Un maestro solterón durante mucho tiempo, ya que la combinación de pobreza y vivir con una madre necesitada y difícil le imposibilitaba atraer novias en firme. Pero su madre falleció a mediados de los setenta y él entabló relación con una mujer mucho más joven, una de sus antiguas alumnas, a quien había encontrado por casualidad en el metro, años después de su graduación. Se casaron en 1979. Bartos nació en 1982 y Csongor en 1985. Su padre era un hombre encantador, pero ya tenía cuarenta y tantos años. Fumando varios paquetes de tabaco al día, quemó su cuerpo como si fuera un cigarrillo de carne y murió cuando Csongor tenía diez años de edad. Aunque no antes de conseguir descargar casi todo lo que sabía de matemáticas en la mente de Bartos y, en menor grado, en la de Csongor.
Los húngaros tenían un don para las matemáticas. Contrariamente a los rumores, no se trataba de algo genético. No podía ser. Como podía ver cualquiera solo con pasear por las calles de Budapest, eran absolutos mestizos: los americanos de Europa. Muchos ojos azules donde normalmente no te los esperabas. Caras vallas publicitarias, por todos los aeropuertos de Budapest, promocionaban la experiencia, el poderío, el alcance global de la ingeniería alemana y sus empresas de construcción. ¡Ingeniería! Otro lujo de nacionalidades con enormes poblaciones y masas de tierra intactas. Hungría, separada de la mitad de la población que un día tuvo y de la mayoría de los recursos naturales que un día reclamó, tenía que practicar ahora una suerte de acupuntura económica, esforzándose por conocer los nódulos mágicos en el flujo de energía global donde una aguja pudiera alterar el funcionamiento de un órgano importante. Como un jinete que controla con las rodillas los movimientos de un caballo de media tonelada para poder disparar flechas con las manos. Las matemáticas eran una de las pocas disciplinas donde era posible ejercer ese nivel de beneficio, y por eso los húngaros se habían vuelto fenomenalmente buenos a la hora de enseñárselas a sus hijos. Parte de ello era mostrar reconocimiento a los que destacaban. Bartos había participado en competiciones matemáticas que se transmitían por la televisión nacional como si fueran campeonatos de fútbol. Incluso tenía pinta de matemático.
Mientras tanto, Csongor, que no la tenía, deambulaba por los pasillos de su escuela tratando de evitar al entrenador de lucha libre, que lo seguía al menos una vez al día y hacía de todo menos apresarlo en una llave para convencerlo de que apareciera por los entrenamientos. Csongor había conseguido mantener a raya al departamento atlético uniéndose al equipo de hockey. Pero no era capaz de patinar de espaldas, así que lo nombraron portero. Era bueno en esto, debido a una inusitada combinación de masa para bloquear el disco y reflejos enormemente rápidos (una vez intentó sacar partido de esto último dedicándose a la esgrima, pero como le explicó el entrenador: «Hay demasiado de ti para alcanzarte»).
No podía saber, durante sus jóvenes años de portero, que esto le proporcionaría muchos momentos de conversación con su futuro jefe: una figura del crimen ruso organizado que era un fanático del hockey y quería que lo llamaran Ivanov.
«¿No quieres hacerte viejo y dejarte bigote? ¿Conducir el autobús?»
Ivanov insistía en que era un gran admirador de los húngaros y siempre se maravillaba del milagro de que continuaran existiendo, cosa que al principio Csongor tomó ingenuamente por un cumplido pero más tarde llegó a comprender como una amenaza implícita. Su manera de relacionarse con Csongor había sido hacer todo tipo de observaciones sobre su aspecto: «No pareces un hacker. Al verte en la calle, pensé que eras capitán de un equipo de waterpolo. Luego, portero de un night-club. Luego, conductor de autobús. ¿Cuándo vas a dejarte crecer el bigote?» Pues parecía que los húngaros, aunque tuvieran todo tipo de aspectos cuando eran jóvenes, convergían hacia unas pocas formas corporales básicas cuando eran viejos. La cabeza entrecana en forma de bala. La frente alta, con el pelo canoso peinado hacia atrás. El hombre salvaje de los Cárpatos, precedido a todas partes por sus cejas. Csongor, un cabeza de bala clásico, sabía que solo era cuestión de tiempo empezar a dejarse bigote. Pero por ahora su costumbre era raparse el pelo al uno el primer martes de cada mes y mantener lampiño el rostro, que no consideraba ofensivo pero lejos de ser guapo.
Había aprendido que ciertas mujeres se sienten atraídas hacia los hombres grandes, y no había dejado de aprovecharse de ello de vez en cuando. Solo había tenido una novia formal, hacía un año. El día anterior, había decidido que Zula era la mujer ideal para él.
No había perdido del todo la consciencia cuando Ivanov lo golpeó con la pistola en la mandíbula, pero se había distraído enormemente y de algún modo se había desconectado del control de su cuerpo durante los momentos en que el otro pistolero hizo su sorprendente aparición. Sintió, y agradeció profundamente, el contacto de la mano de Zula sobre su mejilla cuando detuvo su caída, pero todo lo demás parecía un poco difuso, sobre todo porque su cabeza apuntaba en dirección opuesta y no había podido moverla.
Ahora el mareo había remitido. Sabía que se encontraba en el sótano de un edificio que se estaba viniendo abajo. Que el núcleo de la escalera, inmensamente fuerte, aguantaba bien y creaba un bolsillo de espacio para respirar relativamente seguro a su alrededor. Y que estaba atrapado en aquel bolsillo con el cadáver semidecapitado de Ivanov y un rifle de asalto Kalashnikov. Y aunque la situación era, obviamente, ridículamente caótica y peligrosa, el húngaro en él decía: «Esto era de esperar; me estaba preguntando cuándo iba a acabar así.»
De vez en cuando se había preguntado cómo había muerto su abuelo, ya que nadie tenía ni idea de dónde había sucedido, ni siquiera en qué año. Tal vez estaba en el sótano de algún edificio en Stalingrado, igual que él.
Durante los momentos en que el edificio no estaba activamente en estado de avalancha, gritaba «¡Hola! ¡Hola!» con todas las fuerzas de las que era capaz. Algún reflejo profundamente enraizado le impedía decir la palabra más obvia, «¡Socorro!», porque se suponía que solo podías pedir socorro cuando estabas realmente en problemas y pedías ayuda de verdad. De lo contrario, era como gritar que viene el lobo.
Vale, tal vez estaba un poco mareado.
Estaba casi totalmente oscuro. Tanteando a su alrededor, Csongor sintió cuero suave cubierto de grava: el bolso de mano de Ivanov, que había caído al suelo y estaba justo a su lado. Csongor lo acercó y lo abrió, por si contenía una linterna o cualquier otra cosa que pudiera ser útil. Sus manos le dijeron que estaba casi completamente lleno de dinero chino. Había dos rectángulos de frío metal extraordinariamente densos: cargadores de munición, advirtió, para una pistola que ya no estaba a la vista. Al lado, una caja negra, con un extremo en forma de mandíbulas bostezantes y pequeñas aletas de metal como colmillos. Csongor la cogió y su dedo cayó de forma natural sobre un botón que era claramente un gatillo. Lo apretó y un rayo púrpura saltó entre los colmillos y danzó y se retorció salvajemente hasta que lo soltó. ¡Estúpido! Si hubiera un escape de gas, la chispa podría haberlo prendido.
Pero no hubo ninguna explosión: no había ningún escape de gas.
Era una especie de arma no letal: una pistola aturdidora. Tal vez Ivanov la había traído para torturar al Troll. Csongor volvió a apretar el gatillo y usó la luz bailarina del arco para iluminare. Como esperaba, el bolso estaba lleno de dinero chino. Pero en los bordes había bolsas de autocierre que contenían cosas importantes: pasaportes y teléfonos.
Oyó movimiento no muy lejos.
—¡Socorro! —gritó.
El movimiento cesó.
—¿Hola? —llamó Csongor.
—Hola —dijo una voz en la oscuridad—. Venga hacia aquí, por favor.
—Ya voy —respondió Csongor. Metió la pistola aturdidora en la bolsa y la cerró. Luego empezó a reptar hacia la voz, arrastrando la bolsa consigo.
—¡Al aeropuerto! —gritó el señor Jones. Entonces una expresión de remordimiento asomó a su rostro, supuso Zula, porque se había dado cuenta de lo fuera de control que estaba—. Al aeropuerto —repitió, de manera mucho más clara y calmada.
Como la mano derecha del señor Jones estaba esposada a la mano izquierda de Zula, tuvieron que colocarse a la fuerza de manera que Zula estuviera en el lado derecho del asiento trasero y el señor Jones a la izquierda, directamente detrás del conductor, que se había vuelto para mirarlo lleno de paralizada desazón.
—Aero... puerto —dijo Jones por tercera vez, en un tono de furia apenas contenida, acompañado por un leve movimiento de la pistola que empuñaba en la mano izquierda. El taxista finalmente se dio media vuelta y se puso en marcha. El taxi avanzó unas tres pulgadas y se detuvo para evitar atropellar a un vacilante refugiado cubierto de polvo. Pero al menos se movía; el taxista tenía algo en que pensar aparte de la extraña pareja del asiento trasero. Unos momentos más tarde, ocupó un tramo de la acera. Y a partir de ahí fue más fácil. Como si la multitud, tras haber reconocido el derecho del taxi a moverse un metro, ya no pudiera negarle los siguientes diez, ni los siguientes cien.
Sokolov vio la lenta disolución del taxi en la multitud con admiración profesional. Era un guerrero altamente entrenado y experimentado, trabajando completamente solo, libre para esconderse en este edificio durante un rato o salir en el momento en que escogiera. Incluso así, había evaluado sus posibilidades de escapar de esta situación como esencialmente cero. Y sin embargo este negro musulmán, víctima de un ataque sorpresa, esposado a una rehén reacia, y a tiro del rifle de Sokolov, había conseguido al parecer hacer buena su huida simplemente aprovechando una oportunidad que se le había presentado al azar. Naturalmente, la distracción proporcionada por la explosión y el desplome del edificio le habían ayudado muchísimo, pero seguía siendo algo admirable. Por su larga experiencia en lugares como Afganistán y Chechenia, Sokolov reconoció, en los movimientos de yihadista, una especie de ventaja cultural o de actitud que esas personas disfrutan siempre en situaciones como esta: eran absolutos fatalistas que creían que Dios estaba de su parte. Los rusos, por otro lado, eran fatalistas de un estilo distinto, y creían, o al menos sospechaban, que estaban jodidos de todas formas, y que lo más aconsejable era sacar el mejor partido posible, pero no veían en esto la mano de Dios en acción ni la esperanza de alguna gloria futura en el cielo de los mártires.
Y por eso lo que lo impulsó a bajar por las escaleras del edificio de oficinas no fue ninguna esperanza de ser salvado, sino la furia competitiva por el hecho de que lo habían superado las improvisaciones suicidas de este fanático.
Csongor reconoció a su salvador como uno de los hackers: Manu, como lo habían estado llamando para identificarlo. «Manu» le mostró cómo salir del sótano por la puerta trasera que daba al callejón. Csongor lo siguió entonces por el callejón hasta la calle lateral y de ahí hasta el cruce con la calle ancha que corría por delante de la fachada del edificio. Esto los llevó lo suficientemente lejos del peligro claro y permitió que «Manu» se sintiera cómodo volviéndose para mirar con curiosidad a Csongor.
—Gracias —dijo Csongor.
—Me llamo Marlon —dijo el otro.
—Yo soy Csongor.
Se estrecharon las manos de una forma curiosamente estirada, formal.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Marlon.
Csongor, sin confiar del todo en su capacidad para comunicarse en inglés se encogió de hombros para indicar que no tenía ni la menor idea.
No muy lejos, alguien estaba haciendo sonar el claxon de un coche. Primero una serie de llamadas largas, ahora con una larga serie de golpes al azar, culminando con el «Niños queridos, adiós». El barrio ofrecía muchas distracciones en este momento, pero finalmente Csongor se volvió y advirtió la furgoneta esperando a unos diez metros de distancia. Asomando bajo la puerta abierta del conductor había un par de botas azules. La cabeza de Yuxia asomó por la ventanilla abierta, para ver si había logrado ya llamar su atención.
—¿Te apetece un paseo? —preguntó Csongor, extendiendo una mano hacia la furgoneta, como un conductor de limusinas que da la bienvenida a una estrella de cine en el aeropuerto.
Marlon se encogió de hombros y sonrió.
—Vale.
Mientras se acercaban, Yuxia salió de detrás de la puerta y se puso delante de la furgoneta, se agachó, y agarró un retorcido trozo de acero que se alzaba delante del guardabarros. Estaba clavado en un trozo de hormigón que impedía que la furgoneta avanzara y que era demasiado pesado para que ella pudiera moverlo solo. Marlon y Csongor la ayudaron a apartar el obstáculo del camino y luego subieron a la parte trasera del vehículo mientras Yuxia se ponía al volante. Arrancó y empezó a avanzar sobre los escombros más pequeños que, aunque hicieron que el vehículo traqueteara, no impedían que las ruedas rodaran. Marlon y Csongor se entretuvieron unos instantes arrojando el dintel de hormigón por la puerta, que no se cerraba porque el impacto había distorsionado todo el marco, así que Csongor la sujetó. Marlon se tumbó de espaldas contra los destrozos del asiento, apoyó los pies contra el techo hundido, y empujó con todas sus fuerzas, empujando la placa de metal y sellando en parte el agujero del techo y aumentando el espacio disponible dentro de la furgoneta. Aparte de eso, su fuerza no bastó para mover más el metal, así que Csongor y él acabaron los dos de espaldas dando patadas al techo, golpeando el metal como si fueran herreros. Les dio algo que hacer y los distrajo de la forma en que conducía Yuxia: si le hubieran prestado atención, habría sido lo más aterrador que habían visto en todo el día.
—¿Adónde vamos? —se le ocurrió por fin preguntar a Csongor, ya que no podía encontrarle sentido a las decisiones de Yuxia.
—Al mismo lugar que ese taxi —respondió ella, indicando una mota en el mar de gente y tráfico que tenían delante.
—¿Por qué?
—Porque mi amiga querida está en ella —respondió Yuxia. Se volvió para taladrarlo con la mirada—. Mi amiga querida, y la tuya.
—¡Ojalá! —exclamó Csongor, antes de poder evitarlo.
—¿Entonces no quieres saber adónde va?
Sokolov llegó a la planta baja, sacó el cargador de su rifle, despejó la recámara, y lo arrojó a la escalera. Entró en el pasillo que conducía a la entrada principal del edificio y echó a correr. Cuando llegó al vestíbulo, redujo el paso, atravesó un par de puertas interiores, cruzó la entrada y se abrió paso por una de las puertas exteriores.