Read Refugio del viento Online
Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle
Tags: #Ciencia ficción, Fantasía
«Pero ahí no acaba todo. Robarlas es un crimen, pero el robo de unas alas no sería motivo suficiente para convocar un Consejo. Maris sabía que no podría conservarlas mucho tiempo. Se las llevó, no para huir, sino para iniciar una revolución contra nuestras tradiciones más vitales. Cuestiona los fundamentos mismos de nuestra sociedad. Quiere que la propiedad de las alas esté abierta a discusión, nos amenaza con la anarquía. A menos que dejemos clara nuestra desaprobación, a menos que la juzguemos en un Consejo que pase a la historia, los hechos empezarán a distorsionarse. Puede que se recuerde a Maris como a una valerosa rebelde, y no como a la ladrona que es».
Al oír la palabra, un escalofrío recorrió a Maris. Ladrona. ¿En eso se había convertido?
—Tiene amigos bardos a los que les encantaría burlarse de nosotros —estaba diciendo Corm—. Compondrían canciones en las que se hablase de su valentía.
Maris volvió a oír la voz de Barrion: «Nos convertirá a todos en héroes». Buscó a Coll con la mirada. Le vio sentado, muy erguido, con la sombra de una sonrisa en los labios. Desde luego, los buenos bardos tenían mucho poder.
—Así que debemos hablar con claridad, para la historia. Denunciemos lo que ha hecho —terminó Corm antes de volverse hacia ella—. Maris, te acuso del robo de las alas. Y pido a todos los alados de Windhaven que se han reunido en este Consejo, que te condenen como criminal, y que jamás encuentres una isla a la que puedas llamar hogar.
Se sentó. En el terrible silencio que le siguió, Maris supo cuánto le había ofendido. Nunca imaginó que Corm pediría tanto. No se contentaba con arrebatarle las alas, le quería quitar la vida misma, obligarla a un exilio solitario en alguna roca vacía.
—Maris —dijo Jamis amablemente. La joven no se había levantado todavía—. Es tu turno. ¿Quieres responder a Corm?
Lentamente, la joven se puso en pie. Deseaba tener el poder de un bardo, deseaba poder hablar con la seguridad de Corm, al menos por una vez.
—No puedo negar que robé las alas —empezó mirando hacia las hileras de rostros inexpresivos, al mar de extraños. Tenía una voz más firme de lo que ella misma esperaba—. Las robé por desesperación, porque eran mi única oportunidad. Un bote habría sido demasiado lento, y en Amberly Menor nadie me hubiera ayudado. Necesitaba llegar hasta un alado que convocara el Consejo en mi nombre. Una vez lo conseguí, le entregué las alas. Puedo probarlo, si…
Miró a Jamis. El hombre asintió.
En medio de la sala, Dorrel se levantó.
—Dorrel de Laus —dijo en voz alta—. Confirmo lo que ha dicho Maris. En cuanto me encontró, me entregó las alas y no volvió a utilizarlas. Yo no llamaría robo a esto.
Un coro de murmullos de aprobación se elevó a su alrededor. La familia Dorrel era muy conocida y apreciada. Aceptarían su palabra.
Maris se acababa de apuntar un tanto. Siguió hablando, sintiéndose más segura con cada palabra que pronunciaba.
—Quería un Consejo para discutir algo que considero muy importante para todos, para nuestro futuro. Pero Corm se me adelantó.
Una ligera sonrisa inconsciente le afloró a los labios. Y, entre el público, advirtió unas cuantas sonrisas en el rostro de alados a los que no conocía. ¿Escepticismo? ¿Desacuerdo? ¿O apoyo, solidaridad? Tuvo que obligarse a dejar caer las manos a lo largo del cuerpo, no estaría bien que empezara a retorcérselas delante de todos.
—Corm dice que estoy luchando contra la tradición —siguió Maris—. Y es cierto. Os ha dicho que es algo terrible, pero no ha explicado por qué. No ha explicado por qué tenéis que defender a la tradición de mí. Él que algo se haya hecho siempre de determinada manera no quiere decir que cualquier cambio sea imposible, o indeseable. ¿Volaba la gente en el mundo natal de los navegantes de las estrellas? Si no, ¿significa eso que sea mejor no volar? No somos pájaros bobos; si nos dejan en el suelo, no seguimos andando hasta que caemos o morimos. Y no tenemos que seguir la misma ruta todos los días. No lo llevamos en la sangre.
Oyó una carcajada entre los que la escuchaban, y se animó. ¡Podía dibujar imágenes con las palabras, igual que Corm! La idea de las estúpidas avecillas de las cavernas le había brotado de la mente y había pasado a la de otros, haciéndoles reír. Había hablado de romper la tradición, y todavía la escuchaban. Inspirada, siguió.
—Somos personas. Si tenemos instinto hacia algo, es el instinto, la voluntad de cambiar. Las cosas siempre están cambiando, y si somos inteligentes las cambiaremos nosotros para mejor, no esperaremos a que el cambio se nos imponga.
«La tradición de pasar las alas de padres a hijos ha funcionado bien durante mucho tiempo. Desde luego, es mejor que la anarquía, o que la vieja tradición del juicio por combate que se extendió en el Archipiélago Oriental durante los Días Tristes. Pero no es el único sistema, ni es el sistema perfecto».
—¡Basta de palabrería! —gritó alguien.
Maris miró a su alrededor para ver de dónde había salido la voz, y se sobresaltó al ver que Helmer se levantaba de su asiento en la segunda fila. El rostro del alado estaba tenso mientras se cruzaba de brazos.
—Helmer —dijo Jamis con firmeza—, Maris tiene la palabra.
—No me importa —replicó—. Está atacando nuestro sistema, pero no nos ofrece nada mejor. Y con razón. Este sistema ha funcionado durante tantos años porque no hay ninguno mejor. Puede que sea duro, sí. Es duro para ti, porque no naciste alada. Es duro, desde luego. Pero, ¿conoces algún sistema mejor?
Helmer, pensó Maris mientras el hombre se sentaba. Claro, su ira tenía sentido. Era uno de aquellos a los que la tradición heriría pronto, ya le estaba hiriendo. Todavía joven, se vería convertido en un atado a la tierra en menos de un año, cuando su hija llegara a la edad y tomase las alas. Aceptaba la pérdida como algo inevitable, una parte justa de una tradición que honraba. Pero ahora Maris atacaba esa tradición, la única cosa que ennoblecía el sacrificio de Helmer. Si las cosas no cambiaban, se dijo Maris por un momento, ¿llegaría Helmer a odiar a su propia hija por arrebatarle las alas? Y Russ… Si no hubiera resultado herido… Si no hubiera nacido Coll…
—Sí —dijo Maris en voz alta, comprendiendo de repente que la sala había quedado en silencio, a la espera de su respuesta—. Sí, tengo un sistema. Nunca me hubiera atrevido a convocar el Consejo si no…
—¡No lo convocaste tú! —gritó alguien.
Otros rieron. Maris sintió un repentino calor y esperó no estar sonrojándose.
Jamis golpeó la mesa con fuerza.
—Está hablando Maris de Amberly Menor —dijo en voz alta—. ¡El próximo que interrumpa, será expulsado!
Maris le dirigió una sonrisa agradecida.
—Propongo otro sistema, un sistema mejor —dijo—. Propongo que haya que ganar el derecho a llevar alas. No por nacimiento, ni por edad, sino por lo único que verdaderamente importa. ¡La habilidad! —Mientras hablaba, la idea se le esclareció repentinamente en la cabeza, más elaborada, más compleja, más justa que el vago concepto de libertad para todos—. Propongo la creación de una academia de vuelo, abierta a cualquiera, a todo niño que sueñe con volar. Será una academia muy exigente, muchos tendrán que renunciar. Pero cualquiera tendrá derecho a intentarlo: el hijo de un pescador, la hija de un bardo, la de un tejedor. Cualquiera que tenga esperanzas y sueños. Y, para los que superen todas las pruebas, habrá una prueba definitiva: podrán desafiar en la competición anual a cualquier alado que elijan. ¡Y, si son lo suficientemente buenos para vencerle, se habrán ganado las alas!
«Así, los mejores alados siempre conservarán las alas. Y un alado vencido, bueno, podrá esperar al año siguiente para intentar ganarle las alas al que le derrotó. O elegir a cualquier otro, a alguien que vuele peor. Ningún alado podrá permitirse ser perezoso, nadie que no ame el cielo tendrá que volar, y… —Miró a Helmer, en cuyo rostro era imposible leer nada—. Y más aún, incluso los hijos de los alados tendrán que desafiar a alguien para ganar el cielo. Podrán exigir las alas de sus padres sólo cuando estén preparados, cuando de verdad vuelen mejor que ellos. Ningún alado se convertirá en atado a la tierra sólo por haberse casado joven y haber tenido un hijo que llegó a la edad cuando el alado, por derecho y por justicia, todavía debería estar en el cielo. Lo importante será la habilidad, no el nacimiento ni la edad. ¡La persona, no la tradición!»
Hizo una pausa justo cuando estaba a punto de contar su propia historia, de cómo era hija de un pescador, de cómo el cielo nunca habría sido suyo. El dolor, el ansia… Pero ¿por qué gastar aliento? Todos eran alados de cuna, no conseguiría que simpatizasen con los atados a la tierra, a los que despreciaban. No, lo importante era que el próximo Alas de Madera que naciera en Windhaven tuviera una oportunidad de volar, pero aquél no era un buen argumento. Ya había dicho bastante. Se lo había explicado todo. Ahora, la elección estaba en manos de los alados. Miró rápidamente a Helmer y, al ver una extraña sonrisa en su rostro, supo instantáneamente que el voto del hombre era suyo. Le acababa de dar la oportunidad de seguir viviendo sin ser cruel con su hija. Con una sonrisa de satisfacción, Maris se sentó.
Jamis el Mayor miró a Corm.
—Parece muy bonito —dijo éste. Sonreía, perfectamente controlado. Ni siquiera se molestó en levantarse. Al verle tan tranquilo, Maris sintió que la esperanza se le escapaba dolorosamente. —Un bonito sueño para la hija de un pescador, y es comprensible. Quizá no has entendido bien lo que son las alas, Maris. ¿Cómo esperas que familias que han volado desde… desde siempre, pongan en juego sus alas y se arriesguen a que pasen a manos de extraños? Unos extraños que no tienen tradición ni orgullo de familia no las cuidarían bien, no las respetarían. ¿De verdad crees que cualquiera de nosotros va a poner su herencia en manos de cualquier atado a la tierra, en vez de en la de nuestros propios hijos?
El genio de Maris estalló.
—Tú esperas de mí que ceda mis alas a Coll, que no vuela tan bien como yo.
—Nunca han sido tus alas.
Maris apretó los labios y no dijo nada.
—Si creíste que lo eran, es culpa tuya —dijo Corm—. Piénsalo: si las alas pasan de persona a persona como una capa, si no se pueden retener más que uno o dos años, ¿cómo pueden sus propietarios estar orgullosos de ellas? Serían un préstamo, no una propiedad. Y todo el mundo sabe que un alado debe tener sus propias alas, o no es un alado en absoluto. ¡Sólo una atada a la tierra nos aconsejaría eso!
Maris percibía cómo los sentimientos de los asistentes cambiaban con cada una de las palabras de Corm. El alado sabía amontonar argumentos con tanta habilidad que a Maris se le escapaban sin tener oportunidad de captarlos. Tenía que responderle, pero ¿cómo? ¿Cómo? Un alado estaba tan apegado a sus alas como a sus pies. Ella no podía negarlo ni rebatirlo. Recordó la rabia que sintió al ver que Corm no había cuidado bien las alas, y eso que las alas nunca habían sido suyas, sino de su padre, de su hermano.
—Las alas son un préstamo —estalló—. Incluso ahora, todo alado sabe que, con el tiempo, tiene que cederlas a su hijo.
—Es muy diferente —dijo Corm, tolerante—. Un hijo es de la familia, no un extraño. Y el hijo de un alado no es un atado a la tierra.
—¡Esto es algo demasiado importante como para empezar a decir cursiladas sobre lazos de sangre! —le gritó Maris, elevando demasiado la voz—. ¡Escúchate a ti mismo, Corm! ¡Mira el elitismo en que habéis caído tú y otros alados! ¡Mira cómo desprecias a los atados a la tierra, como si pudieran evitar las leyes de la herencia!
Hablaba con furia, y el público se estaba poniendo abiertamente en contra de ella. De pronto, comprendió que si se erigía en campeona de la causa de los atados a la tierra contra los alados, perdería su apoyo.
Maris intentó tranquilizarse.
—Estamos orgullosos de nuestras alas —dijo, volviendo conscientemente al más firme de sus argumentos—. Y si ese orgullo es suficientemente fuerte, las conservaremos. Los buenos alados conservarán el cielo, no serán derrotados fácilmente. Y si les derrotan, podrán volver a recuperarlas. Y tendrán la satisfacción de saber que el alado que se llevó sus alas es bueno, sabrán que las honrará y las utilizará bien, sea cual fuere su origen.
—Se supone que las alas… —empezó Corm.
Pero Maris no le dejó terminar.
—Se supone que las alas no deben perderse en el mar —dijo—, y los malos alados, los alados que no las cuidan bien porque nunca se han visto obligados a hacerlo, son los que nos pierden las alas. Algunos, ni siquiera merecen el nombre de alados. ¿Y qué hay de los niños que son demasiado jóvenes para el cielo, aunque técnicamente hayan llegado a la edad? Se asustan, vuelan mal y mueren, llevándose las alas con ellos —dirigió una rápida mirada a Coll—. ¿Y los que no nacieron para volar? Nacer alado no implica tener la habilidad necesaria para serlo. Mi propio… Coll, al que quiero como a un hermano, como a un hijo, no tiene madera de alado. Las alas eran suyas, pero no podía dárselas, no quería dárselas… Aunque él las hubiera deseado, no habría querido dárselas…
—Tu sistema no cambiará eso —gritó alguien.
Maris sacudió la cabeza.
—No, no lo cambiará. Seguiría sin gustarme la idea de perder las alas, pero si fuera porque me han vencido… Bueno, podría quedarme en la academia, entrenarme, esperar al año siguiente e intentar recuperarlas. Oh, nada será perfecto, desde luego, porque no hay suficientes alas. Y eso es algo que irá a peor, no a mejor. Pero debemos intentar detenerlo, dejar de perder tantas alas cada año, dejar de enviar al cielo a tantos alados ineptos, dejar de perder a tantos. Seguirá habiendo accidentes, seguiremos corriendo peligros, pero no perderemos alas y alados sólo por miedo, falta de criterio y de habilidad.
Agotada, Maris se quedó sin palabras. Pero su discurso había conmovido al público, volvían a estar con ella. Había una docena de manos levantadas. Jamis señaló a uno y un shotanés de recia constitución se levantó de entre los demás.
—Dirk de Gran Shotan —dijo en voz baja.
Tuvo que repetirlo cuando los alados de la parte de atrás gritaron «¡Más alto! ¡Más alto!». El hombre hablaba tímidamente, confuso.
—Sólo quería decir… He estado sentado aquí, escuchando… He… No esperaba… Todo esto para juzgar un crimen… —Agitó la cabeza. Evidentemente, tenía dificultad para encontrar las palabras—. Oh, maldita sea —dijo por fin—. Maris tiene razón. Casi siento vergüenza de decirlo, pero no debería ser así. Es la verdad. No quiero que mi hijo tome las alas. Tengo miedo. Es buen chico, me quiere, y yo le quiero, pero a veces tiene ataques. Ya sabéis, la enfermedad de los temblores. No puede volar así, no debería volar, pero no piensa en otra cosa. Y el próximo año, cuando cumpla trece años, querrá tomar mis alas, y yo tendré que entregárselas, y él volará y morirá, y ya no tendré hijo, ni alas, y tanto me daría estar muerto. ¡No!