Read Refugio del viento Online
Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle
Tags: #Ciencia ficción, Fantasía
Cantó la balada de Aron y Jeni, la canción más triste de todas. Jeni era una atada a la tierra, y peor aún, inválida de nacimiento. No podía andar. Vivía con su madre, una lavandera, y todos los días se sentaba junto a una ventana para contemplar el risco de los alados de Pequeña Shotan. Entonces se enamoró de Aron, un esbelto y simpático alado. Y en sus sueños, él la correspondía. Pero un día, mientras estaba sola en su casa, le vio jugar en el cielo con una alada de pelo rojo como el fuego. Al aterrizar, se besaron. Cuando su madre volvió a casa, encontró a Jeni muerta. Aron se enteró. No dejó que enterraran a una mujer a la que nunca había conocido. La tomó en sus brazos, la llevó hacia el risco y, abrazándola, voló con ella hacia el mar y le dio un entierro de alado.
Alas de Madera también tenía una canción, aunque no era demasiado buena. Le hacía parecer un bufón cómico. Pero Barrion la cantó, así como la del
Alado Que Traía Malas Noticias
, y la Danza del Viento, la canción nupcial de los alados. Maris apenas se podía mover, tan abstraída estaba. El kivas se le enfrió en la mano, olvidado ante las canciones. Era una sensación agradable, una tristeza menos turbadora, y le trajo el recuerdo de los vientos.
—Tu hermano es un alado nato —susurró una voz a su lado.
Se volvió y vio a Corm, sentado en el brazo de su silla. El alado hizo un gesto elegante con el vaso de vino hacia donde estaba Coll, sentado a los pies de Barrion. El joven se abrazaba las rodillas y tenía una expresión de éxtasis en los ojos.
—Mira cómo le llegan las canciones —dijo Corm tranquilamente—. Para un atado a la tierra sólo son canciones, pero para un alado significan mucho más. Tú y yo lo sabemos, Maris, y tu hermano también. Se le nota con sólo mirarle. Ya sé lo que debe dolerte esto, pero piensa en él. Ama volar tanto como tú.
Maris levantó los ojos hacia Corm y casi no pudo contener una carcajada ante su sabiduría. Sí, Coll parecía en trance, pero sólo ella sabía por qué. Lo que quería era cantar, no volar. Las canciones, no el tema. Pero ¿cómo podría saberlo Corm, el sonriente y guapo Corm, que tan seguro estaba de sí mismo y tan poco sabía?
—¿Crees que sólo los alados pueden soñar, Corm? —le preguntó en un susurro, antes de volver la vista rápidamente hacia Barrion, que estaba concluyendo una canción.
—Hay más canciones de alados —dijo el bardo—. Pero, si las canto todas, estaremos aquí toda la noche y no conseguiré comer nada. —Miró a Coll—. Espera, cuando llegues al
Nido de Águilas
aprenderás muchas más de las que sé yo.
Junto a Maris, Corm alzó su vaso en gesto de brindis. Coll se levantó.
Quiero cantar una.
Barrion sonrió.
Supongo que puedo confiarte mi guitarra. A otro jamás, pero a ti sí. Se levantó para ceder su asiento al silencioso y pálido joven.
Coll se sentó, rasgó las cuerdas no sin algo de nerviosismo y se mordió el labio. La luz de las antorchas le hizo parpadear, miró hacia Maris y parpadeó de nuevo.
—Quiero cantar una nueva canción sobre una alada. Yo… Bueno, la he compuesto. Yo no estaba allí, claro, pero me han contado la historia, y bueno, es verdad. Tendría que haber sido una canción, y hasta ahora nadie la había compuesto.
—Pues cántala, chico —le animó el Señor de la Tierra.
Coll sonrió y miró a Maris.
—La he titulado
La Caída de Cuervo
.
Y la cantó.
Clara y pura, con una hermosa voz, exactamente como sucedió. Maris le miraba con los ojos abiertos de par en par, escuchando asombrada. Coll lo había entendido a la perfección. Captó incluso el nudo en la garganta que sintió ella cuando las alas de Cuervo se desplegaron repentinamente reflejando el sol, y el alado ascendió de la muerte. Todo el inocente amor que sintió hacia él estaba en la canción de Coll; el Cuervo al que cantaba era un glorioso príncipe alado, sombrío, osado y desafiante. Como Maris pensó en aquellos momentos que era.
Coll tenía un auténtico don, pensó Maris. Corm bajó la vista hacia ella.
—¿Cómo?
Sólo entonces Maris se dio cuenta de que lo había pensado en voz alta.
—Coll —dijo. Las últimas notas de la canción le resonaron en los oídos—. Podría llegar a ser mejor que Barrion si le dieran oportunidad. Fui yo la que le conté esa historia, Corm. Estuve allí, junto con otra docena de alados, cuando Cuervo hizo ese truco. Pero ninguno de nosotros lo habría contado tan bien como Coll. Tiene un don muy especial.
Corm sonrió, complacido.
—Cierto. El año que viene barreremos al Archipiélago Oriental en la competición de cantos.
Maris le miró, repentinamente furiosa. Pensó que no había entendido nada. Al otro lado de la habitación, Coll la miraba atentamente, con una pregunta en los ojos. Maris asintió y Coll sonrió, orgulloso. Lo había hecho bien.
Y ella había tomado una decisión.
Pero entonces, antes de que Coll pudiera empezar otra canción, Russ se adelantó.
—Ahora —empezó—, ahora tenemos que tratar asuntos serios. Hemos cantado y charlado, hemos comido y bebido bien, y aquí hace calor. Pero fuera hay vientos.
Todos escucharon con rostros serios, como se esperaba de ellos, y el sonido del viento, un fondo olvidado, volvió a llenar la habitación. Maris lo oyó y tembló.
—Las alas —dijo su padre.
El Señor de la Tierra avanzó, sosteniéndolas en las manos como el tesoro que eran. Pronunció las frases rituales:
—Mucho tiempo han servido estas alas a Amberly, uniéndonos a todo el pueblo de Windhaven desde hace generaciones, desde los tiempos de los navegantes de las estrellas. Primero las llevó Marión, hija de un navegante de las estrellas, y su hija Jeri, y su hijo Jon, y Anni, y Flan, y Denis… —La genealogía siguió largo rato—. Y por último Russ y su hija Maris. —Hubo un pequeño murmullo entre los reunidos ante la inesperada mención de Maris. No era una auténtica alada, no debería haberla nombrado. La estaban llamando alada mientras le arrebataban las alas, pensó ella—. Desde este momento las tomará el joven Coll. Y ahora, como otros Señores de la Tierra han hecho durante generaciones, yo las sostengo durante un breve instante para transmitirles la suerte con mi toque. A través de mí, todo el pueblo de Amberly Menor toca estas alas, y dice con mi voz «¡Vuela bien, Coll!».
El Señor de la Tierra tendió a Russ las alas plegadas. Éste se dio la vuelta y las entregó a Coll. El joven ya estaba de pie, con la guitarra en la mano. Parecía muy frágil, muy pálido.
—Es el momento de que alguien se convierta en alado —dijo Russ—. Es el momento de que entregue las alas, y de que Coll las acepte, y sería una tontería que se las pusiera dentro de casa. Vamos al risco de los alados para ver cómo un niño se convierte en hombre.
Los portadores de antorchas, todos alados, ya estaban preparados. Salieron del refugio. Coll ocupaba el lugar de honor, entre su padre y el Señor de la Tierra, escoltados muy de cerca por los alados de las antorchas. Maris y el resto de los asistentes a la fiesta les seguían.
Era un paseo de diez minutos, a pasos lentos en el silencio ultraterreno, hasta quedar situados formando un semicírculo en la plataforma del risco. En el borde, solo, con una única mano y rechazando la ayuda de los demás, puso las alas a su hijo. Coll tenía la cara blanca como el yeso. Se quedó quieto mientras Russ desplegaba las alas, mirando hacia el abismo que se abría ante él, donde las olas rompían contra la playa.
Por fin, Russ terminó.
—Hijo mío, eres un alado —dijo, y retrocedió hasta quedar junto a los demás, al lado de Maris.
Coll quedó solo bajo las estrellas, al borde del acantilado. Las enormes alas plateadas le hacían parecer más pequeño que nunca. Maris quería gritar, interrumpir aquello, hacer algo: sentía las lágrimas corriéndole por las mejillas. Pero era incapaz de moverse. Como todos los demás, aguardó el tradicional primer vuelo.
Y Coll, por fin, tras respirar profundamente, saltó del risco.
La última zancada de la carrera fue un tropezón, y cayó, perdiéndose de vista. Todos se precipitaron hacia adelante. Para cuando los asistentes a la fiesta llegaron al borde, ya se había recuperado y ascendía poco a poco en el viento. Trazó un amplio círculo sobre el océano, acercándose al risco, luego alejándose de nuevo. A veces, los jóvenes alados ofrecían un espectáculo a sus amigos, pero aquello no iba con el temperamento de Coll. Como un alado espectro de plata, vagó errabundo y un poco perdido en un cielo que no era su hogar.
Otras alas se estaban desplegando. Corm, Shalli y los demás se disponían a volar. Pronto se reunirían con Coll en el cielo, harían algunas pasadas en formación y luego dejarían atrás a los atados a la tierra y volarían hacia el
Nido de Águilas
, donde pasarían toda la noche celebrando la llegada de su nuevo miembro.
Pero, antes de que ninguno de ellos pudiera saltar, el viento cambió. Maris lo sintió con la percepción de un alado. Y lo oyó, un silbido frío que llegó desde la cima rocosa de la montaña. Y, sobre todo, lo vio. Porque, sobre las aguas, Coll se tambaleó visiblemente. El joven se curvó ligeramente, intentando salvarse, y entró en un brusco picado. Alguien gritó. Entonces, también bruscamente, volvió a recuperar el control y se dirigió hacia ellos. Pero forcejeando, forcejeando. Era un viento brusco, furioso, que le empujaba hacia abajo; de esos que el alado tiene que controlar con suavidad para dominarlos. Coll luchaba contra él, y el viento le estaba venciendo.
—Tiene problemas —dijo Corm, y el apuesto alado colocó los últimos montantes de sus alas con un golpe seco—. Le daré escolta.
Y, sin decir más, ya estaba en el aire.
Pero demasiado tarde para ser de ayuda. Coll, con las alas batiendo adelante y atrás, arrastrado por la súbita turbulencia, se dirigía hacia la playa de aterrizaje. Se tomó una decisión sin palabras, y todos los congregados se movieron como uno solo para ir a su encuentro, con Maris y su padre al frente.
Coll descendió de prisa, demasiado de prisa. No estaba cabalgando sobre el viento, estaba soportando su empuje. Las alas se movieron mientras caía y se tambaleó, de manera que uno de los extremos rozó el suelo, mientras el otro apuntaba hacia el cielo. Mal, mal, todo mal. Cuando todos se precipitaron hacia la playa, hubo una repentina lluvia de arena seca, el horrible ruido del metal quebrándose y Coll ya estaba en el suelo, tendido en la arena, a salvo.
Pero el ala izquierda colgaba, rota.
Russ fue el primero en llegar junto a él, se arrodilló a su lado y empezó a desatarle las correas. Los demás se congregaron a su alrededor. Coll se incorporó un poco, y todos pudieron ver que estaba temblando y que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Tranquilo —dijo Russ con voz cariñosa—, ha sido sólo un montante, hijo. Se rompen muy a menudo. Tiene fácil arreglo. Estabas un poco nervioso, pero todos lo estamos la primera vez. La próxima será mejor.
—¡La próxima, la próxima, la próxima! —gritó Coll—. No puedo hacerlo. ¡No puedo hacerlo, padre! ¡No quiero una próxima vez! ¡No quiero tus alas!
Ahora lloraba abierta, silenciosamente. El rostro de su padre se tensó.
—Eres mi hijo, eres un alado. Habrá una próxima vez. Aprenderás. Coll siguió temblando y sollozando, ahora ya sin las alas, que yacían a sus pies, rotas e inútiles. Al menos, por el momento. Aquella noche no se volaría hacia el
Nido de Águilas
.
Russ agarró a su hijo por el hombro con el brazo sano y le sacudió.
—Escúchame, escúchame bien. No quiero oír más tonterías. Si no vuelas, no eres hijo mío.
El gesto de desafío de Coll se esfumó. Asintió. Se tragó las lágrimas y levantó la vista.
—Sí, padre —dijo—. Lo siento. Es que me asusté mucho, no quería decir eso. —Sólo tiene trece años, recordó Maris mientras contemplaba la escena junto con los demás. Trece años, asustado, y sin madera de alado. —No sé por qué lo dije, no era mi intención, de verdad.
Y Maris encontró las palabras.
—Sí lo era —dijo en voz alta, recordando la canción de Coll sobre Cuervo, recordando su propia decisión.
Los demás se volvieron para mirarla, sorprendidos. Shalli le puso la mano en el brazo para pedirle silencio, pero Maris se la sacudió y avanzó para interponerse entre Coll y su padre.
—Ha dicho la verdad —siguió con voz tranquila, firme y segura, aunque el corazón le temblase—. ¿Es que no lo ves, padre? No es un alado. Es un buen hijo, y deberías estar orgulloso de él, pero nunca amará el viento. No me importa lo que diga la ley.
—Maris —dijo Russ. En la voz del hombre no había calidez, sólo desprecio y dolor—. ¿Vas a quitarle las alas a tu hermano? Creí que le querías.
Una semana antes, ella se habría echado a llorar. Pero ya había gastado todas las lágrimas.
—Le quiero, y quiero que tenga una vida larga y feliz. No será feliz como alado. Lo hace sólo para que te enorgullezcas de él. Coll es un bardo, un buen bardo. ¿Por qué le vas a arrebatar la vida que ama?
—No le arrebato nada —dijo Russ fríamente—. La tradición…
—Una tradición estúpida —les interrumpió una nueva voz. Maris buscó a su aliado, y vio a Barrion abriéndose paso entre los reunidos. —Maris tiene razón. Coll canta como un ángel, y ya hemos visto cómo vuela —miró desdeñosamente a todos los alados del grupo—. Los alados sois unos animales de costumbres que se han olvidado de pensar. Seguís la tradición a ciegas, sin que os importe quién resulta herido.
Casi inadvertido, Corm había tomado tierra y había plegado las alas. Ahora estaba frente a ellos, con el agradable rostro enrojecido por la ira.
—Los alados y sus tradiciones son lo que ha engrandecido Amberly, lo que ha forjado miles de veces la historia de Windhaven. No me importa lo bien que cantes, Barrion, no estás por encima de la ley —miró a Russ—. No te preocupes, amigo, haremos de tu hijo el mejor alado que haya visto Amberly.
Pero, entonces, Coll se incorporó. Aunque las lágrimas seguían resbalándole por las mejillas, de repente su rostro era una máscara de furia y decisión.
—¡No! —gritó, mirando desafiante a Corm—. No haréis de mi nada que yo no quiera ser. No me importa quién eres. No soy un cobarde, no soy un crío, pero no quiero volar. ¡No quiero, no quiero! —Las palabras eran un torrente, gritaba mientras su secreto salía a la luz, derribando todas las barreras a la vez—. Los alados pensáis que sois los mejores, que todo el mundo está por debajo de vosotros. Pero no es cierto, ¿sabéis? No es cierto. Barrion ha estado en un centenar de islas, y sabe más canciones que una docena de alados. No me importa lo que opines, Corm. No es un atado a la tierra. Sube a los barcos, mientras todos los demás tenéis miedo de hacerlo. Vosotros, los alados, os mantenéis a buena distancia de las escilas, pero Barrion mató una en cierta ocasión con sólo un arpón, y desde un pequeño bote de madera. ¿A que no lo sabíais?