Retrato en sangre (31 page)

Read Retrato en sangre Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
3.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pero a lo mejor fue allí donde aprendió a atrapar cosas al vuelo.

—Supongo que sí. Fútbol, béisbol. Era una historia que se prestaba a hacer metáforas deportivas.

Jeffers se giró para mirar a Anne Hampton. Ésta captó su mirada y negó con la cabeza. Luego sonrió, y su sonrisa se ensanchó, y ambos terminaron riendo en voz alta.

—Es increíble. Y también maravilloso en cierta medida…

—En cierto modo, eso es lo que hacen los fotógrafos. Periódicamente saltan de una cosa increíble a otra… —Jeffers calló un momento—. Más vale que tomes nota de eso —dijo, y esperó a que Anne Hampton escribiera un poco más en su cuaderno. Cuando volvió a levantar la vista, Jeffers prosiguió—: Sea como sea, puedo decirte que aquel encargo en particular sin duda alguna me alegró el día. La verdad es que se lo alegró a todos. Y también la semana, y probablemente hasta el mes. Le hice varias fotos al tío en cuestión; tenía una sonrisa, no sé, maravillosa, una sonrisa de lo más dulce y tímida. Todos reíamos encantados, reporteros, fotógrafos, equipos de televisión, personas que pasaban por la calle, vecinos, el poli que estuvo presente en la pelea, todo el mundo. Hasta el padre de la criatura, allí en medio de todos, esposado, porque los polis estaban convencidos de que tenían que detener a quien fuera, dado que habían arrojado a un bebé por una ventana. Lo curioso es que a él no parecía importarle. Luego le hice una foto también a la madre. ¿Alguna vez has visto a una persona a la que le cambie la vida tan bruscamente, tan rápido, tantas veces? Del terror a la desesperación, luego al dolor, a la esperanza, a una felicidad increíble; todo en un par de segundos. Lo llevaba todo reflejado en los ojos. Fue una foto fácil; no tuve más que ponerle el niño en los brazos, sentarla al lado del tipo que lo atrapó en el aire y apretar el obturador. Premio. Sufrimiento instantáneo. Dicha instantánea.

—Increíble —comentó Anne Hampton.

—Inconcebible —dijo él.

—¿No estará burlándose de mí, intentando que me sienta mejor?

—No. Ni por lo más remoto. Yo no hago esas cosas.

—¿Cuáles?

—Intentar que la gente se sienta mejor. No forma parte de la descripción del puesto de trabajo.

—No he querido decir…

Jeffers la interrumpió.

—Ya sé lo que has querido decir. —La miró y sonrió—. Pero de todas formas debería hacer que te sientas mejor.

Ella experimentó una extraña sensación de calor.

—Es bonita —dijo—. Es una historia bonita de verdad.

—Cerciórate de escribirla —advirtió Jeffers.

Ella garabateó febrilmente en el cuaderno.

«… Y el bebé sobrevivió», escribió.

Se quedó mirando aquella palabra unos instantes. Sobrevivió. Por un momento le entraron ganas de llorar, pero logró contenerse.

Continuaron avanzando por la carretera en medio del primer espacio de silencio benévolo que había conocido en lo que eran sólo horas pero a ella le parecieron varias semanas.

Gulfport pasó a un flanco cuando el sol de la mañana ya se encontraba bien asentado. Ocasionalmente la carretera se inclinaba hacia el golfo de México y Anne Hampton buscaba el azul despreocupado de las aguas de la bahía. Aquellos breves atisbos la consolaban, al igual que la infrecuente aparición de bandadas de gaviotas flotando en las corrientes de aire, a ras de las olas. Le parecían veleros de color blanco y gris, por cómo se movían acomodándose a los deseos y las exigencias de la naturaleza.

Ya estaba mediada la mañana cuando Jeffers anunció:

—Hora de repostar.

Salió de la interestatal y tomó una estrecha rampa que bajaba hacia la primera gasolinera que encontró. A Anne Hampton aquel lugar le pareció destartalado; el pequeño edificio de tablillas de madera blancas del empleado parecía mecerse en la brisa, inclinándose sobre el sólido y cuadrado taller de ladrillos que ofrecía servicios de mecánica. Por encima de los surtidores colgaban dos hileras de banderines rojos, azules, verdes y amarillos que se agitaban al viento. Los surtidores eran de esos anticuados que soltaban una burbuja cada vez que se suministraba un galón de gasolina, no los nuevos, que parecían accionados por ordenador y que a ella le resultaban más familiares. La estación de servicio se llamaba Ted's Dixie Gas y estaba vacía salvo por tres coches aparcados a un costado, junto al taller. Dos de ellos parecían abandonados, desnudos y oxidados, apenas reconocibles; el tercero era un deportivo de color rojo cereza, con la parte trasera levantada con un gato, neumáticos excesivamente grandes y ruedas cromadas. «La fantasía de alguien —pensó—. El tiempo, el esfuerzo y el dinero de alguien reunidos en un héroe de pueblo.» Contempló el coche mientras Jeffers se situaba frente a los surtidores sabiendo que enseguida aparecería algún adolescente repeinado a atenderlo.

—Ve al baño —ordenó Jeffers. Su tono de voz había adquirido una súbita aspereza. Anne Hampton sintió un escalofrío—. Conoces las reglas, ¿no?

—Sí —dijo ella y también afirmó con la cabeza.

—No tengo necesidad de explicarte nada, ¿no?

Ella negó con la cabeza. Reparó en que su captor tenía la pistola de cañón corto en la mano y en que se la estaba guardando en el cinturón, por debajo de la camisa. Lo miró un instante y después desvió los ojos. No sin antes responder:

—No, nada.

—Bien —dijo él—. Así será todo más fácil. Ahora quédate sentadita mientras yo doy la vuelta para abrirte la puerta. —Ella aguardó—. Date prisa —agregó Jeffers al tiempo que le abría la portezuela. Ella levantó la vista y vio a un adolescente larguirucho, de pelo moreno y lacio que sobresalía al azar por debajo de una gorra de visera gastada y descolorida, cruzando la polvorienta gasolinera en dirección a ellos.

—¿Lleno? —preguntó con lentitud. Tardó casi el mismo tiempo en pronunciar aquella palabra que en salvar la distancia que separaba el taller de los surtidores.

—Hasta arriba —contestó Jeffers—. ¿Dónde está el servicio de señoras?

—¿No preferiría el de caballeros? —replicó el chico con una amplia sonrisa. De pronto a Anne Hampton le dio la impresión de que Jeffers iba a pegarle un tiro al muchacho allí mismo, pero en cambio Jeffers rompió a reír; reprodujo la forma de una pistola con los dedos y apuntó al chico.

—Pum —dijo—. Ahí me has pillado. No, lo digo por la señorita.

El empleado volvió su ancha sonrisa hacia Anne Hampton, y ella le devolvió otra más discreta.

El chico señaló el costado del edificio.

—La llave está por dentro de esa puerta. El viejo se lo enseñará. —Indicó con la mano la oficina de la gasolinera.

Anne Hampton miró a Jeffers, y éste hizo un gesto de asentimiento.

Sintió calor al atravesar los seis metros que había hasta la oficina. Era como si de repente se hubiera calmado el viento, justo en el espacio que la rodeaba a ella. Observó los banderines, que seguían agitándose y retorciéndose, y se preguntó por qué ella no notaba la brisa. Experimentó un poco de vértigo y un breve retortijón en el estómago. Huyó del sol y entró por la puerta. Encontró a un hombre mayor, sin afeitar, vestido con una grasienta camisa a rayas, sentado junto a la caja registradora y bebiendo una lata de refresco. Sus ojos se posaron en el nombre bordado encima del bolsillo de la camisa. Decía Leroy.

—¿La llave del baño? —pidió.

—Justo a su derecha —respondió el hombre—. ¿Se encuentra bien, señorita? Tiene la misma pinta que una loncha de beicon que ha pasado la noche entera en la sartén. ¿Quiere una fría?

—¿Una qué?

—Una lata. —Indicó con la cabeza un refrigerador.

—Esto…, no. Bueno, sí. Esto…, gracias, Leroy.

—No, si la camisa es de mi hermano. El muy inútil es incapaz de trabajar una jornada entera, aquí el que se ocupa de la grasa soy yo. Me llamo George. ¿Una Coca-Cola?

—Perfecto.

El viejo le entregó la lata fría y ella se la apoyó contra la frente. El otro sonrió.

—A mí también me gusta hacer eso cuando me agobia el calor —dijo—. Parece que a uno se le mete el frío en la cabeza. Aunque es mejor todavía una botella de cerveza.

Ella sonrió.

—¿Cuánto le debo?

Pero de pronto casi se ahogó. No tenía dinero. Se volvió rápidamente, buscando a Jeffers.

—No importa, invito yo. Ya no se me presentan muchas ocasiones de invitar a chicas guapas. Además, el muchacho se pone celoso. —Rió y ella hizo lo mismo, sintiendo un inmenso alivio al expulsar el aire.

—Se lo agradezco. —Se guardó la lata en el bolso.

—No es nada. ¿Adónde se dirige?

Anne Hampton volvió a ahogarse. ¿Adónde?, se preguntó ella misma. ¿Qué querrá él que diga?

—A Louisiana —contestó—, a pasar unos días de vacaciones.

—Es la mejor época del año —dijo el empleado—. Aunque hace un poco de calor. Por aquí vemos pasar a mucha gente de viaje. Aunque deberían quedarse. Tenemos una playa que está muy bien, y pesca en abundancia. Claro que esto no es tan famoso como otros sitios, y en ello precisamente reside el problema. Hoy en día todo se reduce a hacer publicidad. Hay que darse a conocer. No hay otra forma.

—Darse a conocer —dijo ella—. Así es.

—Y hay que hacerlo bien.

—Muy cierto.

—Como esta gasolinera, por ejemplo —continuó el hombre—. El chico es un buen mecánico, mejor que su padre, eso está claro, aunque yo no se lo digo nunca. Y se le ha subido a la cabeza. Pero no hay forma de que la gente se entere; terminan llevando sus coches a esos supertalleres de lujo que están cerca de los centros comerciales, cuando aquí les haríamos un trabajo mejor por la mitad de precio.

—No me cabe duda.

El hombre rió.

—¿Ya se siente mejor?

—Sí.

—Hay que hacer correr la voz. Sea lo que sea lo que uno haga en la vida, arreglar coches, o vender hamburguesas, o intentar volar a la luna. La publicidad es lo que hace funcionar este país. Sí, señorita. Hay que decirle a la gente qué es lo que tiene uno y qué van a recibir. Hay que darse a conocer. —Le entregó la llave del cuarto de baño—. Está recién limpio de esta mañana. Detrás de la puerta hay más jabón y toallas. Si necesita alguna otra cosa, no tiene más que darme un grito.

Ella asintió y se fue hacia la puerta. A medio camino se volvió señalando en un gesto interrogante, y él le indicó con la cabeza que diera la vuelta a la esquina.

Dentro del aseo hacía fresco, pero estaba cerrado y el aire se notaba viejo y rancio. Hizo uso del inodoro y después fue al lavabo y se mojó la cara. Al mirarse en el espejo se vio pálida y demacrada. Ya he visto esta escena un centenar de veces, se dijo al tiempo que cogía la pastilla de jabón. Sale en todas las películas de televisión. Le vinieron a la memoria Jimmy Cagney y Edmund O'Brien.

—Al rojo vivo —expresó en voz alta.

Él escribe en el espejo de la gasolinera. Pensó en Jeffers y se lo imaginó diciendo: ¡Estoy en la cima del mundo, tío! Escribió en el espejo la palabra SOCORRO. Y luego añadió: HE ESTADO… Reflexionó por un instante y borró la frase. Tenía calor y le temblaba la mano. «He de encontrar la palabra adecuada», pensó, imitando mentalmente el lento acento sureño del viejo. Garabateó la frase: LLAME A LA POLICÍA, pero también la borró al darse cuenta de que la había escrito demasiado deprisa y resultaba ilegible. Y dígale… ¿el qué? Sintió náuseas y se aferró al lavabo para dominarse. Se miró las manos y les suplicó, como si no estuvieran unidas a su cuerpo: «Calmaos. Tranquilas.»

Volvió a levantar la vista. «Ahora viene cuando salvan a la protagonista —pensó—. Va el empleado y llama al apuesto y joven policía, que la rescata.» Siempre funcionaba así. Invariablemente. Limpió el espejo con varias pasadas rápidas, atemorizada. «¿Y si no funciona de este modo?», se dijo. De pronto se sintió furiosa e impaciente, y manchó el espejo de jabón. La pastilla se había mojado, y la superficie quedó surcada por unos chorretones de color blanco. «Son como las lágrimas —pensó—. Las cosas nunca suceden como en…» ¿En qué? En los cuentos de hadas. En las películas. En los cuentos que le contaba su padre cuando era pequeña. Contempló su propio reflejo entre los regueros de jabón. Vio unas rojeces alrededor de los ojos. Sacudió la cabeza en un gesto de consternación e impotencia y cerró los puños de pura rabia e indefensión. «Al otro lado de esa puerta no hay ningún apuesto príncipe. Está él. Entrará, lo verá y me matará. Y también matará a George. Y al chico que arregla coches. Nos matará a todos, uno detrás de otro.»

«Y entonces es posible que se entere la gente.»

En eso oyó un roce fuera.

Le ascendió la bilis a la garganta. «Oh, Dios —pensó—. Ya está aquí.»

La puerta tableteó.

«Es el viento», se dijo a sí misma. Pero se apresuró a limpiar los residuos de jabón del espejo.

—¿Qué estoy haciendo? ¿Es que quieres morir? —dijo en voz alta para sí.

«No hagas nada. Sigue adelante. Todavía no te ha hecho daño.» Aquello era mentira, y lo sabía. Rápidamente discutió consigo misma. «Te hará daño. Ya te lo ha hecho. Piensa utilizarte y matarte, él mismo te lo ha dicho.» La puerta tableteó de nuevo.

«Está por todas partes», pensó de pronto. El cuarto de aseo carecía de ventanas, de modo que giró a un lado y a otro mirando las paredes encaladas.

«¡Me está viendo! Lo sabe. Lo sabe. Lo sabe.» «Tú sal con calma y pídele disculpas.» Se miró una vez más en el espejo ya limpio como si buscara en su rostro señales de traición que pudieran delatarla. Acto seguido salió despacio al exterior, pensando: «estoy vacía por dentro». Colocó de nuevo la llave en el gancho que había junto a la puerta y se dirigió de vuelta a los surtidores. Entonces se quedó paralizada por un profundo terror.

Jeffers se hallaba de pie junto al coche, hablando con un policía estatal. Los dos llevaban grandes gafas de sol, de modo que no pudo verles los ojos. Se paró en seco, como si de repente hubiera echado raíces.

Entonces vio que Jeffers levantaba la vista y le sonreía. Le hizo una seña con la mano para que se acercara.

Ella no pudo moverse.

Jeffers le hizo otra seña.

Ella gritaba órdenes a su cuerpo: ¡Camina! Pero seguía estando paralizada. Se obligó a sí misma a tirar de cada uno de sus músculos y logró dar un primer paso, luego otro. El trecho que tuvo que recorrer bajo el sol se le antojó interminable. El calor parecía aumentar a su alrededor, y tuvo la extraña sensación de que la quemaba. «Vamos a morir todos», pensó. Vio que Jeffers introducía una mano bajo la camisa y sacaba rápidamente el revólver negro. Oyó el disparo. Vio al policía caer de espaldas, muerto, pero él también tenía una arma en la mano que escupía balas y fuego. Luego vio que el chico y George se agachaban para protegerse al tiempo que los surtidores de gasolina estallaban en llamas.

Other books

Polgara the Sorceress by David Eddings
Noose by Bill James
A Bond of Brothers by R. E. Butler