Resurrección (36 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Resurrección
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—Tal vez todos volvemos —dijo Anna, y su expresión melancólica daba a entender que ese concepto no le parecía muy atractivo—. Tal vez no somos más que variaciones del mismo tema y experimentamos cada conciencia como si fuera única.

—Hay un cuento italiano maravilloso y trágico de Luigi Pirandello que se llama «El otro hijo». —dijo Susanne—. Trata de una madre siciliana que les entrega cartas a todos los que sabe que van a emigrar a América para que puedan pasárselas a sus dos hijos, que habían emigrado varios años antes, pero de los que nunca tuvo noticias. Ella se siente desgarrada por el dolor de la separación. Sin embargo, en realidad esos hijos nunca se han preocupado por ella, mientras que el tercero, que se ha quedado a su lado, es lo más afectuoso y devoto que un hijo puede ser. Luego nos enteramos de que, años antes, en la época en que aquella madre era una mujer joven, un famoso bandido había arrasado la aldea con su pandilla. Una vez allí la había violado brutalmente y, como resultado, ella había quedado embarazada. Cuando el chico creció, a pesar de ser un muchacho sensible y cariñoso, desarrolló una complexión enorme y se convirtió en la imagen de su padre natural, el bandido. Y, cada vez que la madre veía a ese hijo devoto y cariñoso no sentía más que odio y desprecio. El no era su padre, pero lo único que ella veía era la reencarnación del bandido que la había violado. Es una historia trágica y escrita de una manera bellísima. Pero también nos afecta porque es algo que todos hacemos: vemos continuidad en la gente.

—Pero ese cuento es sobre la apariencia, sobre una semejanza física entre padre e hijo. La personalidad del hijo era totalmente diferente —dijo Fabel.

—Cierto —respondió Susanne—. Pero la madre sospechaba que la persona que se encontraba debajo de esa semejanza superficial era, de alguna manera, la misma. Una variación sobre el mismo tema.

—Recuerdo —intervino Henk Hermann, con actitud pensativa— que cuando yo era niño me cansaba de que mi madre y mi abuela siempre estuvieran diciendo lo mucho que yo me parecía a mi abuelo. El aspecto, los modales, la personalidad… todo el paquete. Yo estaba harto de que me dijeran: «Oh, eso lo hacía tu abuelo…» o «¿No es la viva imagen de su abuelo…?». Para mí él era una persona que estaba enterrada, literalmente, en la historia. Había muerto en la guerra, ¿sabéis? Había fotografías suyas por toda la casa y yo no entendía de qué parecido hablaban. Luego, cuando mi abuela murió y yo era ya adulto, volví a encontrar todas esas fotografías suyas. Y era yo. Incluso había una foto en la que aparecía con su uniforme de la Wehrmacht. Os diré que fue una experiencia bastante inquietante, ver mi cara en ese uniforme. Realmente te hace pensar. Quiero decir, alguien como yo, que tuviera que vivir en aquellos tiempos…

Pasaron a un nuevo tema, pero Fabel notó que Henk pareció más reservado que lo normal durante el resto de la noche y se arrepintió de haber traído a colación ese asunto.

El bar estaba justo en la esquina del apartamento de Fabel y él y Susanne fueron andando hasta allí. Cuando llegaron, Fabel abrió la puerta del apartamento e hizo un movimiento exageradamente caballeresco con el brazo para indicarle a Susanne que entrara al apartamento antes que él.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ella—. Debes de estar agotado.

—Sobreviviré… —dijo él y la besó—. Gracias por preocuparte. —Encendió la luz.

Los dos lo vieron al mismo tiempo.

Fabel oyó el penetrante alarido de Susanne y le sorprendió sentir que todo resto de borrachera desaparecía de inmediato de su cuerpo, arrasado por la oleada de terror que los cubrió a ambos.

Fabel atravesó la sala corriendo. Desenfundó su arma automática reglamentaria y echó la corredera hacia atrás para meter una bala en la recámara. Se volvió hacia Susanne. Ella estaba paralizada, con ambas manos en la boca y los ojos bien abiertos de la impresión. Fabel levantó la mano, indicándole que se quedase donde estaba. Se acercó al dormitorio, abrió la puerta de golpe y entró, recorriendo la habitación con la mira del arma. Nada. Encendió la luz del dormitorio para volver a verificarlo y luego pasó al baño.

El apartamento estaba vacío.

Se acercó hacia ella, dejando el arma sobre la mesa lateral mientras atravesaba la sala. La rodeó con un brazo y la guió hacia el dormitorio, poniendo su cuerpo entre ella y el ventanal de su apartamento.

—Quédate aquí dentro, Susanne. Pediré ayuda.

—Por Dios, Jan… en tu propia casa… —Su cara había perdido todo el color y su maquillaje manchado de lágrimas se destacaba crudamente contra su palidez.

El cerró la puerta del dormitorio con ella dentro y volvió a cruzar la sala, cuidándose de mirar aquel ventanal que le había dado tanto placer, con esa vista siempre cambiante del Alster. Abrió el teléfono y presionó el botón de marcación, rápida donde tenía grabado el teléfono del Präsidium. Habló con el Kommissar que estaba de turno en la brigada de Homicidios, le dijo que Anna Wolff, Henk Hermann, Maria Klee y Werner Meyer estarían de regreso a sus respectivas casas y le indicó que los llamara a sus teléfonos móviles y les transmitiera la orden de que se dirigieran a su apartamento.

—Pero, antes que nada —dijo, oyendo su propia voz monótona y apagada en el silencio de su apartamento—, mande un equipo forense completo. Tengo una escena secundaria de homicidio aquí.

Colgó, apoyó la mano sobre el teléfono un momento y siguió dándole la espalda al ventanal deliberadamente. Luego se volvió.

En el centro de la ventana, apretado y adherido al vidrio por su propia viscosidad y por tiras de cinta aisladora, había un cuero cabelludo humano. Unos gruesos riachuelos de sangre y tintura roja surcaban el cristal. Fabel sintió náuseas y apartó la mirada, pero se dio cuenta de que no podía quitarse la imagen de la cabeza. Logró avanzar hacia el dormitorio y hacia el sonido de los sollozos de Susanne. En la distancia, oyó el creciente clamor de sirenas policiales que se acercaban a él por la Mittelweg.

1.45 H, PÜSELDORF, HAMBURGO

Fabel dispuso que una agente llevara a Susanne a su propio apartamento y se quedara allí con ella. Susanne se había recuperado significativamente de la impresión y había tratado de poner distancia profesional con lo ocurrido, como psicóloga forense en activo. Pero la verdad era que aquel asesino había entrado en la vida personal de Fabel y Susanne. Era la primera vez que ocurría algo así. Fabel trató de contener la furia que bullía en su interior. Su casa. Aquel cabrón había estado allí, en su espacio privado. Y eso significaba que sabía más sobre Fabel que lo que éste sabía sobre él. También significaba que a Susanne habría que vigilarla. Protegerla.

Acudieron todos los miembros del equipo. La impresión y la ira eran evidentes en su cara, incluso en la de Maria Klee. Su novio, Frank Grueber, estaba a cargo del grupo de forenses que trabajarían en el lugar, pero como se había dado cuenta de que su propio jefe tenía una íntima relación profesional y personal con Fabel, había llamado a Holger Brauner a su casa. Brauner se presentó minutos después de los otros y, si bien permitió que Grueber procesara la escena, examinó cada muestra, cada rincón, personalmente.

Fabel sentía náuseas. La impresión y el horror a los que él y Susanne habían tenido que enfrentarse, la bebida que había consumido antes, el cansancio acumulado producto de no haber dormido durante dos días y la violación de su espacio personal, todo aquello se combinaba en un repugnante remolino en su estómago. Su apartamento era demasiado pequeño para que entraran todos y los miembros de la brigada se quedaron fuera, en el rellano. Fabel ya había tenido que lidiar con los vecinos, que exhibían esa curiosidad excitada y alarmada que él ya había visto en innumerables escenas de crímenes. Pero eran sus vecinos. Esa escena del crimen era su propia casa.

Cobró conciencia de que su gente había iniciado alguna clase de debate en el rellano y luego Maria se separó de los otros y se le acercó, recogiendo a Grueber en el camino.

—Escucha,
chef
—dijo Maria—. He hablado con los otros. Tú no puedes quedarte aquí, y me parece que la doctora Eckhardt necesita un tiempo para recuperarse de todo esto. Tendrás que alojarte en casa de alguno de nosotros al menos un par de noches. Para procesar esta escena hacen falta muchas horas y después… bueno, no te conviene permanecer aquí. Werner ha dicho que puedes quedarte en su casa con su esposa, pero estarían un poco estrechos. Así que hablé con Frank al respecto.

—Tengo una casa grande en Osdorf —dijo Grueber—. Con muchísimas habitaciones. ¿Por qué no empaca unas cuantas cosas? Puede quedarse todo el tiempo que haga falta.

—Gracias. Muchas gracias. Pero prefiero ir a un hotel.

—Creo que debería aceptar la oferta de Herr Grueber. —La voz salió de detrás de Fabel. El Kriminaldirektor Horst van Heiden estaba en la escalera. Fabel pareció sorprendido durante un momento. Le agradaba el hecho de que su jefe se hubiera tomado la molestia de acudir en persona en medio de la noche. Pero luego se dio cuenta del significado.

—¿Le preocupa mi cuenta de gastos? —Fabel sonrió débilmente ante su propio chiste.

—Sólo creo que el apartamento de Herr Grueber sería más seguro que un hotel. Hasta que cojamos a este maníaco, usted estará bajo protección personal, Fabel. Pondremos un par de agentes fuera de la casa de Herr Grueber. —Van Heiden echó una mirada a Grueber buscando la formalidad de su aprobación. Grueber asintió con un movimiento de la cabeza.

—De acuerdo —dijo Fabel—. Gracias. Juntaré algunas cosas más tarde.

—Está decidido, entonces —dijo Van Heiden. Grueber cogió las llaves del coche de Fabel y dijo que Maria lo llevaría a su casa y él volvería con el coche de Fabel una vez que terminara de procesar la escena.

—Gracias, Frank —dijo Fabel—. Pero antes tengo que ir al Präsidium. Tenemos que tratar de entender qué significa todo esto.

Van Heiden cogió a Fabel del codo y lo guió hacia una esquina. A pesar de la niebla del cansancio que parecía borronear cada pensamiento, Fabel no pudo evitar preguntarse cómo se las arreglaba Van Heiden para parecer tan atildado a las dos de la mañana.

—Esto es un mal asunto, Fabel. No me gusta nada que este hombre lo eligiera a usted como blanco. ¿Sabemos cómo ha entrado?

—Hasta ahora los forenses no han logrado encontrar ningún indicio de entrada forzada. Y, como suele ocurrir con este criminal, no ha dejado prácticamente ningún rastro de su presencia en la escena. —Fabel sintió otro vuelco en el estómago cuando se refirió a su propia casa como «la escena».

—Entonces no sabemos cómo entró —dijo Van Heiden—. Y sólo Dios sabe cómo averiguó dónde vive usted.

—Tenemos una pregunta mucho más urgente… —Fabel señaló con un movimiento de la cabeza el cristal de la ventana, donde estaban el pelo y la piel teñidos de un fuerte color rojo—. Y esa pregunta es: ¿a quién pertenece ese cuero cabelludo?

2.00 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO

Todos los miembros de la Mordkommission estaban presentes. A Fabel lo incomodaba el hecho de que Van Heiden sintiera que su presencia constante era, por alguna razón, necesaria. Todos tenían las expresiones antinaturales de quienes deberían estar exhaustos, pero sin embargo están tensos, con un nerviosismo eléctrico. Al mismo Fabel le resultaba difícil concentrarse, pero era consciente de que de él dependía que el equipo, y él mismo, recuperaran la compostura.

—Los forenses siguen procesando la escena —dijo—. Pero todos sabemos que sólo obtendremos lo que este tipo decida que obtengamos. Esta escena difiere de las otras en dos aspectos. Primero, tenemos el cuero cabelludo pero falta el cuerpo. Y debe de haber un cuerpo en alguna parte. Segundo, ahora sabemos con seguridad que el asesino usa los cueros cabelludos para mandar un mensaje. En este caso, dirigido a mí. Alguna clase de advertencia o amenaza. De modo que, si seguimos la lógica, los cueros cabelludos de las otras escenas también intentaban mandar un mensaje. Pero ¿a quién?

—¿A nosotros? —Anna Wolff estaba desplomada en una silla. Su cara estaba despojada de su habitual pintalabios y maquillaje, y se la veía pálida y cansada bajo su mata de pelo negro—. Tal vez crea que está hostigando a la policía de esa manera. Después de todo, ya hemos pasado por algo así antes. Y el hecho de que utilizara la residencia de uno de nosotros para su exhibición parecería apoyar esta teoría.

—No lo sé —dijo Fabel—. Si fueran sólo los cueros cabelludos, podría ser. Pero esto de teñir el pelo de rojo… Si nos habla a nosotros, entonces utiliza un vocabulario que no entendemos. Tal vez, en lugar de eso, está hablando a través de nosotros. Tengo la sensación de que su público son otras personas.

—Eso es posible, pero ¿quién es la tercera víctima? —Van Heiden se puso de pie y se acercó al tablero de la investigación. Examinó las imágenes de ambas víctimas—. Si esto tiene que ver con sus historias, entonces debemos suponer que tenemos otra víctima de entre cincuenta y sesenta años en alguna parte.

—A menos… —Anna se puso de pie como si la hubiera picado un insecto.

—¿A menos qué? —preguntó Fabel.

—El tipo que arrestaron. El testigo potencial. ¿No crees que…?

—¿Un testigo? —Van Heiden parecía sorprendido.

—¿Schüler? Lo dudo. —Fabel hizo una pausa. Pensó en cómo había amenazado a aquel delincuente de poca monta con el espectro del asesino que arrancaba cueros cabelludos. No podía ser; no había manera de que el asesino se enterara de su existencia—. Anna… tú y Henk id a ver cómo está, sólo por si acaso.

—¿Qué es esto de un testigo, Fabel? —dijo Van Heiden—. No me ha dicho nada sobre que tenía un testigo.

—No lo es. Es el tipo que robó la bicicleta de la casa de Hauser. Vio a alguien en el apartamento, pero sólo pudo darnos una descripción parcial y muy vaga.

Después de que Anna y Henk se marcharan, Fabel recapituló el caso con el resto del equipo. No tenían nada. Ninguna pista. El asesino era tan talentoso para eliminar su presencia forense de la escena que dependían exclusivamente de lo que pudieran deducir por la selección de las víctimas, lo que no les dejaba otra cosa que la sospecha de que todo aquello estaba conectado con su pasado político.

—Hagamos un intervalo —dijo Fabel—. Creo que a todos nos vendría bien un poco de café.

La cafetería del Polizeipräsidium estaba prácticamente vacía. Había un par de policías uniformados sentados en una esquina, charlando en voz baja. Fabel, Van Heiden, Werner y Maria recogieron sus tazas de café y se abrieron paso hasta una mesa que estaba en el extremo opuesto de la cafetería, lo más alejada posible de la de los dos agentes. Se produjo un silencio incómodo.

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