Rebeca (4 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

BOOK: Rebeca
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—Está demasiado mimada, señor de Winter; eso es lo que pasa, y nada más que eso. Cualquier muchacha daría los ojos por ver «Monte».

—No sería ése el mejor método de conseguirlo —dijo él sonriendo.

Se encogió ella de hombros y lanzó al aire una gran bocanada de humo. Creo que no entendió la broma.

—Yo soy una ferviente entusiasta de Montecarlo. El invierno inglés me mata. Mi salud no lo puede aguantar. Y usted, ¿qué ha venido a hacer? Usted no es de los que vienen todos los años. ¿Va a jugar al bacará o ha traído sus palos de golf?

—No he decidido nada aún. He venido sin tiempo para hacer planes.

Debieron de ser sus propias palabras las que removieron su memoria, pues palideció y volvió a fruncir el ceño ligeramente. La señora Van Hopper continuó impertérrita:

—Claro, aquí echará de menos las nieblas de Manderley. Aquello es muy distinto. Esas comarcas del oeste deben de ser deliciosas en primavera.

Noté un cambio casi imperceptible en sus ojos, algo indefinido, y me pareció haber captado algo íntimo que no me concernía. Apagó su cigarrillo en el cenicero, y dijo lacónicamente:

—Sí. Manderley está ahora en todo su esplendor.

Sobrevino un silencio, un silencio incómodo por algún motivo, y mirándole con disimulo, noté que ahora me recordaba más que nunca a mi Caballero Desconocido, que, embozado y misterioso, recorría una galería en la noche. La voz de la señora Van Hopper perforó mi ensueño como un timbre eléctrico.

—Usted debe de conocer a mucha gente aquí, aunque he de confesar que Montecarlo está muy aburrido este invierno. Apenas se ve una cara conocida. El duque de Middlesex está aquí con su yate, pero todavía no he ido a bordo —nunca había ido que yo sepa. Luego continuó—. Claro que usted conoce a Nell Middlesex. ¡Es encantadora! La gente dice que el segundo niño no es de él, pero yo no lo creo. La gente es capaz de decir cualquier cosa de una mujer bonita, y Nell es preciosa. Oiga una cosa: ¿es verdad que los Caxton-Hyslop se llevan muy mal?

Así continuó, ensartando chismes, sin notar que todos aquellos nombres le tenían sin cuidado, y que según hablaba ella se sumía él más hondamente en el silencio y en la reserva. Pero ni una vez interrumpió ni miró el reloj, como si se hubiera propuesto mostrarse lo más atento posible desde el momento en que la puso en ridículo ante mis ojos, y a no apartarse de su propósito pasase lo que pasase. Le libertó un botones mandado para decirnos que una modista esperaba a la señora Van Hopper en sus habitaciones.

Él se levantó inmediatamente, apartó la silla, y dijo:

—No la quiero entretener. Las modas cambian tan deprisa que si tarda en subir ya no serán las mismas.

No comprendió ella el sentido burlón de su comentario y lo tomó como una broma.

—He tenido mucho gusto en encontrarme con usted tan inesperadamente, señor de Winter —dijo, conforme nos acercábamos al ascensor—, y ahora que me he atrevido a romper el hielo, espero verle con frecuencia. Tiene usted que venir a mis habitaciones a tomar algo. Mañana por la tarde vienen unos amigos. ¿Puedo contar con usted?

Volví la cara para no ver sus esfuerzos buscando una excusa.

—Lo siento mucho —respondió—; pero probablemente mañana iré en coche a Sospel y no sé a qué hora estaré de vuelta.

Aceptó ella la excusa de mala gana, pero al llegar al ascensor aún nos detuvimos otra vez.

—¿Le han dado una habitación buena? El hotel está medio vacío, de manera que si no está a gusto no deje de protestar. ¿Le ha deshecho ya el equipaje su criado?

La familiaridad ya pasaba de castaño oscuro, incluso viniendo de ella, y vi el gesto que puso él.

—No tengo criado —dijo tranquilamente—. Acaso usted quisiera ayudarme.

Esta flecha dio en el blanco, pues la vi ponerse colorada y dejó escapar una risita.

—No creo que… —comenzó, y de repente, de la manera más inesperada, se volvió hacia mí—. Puede que tú pudieras ayudar al señor de Winter si necesita algo. Para algunas cosas te das bastante buena maña.

Callamos todos un momento; quedé humillada, esperando lo que él contestaría. Nos miró, burlón, casi sarcástico, mientras sus labios esbozaban una ligera sonrisa.

—Me parece una idea encantadora, pero no puedo desechar el lema de mi familia: «Camina solo e irás más lejos». Tal vez no lo conociera usted.

—¡Qué raro! —dijo la señora Van Hopper cuando subíamos en el ascensor—. ¿Crees que habrá sido una broma esa manera de marcharse? Los hombres hacen cosas así algunas veces. Me acuerdo de un escritor muy conocido que solía bajar corriendo por la escalera de servicio cuando me veía venir. Supongo que le gustaba yo y no se sentía seguro de sí mismo. Pero en aquellos tiempos yo era más joven.

Se paró bruscamente el ascensor. Llegamos a nuestro piso. El botones abrió las puertas.

—Por cierto, oye —dijo, según íbamos andando por el pasillo—. No lo tomes a mal si te lo digo, pero esta tarde has estado un poquito impertinente. Esa manera que has tenido de querer monopolizar la conversación me ha hecho pasarlo mal, y estoy segura de que igual le ha ocurrido a él. A los hombres les molesta eso horrores.

No respondí. No había contestación posible.

—¡Vamos! No te pongas así, mujer —dijo riendo y encogiéndose de hombros—. Al fin y al cabo, yo soy la responsable de lo que tú hagas aquí, y bien puedes aceptar un consejo de una mujer que podría ser tu madre.
Et bien, Blaize, je viens

Y tarareando una canción se metió en su cuarto, adelantándose sonriente hacia la modista que aguardaba.

Me arrodillé en el asiento que había bajo la ventana y me puse a contemplar la tarde. Aún lucía brillante el sol; soplaba el viento alegre, con fuerza. Dentro de media hora estaríamos jugando al bridge, todas las ventanas herméticamente cerradas, con la calefacción central dada al máximo. Pensé en los ceniceros que tendría que limpiar, y en las colillas manchadas de carmín, mezcladas con restos de bombones de chocolate y crema. No es fácil el bridge para quien ha sido educado en la ciencia de los naipes con juegos como el
snap
y
happy families
[*]
; además, a los amigos de la señora Van Hopper les aburría jugar conmigo.

Mi aspecto aniñado los cohibía y les hacía poner cuidado en lo que decían. Igual que ocurre durante una comida hasta que llegan los postres y la criada desaparece. No podían dar rienda suelta a sus aficiones al escándalo y a la murmuración. Los hombres asumían una especie de cordialidad forzada y me hacían en broma preguntas acerca de historia y de arte, adivinando que hacía poco que yo había salido del colegio, y suponiendo que éstos eran los únicos temas posibles de conversación.

Me separé de la ventana con un suspiro. El sol estaba lleno de promesas; el mar, batido por el viento juguetón, blanco de espuma. Pensé en el rincón de Mónaco que había visto hacía dos días, con aquella casa torcida que se asomaba a la plaza empedrada. En lo alto del tejado había una ventana estrecha, casi una tronera. Hubiera podido albergar a un caballero medieval; y cogiendo del escritorio lápiz y papel dibujé de memoria, medio distraída, un perfil pálido y aquilino. Ojos sombríos, nariz aguileña, y el labio superior, así, un poco desdeñoso. Le añadí luego una barba puntiaguda y una gola de encaje alrededor del cuello, como hiciera el pintor… hace mucho tiempo, en épocas muy distintas.

Llamaron a la puerta, y el chico del ascensor entró con una carta.

—La señora está en su cuarto —le dije, pero él movió la cabeza y dijo que era para mí.

La abrí y encontré una sola hoja de papel dentro, con unas cuantas palabras escritas con una letra que no conocía:

«Perdóneme la grosería de esta tarde.»

Nada más. Sin firma, sin encabezamiento. Pero vi mi nombre escrito en el sobre. Y bien escrito, lo que no era corriente.

—¿Tiene contestación? —preguntó el botones.

Alcé la mirada de aquellas palabras escritas deprisa.

—No; no tiene contestación.

Cuando se marchó me metí la nota en el bolsillo y volví a mi dibujo; pero ya no me gustaba; encontré la cara dura e inanimada; y la gola y la barba se me antojaron de guardarropía.

Capítulo 4

A
la mañana siguiente a la partida de bridge, la señora Van Hopper se despertó con dolor de garganta y una temperatura de treinta y nueve grados. Llamé por teléfono al médico, que acudió enseguida, y diagnosticó que se trataba de una gripe corriente.

—Quédese en la cama hasta que yo le dé permiso para levantarse —le dijo—. Tiene usted el corazón flojillo, y no mejorará si no se queda usted completamente tranquila y sin hacer nada. Preferiría —añadió, volviéndose hacia mí— que buscasen ustedes una enfermera profesional. Usted no puede, de ninguna manera, levantarla en vilo. Por lo demás, sólo será cosa de unos quince días.

Me pareció absurdo y protesté; pero vi con sorpresa que la enferma estaba de acuerdo. Creo que le gustaba la idea de dar quehacer, los recados que recibiría preguntando cómo seguía, las visitas de los amigos, las flores que enviarían. Montecarlo empezaba a aburrirla y aquello iba a servirle de distracción.

La enfermera le pondría inyecciones y le daría algo de masaje y comidas especiales. Cuando llegó la enfermera dejé a la paciente tan contenta, apoyada sobre varias almohadas, ya con menos fiebre, abrigada con su mejor chaquetilla de cama y su encintada cofia. Algo avergonzada de mi gozo, llamé por teléfono a sus amigos para cancelar la pequeña reunión organizada para aquella noche, y bajé al comedor una media hora antes de lo acostumbrado. Creí que no habría nadie, pues eran pocos los que comían antes de la una. Y vacío estaba, a no ser por la mesa contigua a la nuestra. Esta contingencia no se me había ocurrido, pues creí que se había marchado a Sospel. No cabía duda de que estaba comiendo temprano para no encontrarse con nosotras a la una. Ya me hallaba en medio del comedor y no podía volverme atrás. No le había visto desde que nos metimos en el ascensor el día anterior, pues esa noche no había él bajado al comedor, probablemente por lo mismo que ahora estaba comiendo temprano.

No estaba preparada para esta situación. Hubiera querido tener más años, más mundo. Fui hasta nuestra mesa, sin mirar a ningún lado, e inmediatamente puse en evidencia mi azoramiento tirando el florero de tiernas anémonas al desdoblar la servilleta. Se empapó de agua el mantel, y parte de ella me cayó sobre la falda. El camarero estaba al otro extremo del comedor y, además, no se había dado cuenta del estropicio, pero mi vecino de mesa acudió al instante con una servilleta en la mano.

—No puede usted quedarse aquí con el mantel chorreando —dijo bruscamente—. Le quitaría el apetito.

Comenzó a enjugar el agua, y el camarero, al ver que algo ocurría, acudió en nuestra ayuda.

—No me importa —dije—; es lo mismo. Estoy sola.

No respondió. Llegó el camarero y recogió el florero caído y las flores desparramadas.

—Deje usted eso —dijo él de pronto— y prepare otro cubierto en mi mesa.
Mademoiselle
comerá conmigo.

Le miré llena de confusión.

—No, no —dije—, de ningún modo.

—¿Por qué?

Traté de encontrar una excusa. Estaba claro que él no tenía ningún interés en comer conmigo. Era sencillamente una amabilidad. Le estropearía la comida. Me decidí a decir la verdad, pura y simple.

—De ninguna manera. Es usted muy amable, pero aquí estaré perfectamente en cuanto el camarero recoja un poco el agua.

—No es amabilidad —insistió—; me gustaría comer con usted. Aunque no hubiera usted tirado el florero tan tontamente pensaba haberla invitado.

Debió de ver mi expresión de duda, pues añadió sonriente:

—¡Ah! ¿No me cree? Bueno, pues venga, a pesar de todo, y siéntese. Si no tenemos ganas de hablar no necesitamos hacerlo.

Nos sentamos, me dio el menú para que eligiera y continuó con sus entremeses, como si no hubiera ocurrido nada.

Tenía una facilidad especial para aislarse de todo y de todos. Me di cuenta de que podríamos continuar así, callados, durante toda la comida, y que no importaría. No nos sentiríamos violentos. Ni me haría él preguntas de historia.

—¿Qué le ocurre a su amiga? —preguntó.

Le conté lo de la gripe.

—Lo siento —dijo, y tras una breve pausa, añadió—. Supongo que le entregarían mi nota. Tenía unos remordimientos terribles. Mi grosería no tiene perdón. Lo único que puedo decir para excusarla es que a fuerza de vivir solo estoy hecho un salvaje. Por eso le agradezco que haya consentido en comer conmigo.

—No estuvo usted grosero —le dije—; por lo menos, a ella no se lo pareció. ¡Esa curiosidad que tiene! Le advierto que no quiere molestar; pero se las arregla siempre para hacerlo, por lo menos cuando habla con alguien que merece la pena.

—Entonces… ¡he de sentirme halagado! Pero ¿por qué ha de creer que valgo la pena?

Dudé un momento antes de contestar.

—Supongo que por Manderley.

No respondió. Volví a notar aquella vaga sensación de tirantez, como si hubiera dicho yo algo impertinente. ¿Por qué aquella casa, conocida de oídas por tanta gente, hasta por mí, le hacía siempre sumirse en el silencio, levantando una barrera entre él y los demás?

Continuamos comiendo en silencio un rato, y me puse a pensar en aquella postal que había comprado en la tienda de un pueblecito cuando fui a pasar unas vacaciones de pequeña al oeste de Inglaterra. Era una vista toscamente reproducida, de colores chillones, pero ni siquiera los defectos habían destruido la simetría de la casa, los anchos peldaños de la escalinata de entrada, los verdes prados que llegaban hasta el mar. Pagué por ella dos peniques —la mitad del dinero que me daban semanalmente para mis gastos— y pregunté a la arrugada anciana de la tienda qué representaba la postal. Me miró asombrada de mi ignorancia.

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