Refugio del viento (7 page)

Read Refugio del viento Online

Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: Refugio del viento
13.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

Yo también puedo ser como él. Tengo talento. Ahora se va a las Islas Exteriores, y quiere que vaya con él, y me ha dicho que algún día me regalará su guitarra. Con sus palabras, puede hacer que volar sea hermoso, pero también es capaz de hacer lo mismo con pescar, con cazar o con lo que sea. Los alados no pueden hacer eso. Él, sí. ¡Es Barrion! Es un bardo, y eso es tan grande como ser un alado. Yo también puedo hacerlo, como he hecho esta noche con Cuervo. —Miró con odio a Corm—. ¡Quédate con tus viejas alas, dáselas a Maris, ella es la alada! —gritó dando una patada al tejido que descansaba sobre la arena—. Yo quiero ir con Barrion.

Se hizo un pesado silencio. Russ se quedó sin palabras durante largo rato. Luego miró a su hijo, con el rostro más envejecido que nunca.

—Las alas no son suyas, Coll —dijo—. Eran mis alas, las alas de mi padre, y fueron de su madre, y yo quería… Quería…

La voz se le quebró.

—Tú tienes la culpa de esto —murmuró Corm, mirando furioso a Barrion—. Y tú, sí, tú, su propia hermana —añadió, dirigiéndose a Maris.

—Cierto, Corm —replicó Maris—, Barrion y yo somos los culpables. Porque amamos a Coll y queremos que sea feliz… Y que siga vivo. Los alados han seguido sus tradiciones durante demasiado tiempo. ¿No ves que Barrion tiene razón? Todos los años, alados incompetentes toman las alas de sus padres y mueren con ellas. Y Windhaven es cada vez más pobre, porque las alas no se pueden reemplazar. ¿Cuántos alados había en los tiempos de los navegantes de las estrellas? ¿Cuántos quedan hoy? ¿No ves lo que nos está haciendo la tradición? Las alas son un tesoro. Sólo las deben llevar aquellos que aman el cielo, los que mejor vuelen y sepan cuidarlas. Pero, en vez de eso, el derecho de nacimiento es el único criterio que se sigue para entregar las alas. La cuna, no la habilidad. Pero la habilidad de un alado es lo único que le salva de la muerte, lo único que mantiene unido Windhaven.

Corm estalló.

—Esto es una vergüenza. No eres una alada, Maris, no tienes derecho a hablar de estos asuntos. Tus palabras deshonran el cielo y violan todas las tradiciones. Si tu hermano elige renegar de su derecho de nacimiento, de acuerdo. Pero no se burlará de nuestra ley dándole las alas a quien elija. —Miró a su alrededor, hacia los aturdidos congregados—. ¿Dónde está el Señor de la Tierra? ¡Qué nos diga cuál es la ley!

La voz del Señor de la Tierra era pausada, dubitativa.

—La ley… La tradición… Pero éste es un caso muy especial, Corm. Maris ha servido bien a Amberly, y todos sabemos cómo vuela. Yo…

—La ley —insistió Corm.

El Señor de la Tierra sacudió la cabeza.

—Sí, ése es mi deber, pero… la ley dice que… que si un alado renuncia a sus alas, pasarán a manos de otro de los alados de la isla, el mayor, y que entre él y el Señor de la Tierra las cuidarán hasta que se elija a un nuevo portador de las alas. Pero nunca un alado había renunciado a las alas, Corm. Esta ley sólo se usa cuando un alado muere sin heredero y, en este caso, Maris…

—La ley es la ley —dijo Corm.

—Y tú la seguirás a ciegas —señaló Barrion.

Corm le ignoró.

—Soy el alado de más edad que hay en Amberly Menor, puesto que Russ ha cedido las alas. Las custodiaré hasta que encontremos a alguien digno de ser un alado, alguien que reconozca, mantenga y honre las tradiciones.

—¡No! —gritó Coll—. ¡Quiero que Maris se quede con las alas!

—No tienes nada que decir aquí —le replicó Corm—. Eres un atado a la tierra.

Con estas palabras, se agachó para recoger las alas rotas. Empezó a plegarlas metódicamente.

Maris miró a su alrededor buscando ayuda, pero fue inútil. Barrion hizo un gesto de impotencia con las manos, Shalli y Helmer rehuyeron su mirada, y su padre estaba allí de pie, hundido y sollozando. Ya no era un alado, ni siquiera de nombre. Sólo un anciano tullido. Los asistentes a la fiesta empezaron a marcharse, uno por uno.

El Señor de la Tierra se acercó a ella.

—Lo siento, Maris —empezó—. Si pudiera, te daría las alas. La ley no es para esto, no se concibió como un castigo, sino como una guía. Pero es la ley de los alados, y yo no puedo enfrentarme a ellos. Si desafío a Corm, Amberly Menor será como Kennehut, y las canciones me llamarán loco.

Maris asintió.

—Lo comprendo —dijo.

Corm, con un par de alas bajo cada brazo, se alejaba por la playa.

El Señor de la Tierra se dio la vuelta y se marchó. Maris salvó el tramo de arena que la separaba de Russ.

—Padre… —empezó.

Él levantó la vista.

—Tú no eres mi hija —dijo.

Y, deliberadamente, le dio la espalda. Maris contempló cómo el anciano se alejaba, caminando rígido, con dificultad, para esconder su vergüenza entre las paredes de su casa.

Por fin los tres quedaron solos en la playa de aterrizaje, mudos, derrotados. Maris se acercó a Coll y le abrazó. Se quedaron así unos momentos, en aquel instante eran dos niños buscando un consuelo que no podían ofrecerse.

—Tengo un sitio para que os quedéis —dijo por fin Barrion.

La voz del bardo los despertó. Se separaron, confusos, mientras el bardo les contemplaba con la guitarra colgada a la espalda. Le siguieron a su casa.

Para Maris, los días siguientes fueron sombríos y problemáticos.

Barrion vivía en una modesta cabaña, junto al puerto, al lado de un pequeño muelle abandonado y podrido. Allí fue donde se quedaron. Maris nunca había visto tan feliz a Coll. Cantaba con Barrion todos los días, y sabía que, por fin, podría convertirse en bardo. Sólo el hecho de que Russ se negara a ver a ninguno de los dos empañaba la alegría del chico, y hasta eso olvidaba a menudo. Era joven y acababa de descubrir que muchos de su misma edad le miraban con una especie de admiración culpable, como a un rebelde. Y la sensación de serlo le enorgullecía.

Pero, para Maris, las cosas no eran tan sencillas. Rara vez salía de la cabaña, excepto para pasear por el muelle a la puesta del sol y contemplar los botes de los pescadores que regresaban. No podía dejar de pensar en lo que había perdido. Estaba atrapada e indefensa. Lo había intentado al máximo, había hecho lo que debía, pero seguía sin tener sus alas. La tradición, como un Señor de la Tierra loco y cruel, se había impuesto y la tenía prisionera.

Dos semanas después del incidente de la playa, Barrion volvió a la cabaña tras pasar el día en el puerto, donde iba todos los días a aprender nuevas canciones de los pescadores de Amberly y a cantar en las tabernas y posadas. Mientras comían grandes cuencos de estofado caliente, miró a Maris y al chico.

—He encontrado un barco que me llevará hacia las Islas Exteriores dentro de un mes.

Coll sonrió rápidamente.

—¿Y a nosotros también?

Barrion asintió.

—A ti sí, desde luego. ¿Y a Maris?

Ella sacudió la cabeza.

—No.

El bardo suspiró.

—No ganarás nada con quedarte aquí. Las cosas te van a resultar muy difíciles en Amberly. Hasta para mí son malos tiempos. El Señor de la Tierra, incitado por Corm, está tomando medidas contra mí y la gente respetable empieza a evitarme. Además, hay mucho mundo por ver. Ven con nosotros —sonrió—. Quizá incluso pueda enseñarte a cantar.

Maris jugueteó con el estofado.

—Soy peor cantando que mi hermano volando, Barrion. No, no puedo irme. Soy una alada. Tengo que quedarme y recuperar mis alas.

—Te admiro, Maris —aseguró el bardo—, pero es una lucha inútil. ¿Qué puedes hacer?

—No lo sé. Algo. Quizá el Señor de la Tierra… Puedo acudir a él. El Señor de la Tierra es el que hace la ley, y simpatiza conmigo. Si comprende que es lo mejor para el pueblo de Amberly, entonces quizá…

—¿Quizá desafíe a Corm? Este asunto entra directamente en la ley de los alados, y el Señor de la Tierra no la controla. Y, además… —titubeó.

—¿Qué?

—Hay noticias. Circulan por todo el puerto. Han encontrado un nuevo alado, mejor dicho, uno viejo. Devin de Gavora viene en barco para quedarse a vivir aquí. Llevará tus alas.

La contempló atentamente, con la preocupación pintada en el rostro.

—¡Devin! —Maris dejó caer el tenedor y se levantó—. ¿Es que la ley les ha hecho perder el sentido común? —Paseó por la habitación, rabiosa—. Devin vuela peor que Coll. Perdió sus propias alas por volar demasiado bajo y rozar el agua. Si no le hubiera recogido un barco, estaría muerto. ¿Y ahora Corm quiere darle otro par?

Barrion sonrió con amargura.

—Es un alado, y respeta las viejas tradiciones.

—¿Cuánto hace que embarcó hacia aquí?

—Me han dicho que unos días.

Es un viaje de dos semanas, quizá más —dijo Maris—. Si voy a actuar, tendrá que ser antes de que llegue. Una vez se haya puesto las alas, serán suyas, las habré perdido.

Pero. Maris —intervino Coll—, ¿qué puedes hacer?

—Nada —señaló Barrion—. Oh, podríamos robar las alas, por supuesto. Corm las ha hecho arreglar, están como nuevas. Pero, ¿dónde irías? No te recibirían en ninguna parte. Ríndete, chiquilla. No puedes cambiar la ley de los alados.

—¿No? —De repente, la voz de Maris cobró animación. Dejó de pasear por la habitación y se apoyó en la mesa—. ¿Estás seguro? ¿Es que las tradiciones nunca han cambiado? ¿De dónde salieron?

Barrion parecía asombrado.

—Bueno, se celebró el Consejo después de que muriera el Viejo Capitán, cuando el Señor de la Tierra, Capitán de Gran Shotan, distribuyó las alas recién forjadas. Entonces fue cuando se decidió que ningún alado llevaría armas al cielo. Recordaron la batalla y cómo los viejos navegantes de las estrellas utilizaron los dos últimos trineos del cielo para disparar fuego desde arriba.

Sí —dijo Maris—, y recuerdo que hubo otros dos Consejos más. Varias generaciones después de aquello, cuando otro Señor de la Tierra Capitán quiso doblegar a los demás Señores de la Tierra a su voluntad y controlar todo Windhaven, envió a los alados de Gran Shotan al cielo con espadas, para atacar Pequeña Shotan. Los alados de otras islas se reunieron en Consejo y le condenaron, después de que desaparecieran sus alados fantasma. Fue el último Señor de la Tierra Capitán, y ahora Gran Shotan es una isla como cualquier otra.

Sí —intervino Coll —, y en el tercer Consejo se decidió que ningún alado se posaría en Kennehut, después de que el Señor Loco matara al
Alado Que Traía Malas Noticias
.

Barrion asintió.

Muy bien. Pero no se ha vuelto a convocar ningún Consejo desde entonces. ¿Estás segura de que los alados se reunirían?

Por supuesto —dijo Maris—, es una de las preciosas tradiciones de Corm. Cualquier alado puede convocar el Consejo. Y yo presentaría mi caso ante todos los alados de Windhaven, y…

Se detuvo. Barrion la miró y ella le devolvió la mirada. Los dos estaban pensando lo mismo.

—Cualquier alado —repitió el bardo.

—Pero yo no soy una alada —dijo Maris. Se dejó caer en la silla—. Coll ha renunciado a sus alas, y Russ, aunque pudiera verle, las ha cedido. Corm no accedería a nuestra petición, no haría correr la voz.

—Puedes pedírselo a Shalli —sugirió Coll—. O esperar en el risco de los alados hasta que…

—Shalli es mucho más joven que Corm, y le tiene miedo —dijo Barrion—. He oído rumores. Lo siente por ti, como el Señor de la Tierra, pero no irá contra la tradición. Corm podría intentar quitarle las alas también a ella. Y los otros… ¿Con quién puedes contar? ¿Y cuánto puedes esperar? Helmer viene a menudo, pero es tan conservador como Corm. Jamis es demasiado joven, etcétera. Les estás pidiendo que corran un gran riesgo —sacudió la cabeza, dubitativo—. No funcionará. Ningún alado hablará por ti, al menos no a tiempo. Dentro de dos semanas, Devin tendrá tus alas.

Los tres se quedaron en silencio. Maris bajó la vista hacia el plato de estofado frío y meditó. ¿Imposible? ¿Completamente imposible? Volvió a mirar a Barrion.

—Hace un momento —empezó a decir, pensativa—, hablaste sobre robar las alas…

El viento era frío y húmedo, furioso, azotaba las olas. En el cielo del Este, se forjaba una tormenta.

—Buen tiempo para volar —dijo Maris.

El bote se movía suavemente bajo ella.

Barrion sonrió y se cerró la capa un poco más para protegerse de la humedad.

—Si pudieras volar —señaló.

Maris miró hacia la orilla, donde la casa de madera oscura de Corm se alzaba entre los árboles. Había una luz en el piso superior. Tres días, pensó Maris con amargura. Ya le tendrían que haber llamado. ¿Cuánto tiempo más podían permitirse esperar? Cada hora que pasaba acercaba más a Devin, el hombre que se quedaría con sus alas.

—¿Crees que será esta noche? —preguntó a Barrion.

El bardo se encogió de hombros. Se estaba limpiando las uñas con una larga daga, concentrado en la tarea.

—Tú debes saberlo mejor que yo —dijo sin mirarla—. Aún no se ha encendido la luz de la torre. ¿Cada cuánto tiempo llaman a los alados?

—Muy a menudo —respondió Maris, pensativa. Pero, ¿llamarían a Corm? Ya llevaba dos noches espiando la casa desde el bote, aguardando la llamada que le haría tomar las alas. Quizá el Señor de la Tierra había decidido utilizar sólo a Shalli hasta que llegara Devin—. Esto no me gusta —dijo—. Tenemos que hacer algo.

Barrion volvió a guardar la daga en la funda.

—Podría clavársela a Corm, pero no lo haré. Estoy contigo, Maris, y tu hermano es casi un hijo para mí, pero no pienso matar por un par de alas. No. Esperaremos a que se encienda la luz de la torre y Corm tenga que salir, entonces entraremos en la casa. Cualquier otra cosa es demasiado arriesgada.

Matar, pensó Maris. ¿Tendrían que llegar hasta ese punto si entraban en la casa mientras Corm estuviera dentro? Y supo que sí. Corm era Corm, se resistiría. Había estado una vez en casa del alado. Recordaba la panoplia de brillantes cuchillos de obsidiana que colgaba de la pared. Tenía que haber otro camino.

—El Señor de la Tierra no le llamará —dijo, sin saber por qué estaba tan segura—. A menos que haya una emergencia.

Barrion estudió las nubes que se agolpaban en el este.

—¿Y? —preguntó—. No podemos crear una emergencia.

—Pero podemos hacer la señal —dijo Maris.

—Mmm —fue la respuesta del bardo. Consideró la idea—. Sí, supongo que sí, —le sonrió—. Cada vez violamos más leyes, Maris. Ya es bastante malo que vayamos a robar tus alas, y ahora quieres que entre en la torre y envíe una falsa llamada. Menos mal que soy un bardo, si no acabarían considerándonos los peores criminales de la historia de Amberly.

Other books

Shelter Me Home by T. S. Joyce
Whisper Falls by Toni Blake
Death of a Chancellor by David Dickinson
Intimate by Kate Douglas
Reaper by Goodwin, Emily