La mano de Jones se cerró sobre su bíceps. Su codo se clavó en su pecho mientras flexionaba el brazo, haciéndola girar de modo que quedara cara a cara con ella y de espaldas a Csongor. La estaba utilizando como escudo.
La mano izquierda de Jones se alzó empuñando la pistola y puso el cañón contra el cuello de Zula, girándolo torpemente, apuntando a través de ella. Zula oyó descorrerse el seguro. Y al mismo tiempo, Csongor extendió el brazo derecho alrededor de su cabeza, y ella se sorprendió al ver una pistola en su mano. Aparte de eso, no podía ver a Csongor, pero sí sentirlo. La presión de la boca del arma de Jones contra su garganta la hacía querer apartarse, así que se echó hacia atrás y pronto encontró la cabeza apoyada contra el palpitante y sudoroso pecho de Csongor. Los dos hombres eran más o menos de la misma altura, y Zula ahora se encontró emparedada entre ambos.
—¿Es la auténtica Makarov o la variante húngara? —preguntó Jones, con tono casual—. Me resulta difícil distinguir las diferencias a esta distancia.
Aludía al hecho de que Csongor sujetaba la boca del arma justo contra su frente, encima de un ojo.
—La obtuve de un ruso.
—Entonces probablemente es la de verdad —observó Jones—. Te daré el beneficio de la duda y daré por hecho que tuviste la suficiente presencia de ánimo para cargar una bala en la recámara.
Miraba (supuso Zula) directamente a los ojos de Csongor, esperando leer una pista allí.
Cosa que al parecer hizo.
—No veo certeza absoluta en tu cara —dijo Jones con tono de diversión, arrastrando las palabras—. Con todo, sería imprudente por mi parte asumir que no hay ninguna bala en la recámara. Estoy bastante familiarizado con la Makarov, ya que abundan en Afganistán. Me da que eres novato. Siento curiosidad: ¿pusiste el seguro?
—El seguro no está puesto ahora —dijo Csongor.
—Oh, pero no es eso lo que pregunto. Pregunté si lo pusiste, en algún momento, después de colocar la bala en la recámara y amartillarla. Pareces de esos. La forma en que Ivanov habló de ti. Tu sentido de la protección hacia Zula. Eres reflexivo, cuidadoso, deliberado.
Csongor no dijo nada.
—Solo lo pregunto —continuó Jones—, porque la Makarov tiene una característica interesante: cuando pones el seguro, se desamartilla. Quitar el seguro no la vuelve a amartillar. No. Te quedas con un arma que está cargada pero no está en condiciones de disparar. Todo lo contrario a esta bonita 1911 de Ivanov, que está cargada y amartillada. Si aplico la más ligera presión al gatillo, meteré un buen trozo de metal por el cuello de Zula y de allí te llegará al corazón, y os matará a los dos tan rápidamente que nunca sabréis lo que ha sucedido.
Se acercaban sirenas: varios coches de policía, rodeando la cala y viniendo hacia aquí. Jones miró un momento en esa dirección, luego centró de nuevo su mirada en al rostro de Csongor y continuó:
—Ni siquiera tendrás la experiencia romántica de morir desangrado con su cadáver decapitado encima, porque la onda de choque hidrostática subirá por tu aorta hasta tu cerebro y te dejará inconsciente y quizá te haga saltar los ojos. Tú, por otro lado, si decides emprender alguna acción, tienes un gatillo muy largo por delante. Es esa primera bala en la recámara de la Makarov la que es una putada. Porque no está amartillada y vas a tener que apretar con fuerza ese gatillo durante lo que te parecerá una eternidad para poder prepararla para el primer tiro. Y como tu dedo está a unas dos pulgadas de mi ojo izquierdo, te va a resultar enormemente difícil hacerlo de un modo que me sorprenda, ¿verdad?
Csongor no dijo nada. Pero Zula notó en su respiración que las palabras de Jones estaban cumpliendo su objetivo. Entre eso, y los coches de policía que se acercaban, la situación le estaba afectando.
—¿Cuáles son las probabilidades de que puedas apretar ese gatillo mientras Zula y tú seguís vivos, Csongor?
Jones lo miraba directamente a los ojos, sin parpadear, esperando su rendición.
—¿He mencionado, por cierto, que estar esposado a esta zorra es un auténtico coñazo? Nada me gustaría más que librarme de ella.
—Csongor —dijo Zula—. Escucha. ¿Puedes oírme? Di algo.
—Sí —contestó Csongor.
—Me gustaría que miraras bien la pistola que el señor Jones sujeta contra mi cuello. ¿La ves?
Una pausa.
—Sí, la estoy mirando.
—¿Notas algo especial en el estado del percutor? —le preguntó Zula.
Jones, todavía mirando a Csongor, se sorprendió al ver que Zula intervenía en la conversación. En ese momento, sin embargo, sonrió de oreja a oreja. Parecía que Zula hacía su trabajo por él. Le recordaba a Csongor, por si no lo había apreciado por primera vez, que la 1911 estaba solo a un microsegundo de matarlos a ambos.