—Y esa enfermera era Kristina Dreyer —concluyó Maria el pensamiento de su jefe.
—Lo primero que pensamos —dijo Fabel, después de asentir con un gesto— era que Rauhe la había seguido después de escaparse y que la había escogido como víctima mientras era paciente del hospital y, posteriormente, la había secuestrado y probablemente asesinado. Por eso se hizo participar a la Mordkommission. Yo fui con una división al apartamento de Kristina, en Harburgo. Oímos sonidos dentro… Lloriqueos… Entonces derribamos la puerta y, como esperábamos, nos encontramos con la escena de un homicidio. Pero no era Kristina la que había sido asesinada. Ella estaba de pie, desnuda, en el medio del apartamento. Estaba cubierta de sangre de los pies a la cabeza. De hecho, toda la sala estaba cubierta de sangre. Tenía un hacha en la mano y allí, en el suelo, estaba lo que quedaba de Ernst Rauhe.
—¿Entonces la historia se repite? —dijo Maria.
Fabel suspiró.
—No lo sé. Es que no encaja. Durante la investigación descubrimos que Ernst Rauhe se había divertido durante la última parte de su libertad violando y torturando reiteradamente a Kristina. Al parecer ella fue muy bonita, pero en los últimos días le destrozó la cara a golpes. Pero tal vez fuera el tormento psicológico al que la sometió lo que la llevó a matarlo, más que el maltrato físico. El la hacía arrastrarse desnuda, como un perro. No la dejaba lavarse. Era horrible. Después la estrangulaba, varias veces, y siempre casi hasta la muerte. Ella se dio cuenta de que sólo era cuestión de tiempo que él se cansara de ella. Y cuando eso ocurriera, sabía que él la asesinaría, como había hecho con todas las otras.
—¿De modo que decidió atacar primero?
—Sí. Le pegó en la nuca con el hacha. Pero era demasiado pequeña y ligera y el golpe no lo mató. Cuando él se le abalanzó encima, ella siguió golpeándolo con el hacha, una y otra vez. Finalmente, Ernst Rauhe murió desangrado, pero las pruebas demostraron que Kristina continuó hachándolo durante mucho tiempo después de la muerte. Había sangre, restos de carne y huesos por todas partes. Le había aplastado la cara a golpes. En aquel entonces, aquélla fue, de lejos, la peor escena de un crimen a la que había asistido.
Maria y Werner se quedaron en silencio durante un momento, como si hubiesen sido transportados al pequeño apartamento alquilado de Hamburgo, donde un Fabel más joven había quedado asombrado y horrorizado por una escena salida del mismo infierno.
—Kristina jamás fue condenada por el homicidio de Rauhe '—continuó Fabel—. Se llegó a la conclusión de que se había vuelto temporalmente loca por el tratamiento sádico al que Rauhe la había sometido y que, en cualquier caso, tenía buenas razones para creer que él la mataría. Pero sí tuvo que cumplir seis años en Fuhlsbüttel por ayudarlo a escapar. Si él hubiera llegado a matar a alguna otra persona en ese período, dudo que la hubieran sentenciado a menos de quince años.
—Tienes razón —dijo Maria por fin—. No tiene sentido. Por lo que sabemos, Kristina no tenía ninguna relación con Hauser, salvo que le limpiaba la casa una vez por semana. Y hemos visto la mutilación del cadáver. Eso llevaría tiempo. Fue algo delibe rado, y habría hecho falta premeditación… un plan. Además, tiene alguna clase de significado. Por lo que has dicho, cuando Kristina mató a Rauhe lo hizo en un frenesí producido por una acumulación de terror continuo y una repentina exaltación de pánico y furia. Todo bajo una emoción violenta. El asesinato de Hauser fue planeado, no hay duda de eso. A sangre fría.
Fabel asintió.
—Eso es lo que yo creo. Fijaos en el ataque que ella acaba de tener. No hay duda de que está terriblemente tensa, lo que no encaja con lo que hemos visto en la escena del crimen.
—Un momento —intervino Werner—. ¿No estamos olvidándonos de que la encontraron tratando de cubrir sus huellas? Si eres inocente, ¿por qué intentarías ocultar las pruebas? Además, es demasiada coincidencia que la persona que atrapamos hubiera matado a alguien antes.
—Lo sé —dijo Fabel—. No estoy diciendo que no fuera Kristina. Lo único que digo es que las piezas aún no encajan y que tenemos que mantener una actitud abierta.
Werner se encogió de hombros.
—Tú eres el jefe…
17.30 h, Polizeiprásidium, Alsterdorf, Hamburgo
Para cuando Susanne le dijo a Fabel que podía volver a entrevistar a Kristina Dreyer, el peso acumulado de su primer día de trabajo después de las vacaciones había empezado a afectarlo. Susanne y él estaban sentados en su oficina, bebiendo café y discutiendo el estado mental de Kristina. El cansancio pálido y resignado que delataban los ojos oscuros de Susanne era idéntico al que sentía Fabel. Lo que para ambos había comenzado como un primer día tranquilo se había convertido en algo complejo y exigente.
—Tendrás que tratarla con mucho cuidado —dijo Susanne—. Se encuentra en un estado muy frágil. Y creo que yo tendría que estar presente en la entrevista.
—De acuerdo… —Fabel se frotó los ojos, como si estuviera tratando de expulsar el agotamiento—. ¿Cuál es tu evaluación?
—Está claro que padece una neurosis severa, pero no veo ninguna clase de psicosis. Tengo que decir que, a pesar de las pruebas que hay en su contra, me parece que es una candidata muy poco probable para este homicidio. Mi opinión sobre Kristina Dreyer es que ella es más bien la víctima de un crimen, no la autora.
—De acuerdo… —Fabel le abrió la puerta a Susanne—. Vayamos a averiguarlo.
Kristina Dreyer parecía pequeña y vulnerable en el mono blanco forense que llevaba puesto desde varias horas antes. Fabel se sentó junto a la pared y permitió que Maria y Werner dirigieran la entrevista. Susanne se ubicó junto a Kristina, quien había renunciado al derecho de tener un representante legal.
—¿Se siente con ganas de hablar, Kristina? —le preguntó Maria, aunque no había un tono de petición en su voz. Encendió la grabadora negra sin esperar respuesta. Kristina asintió con un gesto.
—Lo único que quiero es aclarar todo esto —dijo—. Yo no lo maté. Yo no maté a Herr Hauser. Casi nunca lo veía.
—Pero Kristina —dijo Werner—, usted ya ha matado antes. Y la encontramos limpiando la escena de este homicidio. Si lo que quiere es «aclarar todo esto», ¿por qué no nos dice la ver dad? Sabemos que mató a Herr Hauser y que trató de ocultarlo. Si no la hubiesen interrumpido, se habría salido con la suya.
Kristina contempló a Werner pero no respondió. A Fabel le Pareció que temblaba un poco.
—Tranquilícese un poco, Kommissar —le dijo Susanne a Werner. Se volvió hacia Kristina y suavizó su tono—. Kristina, Herr Hauser ha sido asesinado. Como usted ha limpiado toda la suciedad le ha hecho muy difícil a la policía averiguar exactamente qué ha ocurrido. Y cuanto más tarden en llegar al fondo de este asunto, más difícil será encontrar al asesino, si no es usted. Debe contarles a los agentes todo lo que pueda sobre lo que ocurrió exactamente.
Kristina Dreyer volvió a asentir, luego le lanzó una mirada a Fabel por encima del hombro de Maria, como si buscara el apoyo del policía que la había arrestado más de diez años antes.
—Usted sabe lo que ocurrió aquella vez, Herr Fabel. Sabe lo que Ernst Rauhe me hizo.
—Sí, Kristina. Y quiero entender lo que ha ocurrido esta vez. ¿Herr Hauser le hizo algo?
—No… Por Dios, no. Como ya he dicho, prácticamente no lo veía. Él siempre se iba a trabajar antes de que yo llegara a su casa. Me dejaba el dinero sobre la repisa del vestíbulo. No me hizo nada. Nunca.
—Entonces, ¿qué ocurrió, Kristina? Si usted no mató a Herr Hauser, ¿por qué la encontraron limpiando la escena del asesinato?
—Había mucha sangre. Mucha. En todas partes. Enloquecí. —Kristina hizo una pausa; luego, aunque sin perder el temblor, su voz se endureció, como si hubiera tensado un cable de acero en sus nervios—. Llegué esta mañana a la casa de Herr Hauser para limpiar, como siempre. Tengo una llave, y entré. Supe que algo andaba mal apenas entré en el apartamento. Entonces encontré… Entonces encontré esa cosa…
—¿El cuero cabelludo? —preguntó Fabel.
Kristina asintió.
—Estaba clavado con un alfiler en la puerta del baño. Tardé muchísimo tiempo en limpiarlo.
—Un momento —dijo Werner—. ¿A qué hora llegó al apartamento de Herr Hauser?
—A las ocho y cincuenta y siete. Exactamente a las ocho y cincuenta siete de la mañana. —Mientras respondía, Kristina frotó con la punta del dedo un punto en la superficie de la mesa de interrogatorios—. Yo nunca, nunca llego tarde. Pueden verificarlo en mi libreta de citas.
—¿ Entonces, después de que encontrase el cuero cabelludo, lo puso en la bolsa de residuos y comenzó a limpiar la puerta? —preguntó Werner.
—No. Primero entré en el baño y encontré a Herr Hauser.
—¿Dónde estaba?
—Entre el inodoro y la bañera. Sentado a medias, como si…
—¿Y dice que ya estaba muerto en ese momento? —preguntó Maria.
—Sí. —Sus ojos brillaron por las lágrimas—. Estaba allí sentado, con la parte superior de la cabeza arrancada… era horrible.
—Bien —dijo Susanne—. Tómese un momento para serenarse.
Kristina inhaló con fuerza y asintió. Sin darse cuenta, se humedeció la punta del dedo con la lengua y volvió a frotar el mismo punto en la superficie de la mesa, como si estuviera tratando de limpiar alguna mancha que era totalmente invisible para los otros que estaban presentes en la sala.
—Fue horrible —continuó por fin—. Horrible. ¿Cómo alguien podría hacerle algo así a una persona? Y Herr Hauser parecía tan amable… Como les he dicho, él casi nunca estaba en la casa cuando yo iba a limpiar, pero cada vez que me lo cru zaba, se mostraba muy atento y cortés. No sé por qué alguien le haría una cosa así…
—Lo que no sabemos ni entendemos —dijo Maria— es por qué alguien que encuentra la escena de un homicidio decide no contactar con la policía y, en cambio, se dispone a limpiarla… destruyendo pruebas esenciales. Si usted es inocente, Kristina, ¿por qué ocultó todos los rastros del crimen?
Kristina continuó frotando la mancha invisible en la superficie de chapa de la mesa de interrogatorios. Luego habló, sin levantar la mirada.
—Dijeron que tenía las facultades mentales perturbadas cuando maté a Rauhe. Que el equilibrio de mi mente se había alterado. Eso no lo sé. Pero sí sé que en la prisión, durante un tiempo, enloquecí. Estuve a punto de perder la razón para siempre. Fue por lo que Rauhe me hizo. Por lo que yo le hice a él. —Levantó la mirada, con el rostro endurecido y los ojos rojos y húmedos por las lágrimas—. Tenía ataques de pánico muy fuertes. Mucho peores que el que tuve hoy. Me sentía como si me sofocara, como si el mismo aire que estaba respirando me asfixiara. Era como si todos mis temores, todas las cosas que alguna vez me habían dado miedo, y todo aquel terror que Rauhe me había provocado… todo se me viniera encima en el mismo momento. La primera vez creí que tenía un infarto… y me alegré. Pensé que estaba a punto de salir de este infierno. En la cárcel empezaron a vigilarme por si decidía suicidarme y me obligaron a tener sesiones con el psiquiatra. Me dijeron que tenía un estrés postraumático extremo y un trastorno obsesivo compulsivo.
—¿Qué características tenía el TOC? —preguntó Susanne.
—Desarrollé una fuerte fobia a la contaminación… a la suciedad, a los gérmenes. En especial a todo lo que tuviera que ver con la sangre. Se hizo tan fuerte que dejé de menstruar. Pasé la mayor parte del tiempo que estuve en la cárcel entrando y saliendo del pabellón hospitalario. Cualquier motivo podía desencadenarlo. Los ataques de pánico se hicieron cada vez más graves hasta que finalmente me instalaron en el pabellón hospitalario de la prisión de manera permanente.
—¿Con qué la trataban? —preguntó Susanne.
—Clordiazepóxido y amitriptilina. Luego dejaron de darme la amitriptilina porque me colocaba demasiado. También hice mucha terapia, y eso me sirvió bastante. Si han revisado mi expediente, sabrán que me dejaron salir antes de lo esperado.
—¿Entonces la terapia dio resultado? —preguntó Werner.
—Sí y no… Mejoré bastante y pude enfrentarme a la vida cotidiana. Pero no fue hasta que me pusieron en libertad que comencé a estar mucho mejor. Me derivaron a una clínica especial, aquí en Hamburgo, que se especializa en fobias, trastornos de ansiedad y trastornos obsesivos compulsivos.
—¿La Clínica del Miedo, la que dirige el doctor Minks? —preguntó Maria.
—Sí… Ésa. —Kristina parecía sorprendida.
Hubo un breve silencio mientras todos aguardaban a que Maria continuara con la pregunta, pero no lo hizo, sino que se limitó a clavar en Kristina su mirada firme y gris azulada.
—El doctor Minks hizo maravillas —siguió Kristina—. Me ayudó a recuperar mi vida. A recomponerme una vez más.
—Debió de ser muy eficaz. —Werner se recostó en la silla y sonrió—. Tanto como para que usted se convirtiera en una limpiadora. Quiero decir, ¿acaso eso no significa que usted se enfrenta a su peor temor todos los días?
—¡Es exactamente así! —Kristina se animó repentinamente—. El doctor Minks me hizo enfrentarme a mis demonios. A mis temores. Comencé paso por paso, con el doctor Minks a mi lado para ayudarme. Fui exponiéndome cada vez más a las cosas que desencadenaban mis ataques de pánico.
—Anegamiento… —asintió Susanne—. El objeto de terror se convierte en un objeto familiar.
—Correcto… eso es exactamente lo que decía el doctor Minks. Afirmaba que yo podría aprender a controlar y canalizar mi fobia, hasta reducirla y vencerla. —Estaba claro, por la manera en que pronunciaba esas palabras, que Kristina estaba usando un vocabulario desacostumbrado que había tomado de su psicólogo—. El me demostró que yo podía controlar el caos y poner orden en mi vida. Tanto, que terminé siendo una limpiadora. —Hizo una pausa y todo el fervor desapareció de su expresión—. Cuando entré en el apartamento de Herr Hauser… cuando vi a Herr Hauser y lo que le habían hecho, pensé que mi mundo estaba desmoronándose. Era como cuando yo estaba en mi viejo apartamento, cuando yo… —Dejó morir el pensamiento—. Pero el doctor Minks me enseñó que tengo que mantener el control. Me dijo que no debía permitir que mi pasado o mis temores me definieran, que definieran lo que soy capaz de hacer. El doctor Minks me explicó que tengo que con tener lo que temo y que, al hacerlo, contendré el propio temor. Había sangre. Mucha sangre. Era como si estuviera al borde de un precipicio. Realmente sentí que estaba a un paso de volverme loca. Tenía que recuperar el control. Tenía que coger el miedo antes de que me cogiera a mí.