Resurrección (23 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Resurrección
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—No necesariamente —intervino Turchenko—. Como ya sabe, Vitrenko es un maestro en construir complejas estructuras de mando que lo separan de su actividad pero que mantienen una poderosa lealtad personal hacia él. Es posible que dirija todo desde lejos. No hay duda de que no se encuentra en Hamburgo y es posible que esté orquestándolo todo desde el extranjero. Tal vez incluso desde Ucrania. Pero sí… yo apostaría a que está en Alemania. Y he venido a buscarlo.

—También hemos confirmado que sus operaciones ya no se concentran solamente en Hamburgo ni en ninguna ciudad alemana de manera individual —dijo Ullrich—. En cambio, Vitrenko está usando una red de «nichos» de actividades delictivas para construir una base. La última vez trató de ponerse al frente de todo el crimen organizado de Hamburgo. Ahora su objetivo parece ser controlar las actividades clave, las más lucrativas, en todo el territorio de la república. Entre estas actividades se encuentra el tráfico de personas, específicamente el comercio sexual.

Maria parecía perpleja.

—Pero hemos eliminado a la mayoría de sus hombres clave… los que se denominaban «el equipo superior». ¿A quién utiliza ahora para construir su base de poder?

—Al igual que antes, está utilizando a ex tropas de la Spetsnaz. Los mejores hombres que ha podido encontrar. Y, como antes, tiene una relación personal con ellos. Pero se ha reinventado… y también a su operación. Esta última encarnación de Vasyl Vitrenko es, en cualquier caso, incluso más sombría que la anterior. —Ullrich señaló la foto que Fabel tenía en la mano—. Y hasta es posible que no se parezca en nada a esa imagen. Es totalmente posible que tenga un nuevo rostro. Un nuevo rostro y una nueva vida, en algún lugar completamente diferente.

—Entonces, ¿en qué podemos ser de ayuda? —preguntó Fabel con poco entusiasmo. Se sentía rodeado de fantasmas convocados involuntariamente con la mención del nombre de Paul Lindemann justo antes de esa reunión. A pesar de haber estudiado historia, Fabel estaba empezando a detestar el pasado y la forma en que volvía para acosarlo. Fue Van Heiden, quien hasta ese momento no había contribuido nada a la conversación, el que respondió la pregunta de Fabel.

—En realidad, es la Kriminalkomissarin Klee la que puede ser de ayuda. Frau Klee, creo que usted ha realizado una… bueno, supongo que la mejor forma de describirla sería una investigación paralela sobre la muerte de esta chica. Necesitamos saber todo lo que haya averiguado hasta ahora.

—Te dije que no siguieras con eso, Maria —dijo Fabel en tono cortante—. ¿Por qué has desobedecido mis órdenes?

—Lo único que hice fue hacer algunas preguntas… —Se volvió a Van Heiden y le contó de su encuentro con Nadja y lo que ésta le había dicho respecto del Mercado de los Agricultores—. Eso es todo lo que he podido averiguar. Me daba la impresión de que nadie hacía nada contra esos traficantes de personas.

Markus Ullrich se acercó a Maria y depositó una serie de grandes fotografías sobre el escritorio delante de ella como si estuviera repartiendo cartas. En ella podía verse a Maria en la calle hablando con prostitutas y en clubes hablando con encargados y camareras. Ullrich puso la última fotografía encima de todas las otras, como si fuera su carta de triunfo.

—¿Conoce a esta chica? ¿Es «Nadja»? Maria se puso de pie.

—¿Me han estado vigilando?

Ullrich lanzó una risa cínica.

—Créame, Frau Klee, usted no es tan importante corno para que la vigilemos. Pero sí tenemos montada una operación de vigilancia desde hace mucho tiempo, muy compleja y n111^ cara, enfocada en las actividades de esta pandilla ucraniana en los últimos tiempos ha sido muy difícil llevarla a cabo sin que usted se entrometa en todas las imágenes, literalmente. De modo que, Frau Klee, ¿conoce usted a esta chica?

Maria volvió a sentarse. Asintió sin mirar a Ullrich.

—Nadja… No conozco el apellido. Me está ayudando todo lo que puede, que no es mucho. Era amiga de Olga… —Maria se corrigió—. Me refiero a Magda.

—Como puede ver, Frau Klee —Van Heiden retomó el hilo de la conversación—, alguien sí estaba haciendo algo respecto de estos traficantes de personas. Con la ayuda de los expertos en vigilancia de la BKA y con la cooperación de nuestros colegas ucranianos, estábamos siguiendo todo el asunto muy de cerca. Se trata de una operación importante con el objetivo de localizar y capturar al mismo hombre que la hirió tan gravemente. Y usted ha puesto en riesgo esa operación.

—Más aún… —Ullrich clavó el dedo en la fotografía de Maria hablando con Nadja—. Es probable que su intervención le haya costado la vida a ella. Ha desaparecido de nuestro radar… inmediatamente después de hablar con usted.

—Tengo que aclarar —dijo Maria—, que entregué todas mis notas sobre el caso denominado Olga X a la división de crimen organizado. También les comenté mi idea de que había una importante red de tráfico de personas conectada con este caso, aunque tal vez no directamente con la muerte de Olga… o debería decir Magda. Creo que habría sido prudente que me informaran en ese momento de que ustedes lo estaban investigando. En ese caso…

—Frau Kriminalkomissarin Klee —la interrumpió Van Heiden—. Su superior le ordenó que pasara el caso al LKA6 y que no volviera a implicarse en él. Su interferencia puede haberle costado la vida a una joven y haber abierto la brecha entre nuestra investigación y el objetivo final de localizar y capturar a Vitrenko.

La expresión de Maria se endureció, pero ella permaneció en silencio.

—Con el debido respeto a nuestros colegas de la LKA6 y la BKA —dijo Fabel—, tengo que señalar que las únicas personas que estuvieron cerca de capturar a Vitrenko fuimos Frau Klee y yo mismo. Y Frau Klee casi pierde la vida por ello. De modo que, si bien admito que fue muy irregular de su parte continuar con la investigación por su cuenta, creo que se le debe un poco más de respeto como agente profesional de policía que el que se le está mostrando en esta reunión.

El rostro de Van Heiden se oscureció, pero Turchenko intervino antes de que aquél tuviera la oportunidad de responder.

—He leído el expediente sobre lo que ocurrió aquella noche y tengo presente la gran valentía exhibida por Frau Klee, usted mismo y los dos desafortunados agentes que perdieron la vida. Mi deber consiste en encontrar al coronel Vitrenko y agradezco todo lo que han hecho hasta ahora. Me avergüenza que mi país produjera semejante monstruo y les prometo que estoy totalmente comprometido a llevar a Vasyl Vitrenko a la justicia. Yo, por decirlo de alguna manera, estoy de paso en Hamburgo, siguiéndole la pista. Me sentiría muy agradecido si pudiera hacerles más preguntas que pudieran ocurrírseme durante mi estancia en esta ciudad.

Fabel examinó al ucraniano. Tenía más aspecto de intelectual que de policía, y sus modales tranquilos y resueltos, así como el alemán perfecto pero poco natural con el que hablaba, parecían inspirar confianza.

—Si podemos serle de ayuda, desde luego que lo haremos —dijo Fabel.

—Mientras tanto —le dijo Ullrich directamente a Maria—, yo le agradecería que me proporcionara un informe completo de sus tratos con la prostituta desaparecida y cualquier otra cosa que haya averiguado.

Fabel y Maria se dispusieron a marcharse.

—Antes de que se vaya, Herr Fabel. —Van Heiden se inclinó hacia delante en la silla y apoyó los codos en el escritorio—. ¿En qué punto estamos con los homicidios y lo de los cueros cabelludos?

—Sabemos que la mujer a la que se encontró en la escena no está relacionada directamente con el homicidio y los forenses están tratando de averiguar a quién pertenecían los pelos dejados como firma. Hay una posibilidad, aunque en esta etapa no es más que una posibilidad, de que el asesino escogiera a las víctimas porque eran homosexuales. Ahora mismo lo estamos verificando. Salvo eso, estamos casi sin ninguna pista firme.

Van Halen hizo una expresión con la que daba a entender que estaba desilusionado, pero no sorprendido.

—Manténgame informado, Fabel.

Fabel y Maria no intercambiaron palabra hasta que estuvieron fuera del ascensor.

—Vamos a mi oficina… —dijo Fabel—. Ahora.

Como Fabel le indicó, Maria cerró la puerta después de entrar en el despacho.

—¿Qué demonios ocurre, Maria? —Una furia apenas contenida tensó el tono tranquilo de Fabel—. Yo esperaba esta clase de comportamiento de Anna en algunas ocasiones, pero no de ti. ¿Por qué insistes en ocultarme cosas?

—Lo siento,
chef
. Sé que me dijiste que no siguiera con el caso de Olga X…

—No me refiero sólo a eso. Estoy hablando de que me estás ocultando muchas cosas. Cosas que debería saber. Por ejemplo, ¿por qué diablos no me dijiste que acudías a la Clínica del Miedo del doctor Minks?

Hubo un latido de silencio y Maria miró a Fabel con una expresión desconcertada.

—Porque, francamente —dijo por fin—, es un asunto personal que no me pareció que fuera de tu incumbencia.

—Por el amor de Dios, ¿te encuentras en un estado psicológico tal que necesitas buscar tratamiento en una clínica de fobias y me estás diciendo que, a pesar de que soy tu superior, no es de mi incumbencia? Y no trates de decirme que esto no está relacionado con el trabajo. Vi tu cara cuando Turchenko nos contó quién era su objetivo. —Fabel se echó hacia atrás en la sula y relajó la tensión de sus hombros—. Maria, pensé que confiabas en mí.

Tampoco en ese momento Maria contestó directamente. En cambio, se volvió hacia la ventana y contempló las copas de los árboles del Winterhude Stadtpark, que formaban una masa espesa y alta. Luego, habló con una voz tranquila e inexpresiva, sin mirar a Fabel.

—Sufro de afenfosfobia. Por ahora es leve, pero está empeorando cada vez más y el doctor Minks se encarga del tratamiento. Significa que tengo miedo de que me toquen. Eso es lo que el doctor Minks me está tratando. No puedo soportar la presencia física de otros muy cerca. Y es una consecuencia directa de que Vitrenko me apuñalara. Fabel suspiró.

—Ya veo. ¿El tratamiento da resultado? Maria se encogió de hombros.

—A veces creo que sí. Pero luego aparece algo que vuelve a desencadenarlo.

—Y esta obsesión con el caso de Olga X… Supongo que se debe a que sospechabas que Vitrenko estaba metido en ello…

—Al principio no. Era sólo que… bueno, tú estuviste presente en la escena del asesinato. Quedé muy afectada. Pobreci-11a. Me pareció que estaba mal que muriera de esa forma. Más tarde, sí… me di cuenta de que había una relación probable con Vitrenko.

—Maria, el caso de Vitrenko no fue más que eso… un caso. No podemos convertirlo en una especie de cruzada personal. Como dijo Turchenko, todos queremos llevar a Vitrenko a la justicia.

—Pero se trata de eso, justamente… —Había una urgencia en el tono de Maria que Fabel no había oído antes—. Yo no quiero llevarlo a la justicia. Yo quiero matarlo.

14.30 h, Hamburg Altstadt, Hamburgo

Paul Scheibe estaba delante de las puertas del Rathaus, el consistorio. La vasta llanura del Rathausmarkt, la principal plaza de Hamburgo, parecía retorcerse bajo el caliente sol de verano con un río de turistas y viandantes. Scheibe se había puesto un traje ligero, de lino negro, y una camisa blanca sin cuello, para su reunión con Hans Schreiber, el Erster Bürgermeister de Hamburgo, y con Berthold Müller-Voigt, el Umweltsenator; sin embargo, a pesar de la ligereza de la tela, Scheibe sentía unos pegajosos chorros de transpiración que se le acumulaban en la nuca y en la parte baja de la espalda. La reunión se había celebrado con el objetivo de felicitarlo por el hecho de que su diseño del
KulturZentrumEins
para el área del Überseequartier de HafenCity hubiera sido elegido, y Scheibe había hecho todo lo posible por mostrarse complacido e interesado. Tal vez ésa era la razón por la que tanta gente le había preguntado si había algún problema. La característica profesional de Scheibe siempre había sido su arrogancia, su actitud distante respecto de los groseros aspectos comerciales de la arquitectura. Pero todos habían quedado contentos y se habían descorchado botellas de champán. Había habido mucho champán. Scheibe sentía un gusto cobrizo y seco en la boca y el alcohol no había hecho otra cosa que inquietarlo.

«La vida debe seguir», pensó. Y tal vez así sería. Tal vez era tan sólo una coincidencia el que dos miembros del grupo de gente que formaba parte de su vida pasada hubieran resultado asesinados de la misma manera, por la misma persona. O tal vez no.

Observó a los que paseaban e iban de compras, a los oficinistas y a los ejecutivos que caminaban a gran velocidad por el Rathausmarkt. Un músico callejero estaba tocando una pieza de Rimsky-Korsakov en un acordeón cerca del puente Schleusenbrücke, por el Alsterfleet. Scheibe estaba rodeado de gente, de ruido; se encontraba en el corazón mismo de una gran ciudad. Sin embargo, jamás se había sentido tan aislado y expuesto. ¿De modo que eso era sentirse perseguido?

Caminó. Caminó rápido y con un propósito que no entendía, como si el acto de un movimiento deliberado estimulara alguna idea sobre lo que debía hacer a continuación. Cruzó el Rathausmarkt en diagonal y subió por la Mónckebergstrasse. El gentío se hizo más denso cuando entró en el área peatonal de esa calle, que estaba llena de tiendas. Aun así, permitió que sus pies lo guiaran. Tenía calor y se sentía sucio; el pelo comenzaba a pegarse a la humedad del cuero cabelludo, y deseó que Pudiera sacarse de encima el manto del cálido aire veraniego que parecía alterar su capacidad de pensar. No quería morir. No quería ir a la cárcel. Había logrado hacerse un nombre y sabía que un paso en falso en ese momento lo desacreditaría para siempre.

Se detuvo a las puertas de una tienda de productos electrónicos. En la pantalla de un gran televisor al otro lado del escaparate aparecía un informativo regional de la NDR sin sonido. Era una entrevista pregrabada a Berthold Müller-Voigt. A Scheibe le había costado aceptar la presencia desdeñosa y condescendiente de Müller-Voigt en el almuerzo y en ese momento lo vio sonreír con su sonrisa de político a través del cristal. Era como si se estuviera burlando de él, como acostumbraba a hacer tantos años atrás.

Müller-Voigt siempre había poseído, naturalmente y sin esfuerzo alguno, la clase de actitud de confianza en sí mismo y credibilidad intelectual que a Scheibe le había costado tanto proyectar. Müller-Voigt siempre había sido más listo, siempre había sido más atractivo, siempre había estado en el foco de atención. A Paul Scheibe le resultaba imposible perdonarle ninguna de esas cosas. Pero había algo más que alimentaba el odio de Scheibe, algo más profundo y más fundamental, que ardía como un carbón en el núcleo de su furia: Berthold Müller-Voigt le había quitado a Beate.

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