Retrato en sangre (30 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Ella asintió y abrió la guantera para sacar uno de los cuadernos.

—¿Quiere que tome nota de eso? —ofreció.

—Boswell —dijo él—. Sé Boswell.

Anne Hampton asintió otra vez e hizo una anotación en el bloc.

Luego volvió a mirarlo a él, con el lápiz en el aire. Vio que Jeffers la observaba tan atentamente como le era posible sin quitar ojo a la carretera.

—Me recuerdas a una persona —dijo—, una mujer que vi en Guatemala hace un par de años. —Anne Hampton no dijo nada, sino que continuó escribiendo en el cuaderno. Anotó: «Recuerdo de Guatemala, hace unos años…»

»La verdadera historia —prosiguió Jeffers— estaba en la frontera, donde los militares intentaban extirpar un par de facciones de la guerrilla. Era una de esas guerras pequeñas en las que los estadounidenses no tenían motivos para involucrarse, pero se involucraron, y mucho. Me refiero a que contribuyeron con asesores del ejército, armas de alta tecnología, tipos de la CIA corriendo por ahí con cazadoras de ciudad y gafas de espejo, y también destructores de la marina haciendo maniobras en la costa… —Rió un poco y continuó—: Recuérdame que te hable de falsas ilusiones, es lo que mejor se nos da…

Anne Hampton subrayó tres veces la expresión falsas ilusiones, diciendo:

—Falsas ilusiones…

—Sea como sea, perdida en medio de todo eso de cazar guerrillas a tiros había una pequeña peculiaridad de la situación de Guatemala. La población indígena lleva años, qué digo, siglos, aguantando malos tiempos. Las dos partes, las guerrillas marxistas, los militaristas de la derecha, mierda, hasta los liberales, lo que quedaba de ellos después de ser asesinados por ambas partes igualmente, de vez en cuando masacraban de manera uniforme a los indios. Porque no los consideraban personas, ¿entiendes? Si había una aldea indígena entre una parte y otra, la ignoraban…

—¿Qué quiere decir con lo de ignorar? —preguntó tímidamente Anne Hampton.

Jeffers sonrió.

—Bien, muy bien, Boswell. Las preguntas que ayuden a aclarar el tema siempre son bien recibidas. —Hizo una pausa para reflexionar—. Si las partes se encontraban en posición para una refriega, pero el terreno intermedio era una propiedad agrícola grande y de cierta importancia, en fin, las cosas se trasladaban a otro lugar. Era como si ambas partes supieran que algunos sitios se encontraban tuera de límites. Igual que los críos jugando al fútbol. Un estado fuera de límites era menos un territorio delineado por una frontera que por un acuerdo tácito… Sea como fuere, no sucedía lo mismo con una aldea indígena. Simplemente la arrasaban. Todo el que les estorbaba el paso, en fin, lo tenían claro. En eso estaba pensando yo. Atravesamos una de esas aldeas después de una refriega. Me parece que las tropas gubernamentales habían matado a un par de guerrilleros y que las guerrillas habían conseguido matar a un par de soldados del gobierno. Eso es. No gran cosa. Pero la verdad es que destrozaron completamente la aldea. —Dudó unos instantes—. Sangre de niños. No hay nada que se le parezca. Resulta casi inútil hacer fotos de sangre de niños, porque nadie quiere publicarlas. Los editores las ven, te dicen que son muy impresionantes, se deshacen en elogios, pero luego no las publican. Los estadounidenses no quieren saber nada sobre sangre de niños…

—Los estadounidenses no quieren…

Se volvió hacia Anne Hampton.

—Había una mujer india, sentada con su hijo en brazos. Cuando le hice la foto levantó la vista. Tenía unos ojos como los tuyos. Eso es lo que recuerdo… —Hizo nuevamente una pausa—. Yo estaba de pie junto a un tipo de la CIA que se llamaba…, cómo se llamaba, joder, Jones o Smith o algún otro nombre falso que nos dio. Miró a la mujer y al niño, igual que yo, y me dijo: «Seguramente resultó alcanzado cuando esos rebeldes se quedaron cortos de munición.» Y luego me miró fijamente a mí y exclamó: «Los malditos rusos siempre se quedan cortos en la mierda que les venden a estas revoluciones de pobres. Una lástima ¿eh?» —Jeffers reflexionó antes de continuar—. Recuerdo perfectamente lo que dijo. Era uno de esos tipos que no estaban del todo en sus cabales, ya sabes. —A continuación se sumió en el silencio y siguió conduciendo sin prisas—. ¿Entiendes lo que decía ese tipo?

—Exactamente, no —contestó Anne Hampton.

Sin titubear, Jeffers soltó una mano del volante y la abofeteó con saña.

—¡Despierta! ¡Maldita sea! ¡Presta atención! ¡Usa el cerebro!

Ella se encogió en el asiento luchando por reprimir las lágrimas que se le habían formado al instante en la comisura de los ojos. No fue tanto el dolor del golpe, que en la escala establecida por él era relativamente leve, sino más bien lo repentino de la agresión.

Aspiró profundamente intentando dominarse. Percibió el temblor en su propia voz cuando dijo:

—Ese tipo estaba diciendo que no lo hicimos nosotros…

—¡Correcto! ¿Y qué más?

—Estaba echando la culpa de aquella matanza a todo el mundo excepto…

—¡Correcto también! —Jeffers sonrió—. Y bien, ¿no es más fácil utilizar la cabeza? —Ella asintió con un gesto—. Crueldad gratuita. Falsas ilusiones. Si nosotros no hubiéramos estado presentes, no habría habido ninguna refriega y el niño habría vivido, por lo menos unos días más, o semanas, quién sabe. Pero estábamos. ¿Y en cambio no causamos nosotros su muerte? —Soltó una carcajada, pero no por un chiste ni por nada humorístico—. Falsas ilusiones, falsas ilusiones.

Ella tomó nota de aquello.

A Anne Hampton se le ocurrieron una docena de preguntas, pero se las guardó todas para sí.

Al cabo de un momento dijo Jeffers:

—La muerte es lo más fácil del mundo. La gente cree que matar cuesta trabajo. Pero eso es únicamente lo que desean creer. En realidad es lo más sencillo que hay. No hay más que coger el periódico por la mañana, ¿y qué es lo que trae? Maridos que matan a sus esposas. Esposas que matan a sus maridos. Padres que matan a sus hijos. Hijos que se matan entre ellos. Negros que matan a blancos. Blancos que matan a negros. Matamos en secreto, matamos a hurtadillas, matamos en público, matamos con intención, matamos por accidente. Matamos con pistolas, cuchillos, bombas, rifles…, los instrumentos obvios. Pero ¿qué pasa cuando impedimos el envío a Etiopía de un cargamento de grano subvencionado por el gobierno federal? Que estamos matando, igualito que si hubiéramos cogido una pistola y se la hubiéramos puesto en la sien a un niño de vientre hinchado. Mira, si lo piensas un momento, la visión que tenemos en nuestro país del mundo, de la vida en sí, se basa en la cuestión de a quién podemos o no podemos matar en un momento dado. Y en qué armas podemos y no podemos emplear. ¿Política exterior? ¡Ja! Deberíamos llamarla política de muerte. Y luego podría presentarse un portavoz en una de esas ruedas de prensa en Washington y decir: «El presidente, el gabinete y el Congreso han tomado hoy la decisión de que sean condenados a muerte los campesinos indígenas de Guatemala, los manifestantes de Sudáfrica, determinados elementos del conflicto de Irlanda del Norte, de ambas partes, ojo, y varios otros pueblos del planeta. Una vez más, como dije ayer, y también anteayer, y también el día antes, con los rusos no pasa nada; no hay necesidad de que mueran.» —Fijó la vista en la carretera y rió otra vez—. La verdad es que hablo como si estuviera loco. —Se giró hacia la joven—. ¿Te doy miedo?

A ella le latía el corazón a toda velocidad, intentando averiguar cuál podía ser la respuesta correcta. Cerró los ojos y dijo la verdad:

—Sí.

—Bien —repuso él—. Supongo que eso es razonable.

Tardó unos segundos en continuar.

—Sí —repitió ella.

—En fin, no tenía intención de empezar esto hablando de política. Quiero decir que ya podremos hablar con mayor complejidad cuando me conozcas un poco mejor. Por eso hemos tomado esta dirección.

—¿Puedo hacer una pregunta? —probó ella con timidez.

—Mira —respondió él con un ligero tono de irritación—. Puedes preguntar siempre, ya te lo he dicho. Por favor, no me hagas repetir las cosas. Que obtengas una respuesta o —cerró la mano en un puño y la abrió otra vez— una reacción de otro tipo dependerá de mi estado de ánimo. —De pronto bajó la mano, le aferró el muslo por encima de la rodilla y apretó hasta hacerle daño. Ella dejó escapar una exclamación ahogada—. Recuerda, no hay reglas. Simplemente el juego va avanzando paso a paso, hasta que termine. —Jeffers le soltó la pierna, pero ésta le siguió escociendo. Tenía ganas de intentar reducir el dolor, pero no se atrevía—. ¡Pregunta! —la instó.

—¿Nos dirigimos a algún sitio en el que usted me ayudará a conocerlo mejor?

Él sonrió.

—Muy inteligente, Boswell. Excelente, Boswell. —Jeffers calló un momento, sólo para dar más impacto a sus palabras—: Eso ya debería ser evidente. Es el propósito de este viajecito.

Sonrió y siguió conduciendo por la autopista.

Ambos guardaron silencio.

Anne Hampton iba soñando despierta cuando pasaron una gasolinera Mobile en la carretera interestatal. Aún era temprano, y pensó en la placentera sensación de levantarse al amanecer en verano; la sensación de estar sincronizada con el día. Se acordó de cuando era pequeña, de lo mucho que le gustaba pasearse descalza ella sola por la casa; eran unos momentos que pasaba en una calma especial, a solas con sus cosas. A veces abría una rendija la puerta del dormitorio de sus padres y los miraba dormidos en su cama. Cuando ya estaba segura de que no iban a moverse, cruzaba el pasillo y se dirigía al cuarto de su hermano. Lo encontraba despatarrado encima de la ropa de cama, en completo abandono y totalmente ajeno al mundo. Su hermano se levantaba tarde. Siempre. No fallaba. Ni una bomba sería capaz de despertar a aquel diablillo. Era como si el cuerpo de su hermano supiera lo importante que era acumular energía para el ritmo frenético en el que vivía. Sonrió para sus adentros. Cuando Tommy murió, probablemente el mundo entero se ralentizó, aunque solamente fuera una fracción mínima, una medida infinitesimal, apreciable tan sólo por los científicos más viejos y más competentes de las universidades más importantes equipadas con los instrumentos más modernos y de mayor precisión. «Cuando muera yo, tendré suerte si provoco una ondulación en algún estanque diminuto o una ligerísima brisa en los árboles.»

Parpadeó varias veces rápidamente para apartar aquellos pensamientos de su imaginación. «Tengo el cerebro lleno de muerte», se dijo a sí misma. Y ¿por qué no iba a ser así? Miró a Jeffers, que conducía silbando algo que ella no conocía.

—¿Va a hablar sólo de muerte? —le preguntó.

Él se volvió por un instante y luego fijó de nuevo la vista en la carretera, con una sonrisa.

—Muy bien, Boswell —respondió—. Sé una reportera. —Hizo una pausa y continuó—: No. Intentaré hablar de otras cosas. Has planteado una cuestión válida. El problema radica en que siento cierta predisposición por el morbo. —Rió entre dientes—. El fatalismo. Los finales, más que los principios.

De nuevo hizo una pausa para reflexionar. Anne Hampton tomó nota de todo lo que le fue posible y se quedó mirando con desesperación lo que acababa de escribir. No confiaba en que resultara legible, y de pronto, en un segundo de terror, se preguntó si a él se le ocurriría comprobarlo.

Jeffers puso una amplia sonrisa y rió en voz alta.

—Tengo una historia para ti. La historia más reivindicativa de la vida que se me ocurre. Procuraré pensar en alguna otra de vez en cuando, pero ésta, bueno, tuvo lugar cuando yo trabajaba para ese periódico de Dallas, el
Times-Herald
, allá por los años setenta. La gente lo llamaba el Crimes-Herald
[1]
, pero ésa es otra historia…

»En fin, yo trabajaba en temas cotidianos de índole general, lo cual incluía de todo, desde exhibiciones florales y fotos a toda página de capitanes de la industria, qué frase más tonta, hasta accidentes y muertes y cualquier otra cosa que pudiera llamar a la puerta. Entonces recibimos una llamada telefónica; fue uno de esos momentos sublimes en un periódico de los que, por supuesto, nadie se percata pero que suceden de todos modos. Llama un individuo diciendo que ha ocurrido algo horroroso. ¿De qué se trata?, le pregunta el encargado de las noticias locales, que está aburrido como una ostra. Pues que por lo visto una pareja estaba discutiendo, ya sabe, una pelea doméstica. Estaban divorciándose y discutían por la custodia del hijo, tirando cada uno del niño de acá para allá y gritando como descosidos. Y va el tío, intenta arrancar al niño de los brazos de su mujer y de repente, ¡zas! El niño sale volando por los aires y se cae por la ventana desde un cuarto piso…

«Entonces el editor de las noticias locales se despierta por fin, porque se trata de una historia cojonuda, y se pone a gritarnos a mí y a otro reportero que salgamos pitando porque hay un bebé que se ha caído por una ventana. Pero de repente se da cuenta de que el tipo del teléfono está intentando interrumpirlo. Ya, ya, dice el editor, deme la dirección. Usted no lo entiende, le dice el tipo del teléfono, que empieza a exasperarse. ¿Qué es lo que no entiendo?, dice el editor. La historia, contesta el del teléfono. ¿Y bien?, pregunta el editor. La historia, dice el tipo después de recuperar el aliento, es que al bebé lo cogieron en brazos. ¿Qué?, dice el editor. Así es, dice el tipo, había uno que justo en ese momento pasaba por debajo, mira hacia arriba y ve al bebé salir por la ventana y va y lo atrapa directamente al vuelo.

Jeffers miró a Anne Hampton, que sonrió.

—¿En serio? Quiero decir, ¿atrapó al bebé? No me lo puedo creer…

—Sí, sí, lo atrapó. Lo juro… —Jeffers rió—. Cuarta historia. Igual que un jugador de fútbol americano haciendo una recepción libre.

—¿Qué es una recepción libre?

—Es cuando el tío que recibe el balón puede levantar el brazo para indicar al otro equipo que va a coger el balón sin intentar avanzar. En ese caso se supone que no deben placarlo. Es el acto supremo de protección de uno mismo.

—Pero ¿cómo…?

—Ojalá lo supiera. —Jeffers rió otra vez—. Quiero decir, el tío ese debió de tener una presencia de ánimo increíble. Imagino que la mayoría de la gente, al ver venir aquel bulto saliendo de la ventana, echaría a correr para largarse de allí lo más rápido que pudiera. Pero ese tío, no.

—¿Habló usted con él? ¿Qué le dijo?

—Simplemente que miró hacia arriba y por alguna razón supo de inmediato, en una fracción de segundo, que se trataba de un niño, y se colocó justo debajo. Además, en el instituto había sido un centrocampista de su equipo de béisbol, lo cual tenía mucha gracia, porque cuando lo contó todo el mundo afirmó con la cabeza pensando: claro, eso lo explica todo, pero por supuesto no explicaba nada, porque los jugadores de béisbol no suelen tener mucha práctica en atrapar bebés al vuelo.

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