Retrato en sangre (38 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Ella se encogió, esperando el golpe, pero Jeffers se contuvo, aunque ella vio que cerraba la mano en un puño y después, tras una pausa momentánea, continuaba meditando sobre el río.

Ocasionalmente se acercaban al río lo bastante con el coche como para que ella alcanzara a ver la ancha y reluciente superficie que reflejaba la luz del día, las aguas que fluían incesantes y firmes en dirección al golfo, que se encontraba detrás de ellos. Jeffers insistió en que apuntara por escrito todo lo que iba diciendo él, casi palabra por palabra, con el razonamiento de que algún día ella llegaría a comprender el valor inherente a aquellas frases y fragmentos y se sentiría agradecida de haber podido anotarlos debidamente.

Anne Hampton no entendió aquello, pero en los últimos días le había resultado consolador el hecho de que Jeffers hablase del futuro, aunque fuera vagamente, como si hubiera un mundo más allá de las ventanillas de aquel coche que recorría el paisaje a toda velocidad, una vida más allá de lo que alcanzaba el brazo de Douglas Jeffers. Así que obedeció y se aplicó a escribir letras y dar forma a las palabras lo más deprisa que pudo.

Cuando él le pidió que le leyera lo que había escrito, obedeció también.

Jeffers le indicó que hiciera una pequeña corrección y después un breve añadido. También obedeció.

Obedeció en todo. Negarse a algo le resultaba completamente ajeno.

Habían pasado varias noches —le costó trabajo precisar con exactitud cuántas habían sido— desde que Jeffers mató al vagabundo. «Desde que lo maté», pensó. Pero se corrigió: «No, desde que lo matamos.» Todas las noches paraban en algún motel anónimo cercano a la carretera, uno de esos lugares que proclaman que tienen habitaciones vacías mediante rótulos de neón de color rojo que parpadean en la oscuridad, en los que los vasos de agua están envueltos en papel y la administración pone letreros en los cuartos de baño que aseguran que éstos han sido debidamente saneados.

Cuando entraban en la habitación de uno de esos moteles, Anne Hampton vio no muy lejos de allí a un hombre de pie delante de una máquina de bebidas. Iba vestido con un traje marrón de aspecto barato y se había aflojado la corbata por el calor. Pensó en Willy Loman y se dio cuenta de que éste era un viajante. La miró a ella con expresión lasciva mientras introducía monedas en la máquina. Se fijó en que extraía tres latas de refresco de naranja y vio que tenía una botella de vodka en el bolsillo. Se encogió un poco bajo la mirada de aquel hombre, amedrentada por lo que vio en sus ojos. Jeffers le gruñó al desconocido igual que si éste fuera un animal al que hubiera sorprendido a la entrada de su guarida, y el tipo se largó, protegiendo sus latas y su botella de alcohol y la promesa de feliz abandono que representaban. Jeffers le dijo:

—¿Para qué matarlo, a no ser que uno sea un matón que ande buscando pillar cincuenta pavos? Eso que bebe ya lo matará, tan seguro como una bala, aunque no tan deprisa.

Por la noche, en la cama, dormía con inquietud, dando tantas vueltas como se atrevía a dar, pero más a menudo en postura rígida, escuchando la respiración acompasada de su captor pero sin creerse que estuviera dormido. El no dormía nunca. Él siempre estaba despierto y listo. Incluso cuando dejaba escapar un ronquido ella se negaba a creer que ello indicase que dormía. Cuando lo escuchaba intentaba permanecer completamente en silencio, como si el menor soplo de su respiración fuera a turbarlo. En aquellas ocasiones pensaba que ya no era capaz de oír ni sentir el funcionamiento de su propio cuerpo. A hurtadillas, se llevaba una mano al pecho e intentaba notar los latidos del corazón. Éstos parecían lejanos y débiles; era como si se hallara próxima a la muerte, mortalmente frágil.

Por la noche Jeffers no intentaba tocarla, aunque ella lo esperaba en todo momento. Había renunciado a la idea de contar con alguna intimidad, se vestía y se desvestía delante de él, no cerraba la puerta del baño cuando estaba dentro. Aceptaba aquellas cosas como parte del pacto que la mantenía con vida. También habría aceptado sexo, pero de momento no había tenido lugar. No se hacía ilusiones de que aquella pausa fuera a durar mucho.

En el tiempo transcurrido desde el asesinato del vagabundo, se había dado cuenta de que todo la asustaba: los desconocidos, Jeffers, ella misma, cada minuto que pasaba del día, cada momento de la noche, lo que podía sucederle a ella cuando estaba despierta o dormida. Cuando conseguía por fin dormirse, sus sueños eran con más frecuencia pesadillas; se había acostumbrado enseguida a despertarse huyendo aterrada de algo que estaba soñando, sólo para instalarse en aquel miedo constante que constituía el estado de vigilia. A veces tenía grandes dificultades para separar ambas cosas. Permanecía acostada en la oscuridad, recordando la visión del vagabundo de aquella calle de Nueva Orleans. Veía su boca cerrándose para recibir la botella, un acto seguro y familiar que le proporcionaba una sencilla dicha; sólo que aquella vez no fue el acostumbrado tacto de la botella húmeda lo que sintió en la boca, sino el sabor duro, seco y desagradable del cañón de la pistola. Percibió el destello de confusión en sus ojos cuando los levantó y los clavó en los suyos. Sus ojos eran como los de un perro que oye un ruido inusual y ladea la cabeza en un gesto de curiosidad. Fue una visión terrible: su mirada fija en la vista del vagabundo, su boca abierta, sus ojos expectantes, esperando con toda su alma como si fueran a besarlo.

Y a veces era peor, a veces era al revés. Veía al vagabundo llevándose una botella a los labios. Y cuando ella misma abría la boca por la sorpresa, preguntándose dónde estaba la pistola, la descubría allí mismo, enfrente de ella. Entonces intentaba cerrar la boca, pero el arma se movía demasiado deprisa y terminaba saboreando el gusto metálico de la muerte en su propia lengua.

Veía todo aquello, y lanzaba un chillido.

Al menos creía que lanzaba un chillido, y, con más frecuencia que lo contrario, tenía la sensación de haber chillado. Pero comprendía que en realidad no había emitido sonido alguno. Había abierto la boca, exigiendo un sonido, pero no había salido nada de ella.

Y aquello también la asustaba.

En las proximidades de Vicksburg, Mississipi, Jeffers aminoró la marcha y paró a un lado de la carretera. Señaló hacia la derecha y dijo:

—¿Ves eso de ahí?

Anne Hampton giró la cabeza y contempló una amplia pradera verde que tenía un montículo de hierba en el centro. En lo alto de dicho montículo se veía un roble de color pardo, curtido por la intemperie, un árbol viejo de ramas nudosas y frondosas que se alzaban hacia el cielo y que proyectaba sombra a su alrededor con el empeño y el deber que proporciona la edad.

—Veo un árbol —respondió.

—Te equivocas —replicó él—. Lo que ves es el pasado. —Jeffers quitó la marcha y apagó el motor—. ¡Vamos! Lección de historia.

La ayudó a saltar una desvencijada valla de madera y caminaron juntos hasta donde estaba el roble. Jeffers fue todo el tiempo mirando atentamente el suelo, como si estuviera midiendo algo.

—¿Este árbol? —preguntó Anne Hampton.

—Ha vuelto a crecer —comentó—. No imaginaba que fuera a pasar, pero es que han sido ocho años. —Tenía una expresión pensativa—. Siempre tuve la idea de que después de haberlo quemado con gasolina, este lugar quedaría carbonizado, que tardaría varias décadas en volver a crecer la hierba. ¿Recuerdas las fotos que tomaron los fotógrafos alemanes de guerra de la Segunda Guerra Mundial? ¿De Ucrania? Eran fotos muy impactantes. Se veían campos inmensos de trigo meciéndose a lo lejos, rodeando una gigantesca columna de humo negro. Uno siempre percibía la impotencia mediante aquella imagen, eso era lo que hacía que las fotos fueran tan buenas; uno sabía que ellos no podían hacer nada por apagar aquellos incendios provocados por los rusos en su retirada. Gasolina y trigo ardiendo. Tierra abrasada. Condenar el futuro para salvar el presente. —Luego dejó de hablar y señaló—. Fíjate bien… ¡Ahí! ¿Ves cómo cambia de color la hierba?

—Parece una serpiente —dijo ella.

—Es una línea recta. Una cruz.

—¿Ya ha estado aquí antes? —preguntó Anne Hampton. Le tembló ligeramente la voz; al ver el roble se había acordado del árbol perdido en la lluvia y el viento en la costa de Louisiana que no habían logrado encontrar.

—He estado ahí mismo. —Señaló un poco más allá del montículo—. Fue una foto magnífica. El fuego de la cruz rodeaba a todos los hombres, vestidos con aquel tonto atuendo de túnicas y gorros blancos de punta. Pero no fue eso lo que hizo que la foto fuera magnífica —prosiguió—, sino toda aquella multitud de negros…, espectadores, supongo, no sé exactamente por qué salieron. Sea como sea, todos contemplaban la escena en medio de un silencio sepulcral. Todos tenían la cara y los ojos vueltos hacia ese montículo. El resplandor del fuego también los iluminaba a ellos, de modo que pude incluirlos en la foto. Una foto fantástica. ¿Sabes por qué eligieron ese árbol? Porque hace cincuenta años el antiguo Ku Klux Klan ahorcó aquí a tres hombres de esa rama, la más baja.

»La simetría es importante —continuó—. La historia. Somos una nación de recuerdos. El antiguo Ku Klux Klan ahorcó a tres hombres de un árbol, así que el nuevo quiere evocar ese mismo terror.

»De modo que acudieron todos aquí, ataviados con sus túnicas, sus reclutadores, sus miembros destacados, sus grandes dragones con sedas y algunos no tan dragones portando las barras y estrellas, para celebrar una concentración. La verdad es que no eran muchos, pero tengo entendido que actualmente son cada vez más. Sea como sea, en aquella ocasión había casi tantos reporteros y fotógrafos como miembros del Ku Klux Klan. Y el doble de negros.

»Aquello me sorprendió, ¿sabes? Quiero decir que yo hubiera imaginado que a los negros no se les ocurriría acercarse por allí. Al fin y al cabo, ¿a quién le apetece escuchar un chorreo de retórica absurda e insultante? Pero ellos, no. Ellos acudieron en manada. ¿Y sabes qué fue lo más curioso? Que no eran personas cultas, y que no estaban organizados. Eran campesinos y aparceros, con sus mujeres y sus hijos. Vinieron en coches y camiones viejos, y yo vi a algunos llegar incluso en muías.

»No lograba entender por qué estaban tan silenciosos. Cuanto más inflamados eran los discursos, cuanto más ultrajantes los insultos, tanto más callaban ellos. Era de lo más raro; uno tiende a pensar que el silencio es un absoluto, quiero decir, si no se hace ningún ruido es imposible guardar más silencio, ¿no? Pues aquella noche, no. Aquella gente se quedó de pie sin más, y no emitieron un solo sonido, y cuanto más tiempo permanecían allí, más silenciosos estaban. —Negó con la cabeza, reflexivamente—. Eso sí que era fortaleza. Demostraron que sus recuerdos seguían vivos. Una determinación excepcional. Una dignidad completa.

»Tienes que comprender lo mucho que admiro yo la verdadera fortaleza. Porque hacer lo que hago yo requiere una dedicación absoluta. Una solidaridad con la propia alma. —Sonrió un poco y luego ensanchó la sonrisa—. Me gusta eso —dijo—. Solidaridad. Hacer lo que hago yo.

Cerró el puño.

Miró a Anne Hampton.

Rompió a reír. Ella vio que tenía una cámara en la mano. Jeffers la levantó, giró rápidamente el objetivo y le hizo una foto a ella. A continuación se agachó para cambiar el ángulo y tomó otra.

Rió otra vez. Ella permaneció de pie frente a él, rígida, esperando una orden en una especie de posición de firmes.

—Lo que hago yo, naturalmente, es tomar fotos. Vamos. Voy a explicarte un poco más.

Anne Hampton se apresuró a seguirlo por la ladera del pequeño montículo.

Ya en el coche, él le preguntó:

—¿Qué es lo más importante de Estados Unidos?

Ella titubeó, pero su cerebro trabajó deprisa. Visualizó en grises de grano grueso y sombras oscuras las fotografías que había tomado Douglas Jeffers la noche de aquella concentración, miembros del Ku Klux Klan encapuchados y rabiosos y campesinos silenciosos con gesto de reproche. Y contestó:

—La libertad de expresión. La Primera Enmienda, ¿no?

Jeffers apartó la mirada de la carretera para posarla en ella, sonriente.

—¡Boswell está aprendiendo! —exclamó—. Correcto.

Ella asintió y sacó el cuaderno, extrañamente complacida consigo misma por haber respondido bien a una de las crípticas preguntas de su captor.

—Pero ¿se te ocurre una libertad de la que se haya abusado con más frecuencia?

Anne Hampton se dio cuenta de que en realidad no era una pregunta para ella, sino más bien el pie para un discurso que él se disponía a pronunciar.

—No.

—Piensa en el mal que se generó en lo alto de ese montículo. Piensa en la maldad que representó. ¿Y protegido por qué? Protegido por la más importante de nuestras libertades. Los nazis quieren hacer una manifestación en Illinois, ¿y quién se alza para defenderlos? La ACLU. Un grupo de abogados judíos. Es por principio, afirman. Y tienen razón. Los principios son más importantes que ninguna acción individual. Eso es lo absurdo. Somos una nación de hipócritas porque nos adherimos con todas nuestras fuerzas a conceptos rígidos. Lo que está bien y lo que está mal. La libertad de expresión. El Destino Manifiesto
[2]
. ¿Qué defendía Superman? La verdad, la justicia y las costumbres estadounidenses. Un
boy scout
ha de ser digno de confianza, leal, servicial, amable, cortés, bondadoso, obediente, alegre, ahorrativo, valiente, limpio y respetuoso. Nadie quiere mencionar siquiera al jefe de los scouts al que le gusta vestir pantalón corto, contar cuentos de fantasmas alrededor de la fogata y manosear a los chicos por debajo del saco de dormir… —Hizo una profunda aspiración, calló unos instantes y luego añadió—: ¿Quieres entender a este país a fondo? En realidad es sencillo. Sólo tienes que entender que de vez en cuando nos servimos de nuestras mayores fortalezas para crear los males más grandes. No siempre. Sólo a veces. Lo justo para que la cosa sea interesante, por supuesto.

Hablaba embalado. No estaba enfadado, sólo entusiasmado. Ella escribía lo más rápido que podía.

En eso, Jeffers se detuvo.

Soltó una risita.

—De la Primera Enmienda a los jefes de
boy scout
maricas… —Entonces echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír a carcajadas. Miró a Anne Hampton—. Debo de estar loco —dijo, sonriendo de oreja a oreja.

—No, no, quiero decir, creo que entiendo…

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