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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (40 page)

BOOK: Retrato en sangre
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A ella se le cerró la garganta y estuvo a punto de ahogarse.

No se acordaba. Una parte de ella quería decir que le parecía llevar una eternidad dentro de aquel coche, que siempre había estado con él. Pero otra parte, más honda, como si hubiera despertado de un sueño, la obligó a tomar conciencia y le mostró imágenes de su apartamento, flores secas en un jarrón colocado en la ventana, estanterías de libros, la mesa, la cama y la mesilla de noche. Había fotos de sus padres y una acuarela en la pared que representaba unos barcos en el puerto que había visto en un viaje al Este efectuado años atrás. Fue una acuarela muy cara, pero tenía algo que la cautivaba, quizá la paz, el orden, la calma de aquellos barcos amarrados bajo el sol del final de la tarde. Se acordó de sus clases, del calor del verano que la despertaba por la mañana, de la sensación pegajosa del sudor al cruzar el campus caminando. Después, con la misma brusquedad, vio a sus padres en su casa de Colorado, sentados, viviendo apaciblemente sus vidas. «Si ellos supieran —pensó—, les entraría el pánico y se echarían a llorar. Sufrirían mucho.» Y luego se preguntó si no serían personas de un sueño.

—No sé —respondió.

—Entiéndelo, esto no lo sabe nadie.

—Sí, lo entiendo —afirmó ella.

—No hay nadie buscándote.

Afirmó de nuevo.

—Nadie —dijo mecánicamente Anne.

—Aunque alguien sintiera curiosidad, no sabría dónde buscar. No sabría en qué dirección empezar a mirar. ¿Lo entiendes? No has dejado ninguna pista.

Ella afirmó por tercera vez.

—Ninguna pista…

—Continuamente hay gente que desaparece de la vida. ¡Puf! Se esfuman. Se desvanecen. Están aquí, y al minuto siguiente ya no están.

Ella bajó la cabeza aceptando, afligida.

—Ya no están…

—Eso es lo que te ha sucedido a ti. Te ha tragado la tierra. —Hizo una pausa—. Eso fue lo que les sucedió a todas.

«¿A cuántas más?», se preguntó Anne Hampton de pronto.

«Oh, Dios. Yo soy la siguiente. Sigo siendo la siguiente. Siempre he sido la siguiente.»

Pero no tuvo tiempo para dejar que su miedo tomara forma en un chillido de pánico. Y al cabo de un momento se dio cuenta de que era el mismo miedo que la venía acosando desde el principio, y cuando le adjudicó aquel grado de familiaridad dejó de ser tan terrible. Por un instante se preguntó si sería una especie de reconocimiento de la muerte, si ella sería como esas personas que van a bordo de un avión que empieza a precipitarse a tierra. Había leído que los primeros gritos daban paso a la calma de la aceptación, a unos pacíficos momentos de oración. Como los segundos que uno vive delante del pelotón de fusilamiento. ¿Quiere un cigarrillo? ¿Le vendo los ojos?, pregunta el capitán. No, sólo una última mirada a la mañana.

Miró por la ventana protegiéndose los ojos de la claridad del sol estival. No sabía por qué, pero sentía una calma extraña, desconocida.

Jeffers canturreó una melodía.

—Me gustaría saber qué canción tocó en su flauta el flautista de Hamelín. ¿Sería la que tocó para las ratas la misma que tocó para los niños? —Pareció reflexionar brevemente sobre aquella cuestión—. Siempre he querido saber, incluso de pequeño, por qué los padres de los niños de Hamelín no hicieron nada. Se quedaron paralizados, como una pandilla de idiotas. Yo habría… —Su voz se perdió durante unos instantes—. Oye —preguntó—, ¿qué sabes acerca del asesinato?

Ella pensó en el vagabundo y respondió:

—Sólo lo que aprendí la otra noche.

Jeffers sonrió.

—Buena respuesta —dijo—. Eso demuestra cierta sangre fría, ¿eh? Boswell no es ni mucho menos tan tímida como lo hace parecer en ocasiones.

Pisó el acelerador y el coche saltó hacia delante. Luego, con la misma rapidez, levantó el pie y el automóvil volvió a la velocidad modesta y monótona de antes.

—Sí, sólo lo que aprendí la otra noche.

—El asesinato, como ya viste, resulta sumamente fácil. Tan sólo en las películas de Hollywood la gente se queda mirando el cañón de una arma, titubeando, debatiéndose en conflictos morales y sentimientos de culpa. En la realidad todo sucede de manera sencilla y rápida. Una discusión, y ¡pam! En el fondo no hay mucha diferencia entre la típica discusión en el gueto por el dinero de la asistencia social y una operación militar que requiere semanas o meses de preparación. El denominador común siempre es alguna disputa absurda. Hasta en mi caso, si llevara a cabo una introspección a fondo, seguramente encontraría la base, voy a decir la causa, de lo que hago. Algún sentimiento de ira sin resolver. Algún odio sin controlar. Ésa es la frase que emplearía mi hermano. Pero ¿qué es un sentimiento de ira sin resolver? Pues una disputa entre todas las distintas partes de uno mismo. La vida es siempre un debate entre nuestro lado bueno y nuestro lado malo. El lado malo quiere que te tomes ese postre de propina, ¿vale? Igual que esos dibujos animados de los sábados por la mañana que ponen para los niños, en los que aparece de pronto un diablillo que incita a hacer algo malo: Foghorn Leghorn, o al Pato Donald, o a Goofy, o uno cualquiera de esos animalitos peludos tan monos que utilizan hoy en día, y después surge el angelito e insiste en que deben elegir el camino verdadero… —Jeffers dejó escapar una risa breve, áspera, antes de continuar—. Sea como sea, ¿sabes por qué hemos cometido ese crimen con impunidad? Porque lo hemos cometido de forma aleatoria. Fíjate en nosotros; ¿somos las típicas personas que dan la imagen de ir por ahí volando los sesos a los vagabundos borrachos? ¿Parecemos personas que buscan emociones fuertes? ¿Asesinos fríos y despiadados? ¿Qué? No un fotógrafo profesional. Y ganador de varios premios, nada menos. No una estudiante universitaria de matrícula de honor. Como ves, no guardamos relación alguna con ese suceso. No nos vio nadie. Nadie sospecha de nosotros. Fue un evento simple, único, al azar, o por lo menos eso es lo que pensarán la policía y los jueces.

»De hecho, apenas ha sucedido siquiera. ¿Cuánto tiempo crees que va a dedicar un detective de Homicidios estresado y mal pagado al caso de un vagabundo muerto que probablemente ni siquiera tiene identificación? ¿Diez minutos? ¿Una hora? ¿Un día? Más, no. El tiempo suficiente para poder rellenar un impreso, presentárselo a su superior y pasar al caso siguiente. Algo que sea tal vez un poco más atractivo. Algo que dé lugar a titulares de prensa. Algo que esté muy valorado en nuestra sociedad. Un homicidio en las altas esferas sociales o un asesinato en un triángulo amoroso. ¿Y quién va a reprochárselo? En realidad lo nuestro ha sido de lo más insignificante. Un vagabundo desconocido muere de forma misteriosa. Lo pongo en un informe, miro a ver si hay otros casos de asesinato de vagabundos sin resolver que parezcan similares. Fin de la historia. Al menos ésa será la versión oficial. La versión política…

»Pero, por supuesto, nosotros sabemos que no ha sido así, ¿verdad? En cierto modo es una lástima, ¿no te parece? Algún policía pobre podría dar un salto en su carrera si conociera la verdad, si tuviera algún indicio de lo que ha sucedido en realidad. Porque no ha sido nada importante, ¿no? Para nosotros, no.

Al cabo de unos instantes Anne Hampton consiguió responder:

—Pero no puede ser siempre así, no sé, tan fácil…

Odiaba aquella palabra. Se dio cuenta de que para él era una verdad absoluta. Pero para ella era una completa falsedad. «Me niego, se dijo a sí misma de repente. Me niego a ser como él.»

Se quedó sorprendida de aquella determinación suya.

—Claro que no. Si fuera así, no habría ningún reto, no habría aventura. ¿Has leído alguna vez El juego más peligroso?

—Me parece que no.

Él soltó un bufido.

—Vamos, Boswell, ¿dónde está tu cultura?

—He leído mucho —se defendió ella—. ¡He leído libros de los que probablemente usted ni habrá oído hablar! ¿Qué sabe usted de Middlemarch?

Se oyó exclamar a sí misma y le entraron ganas de taparse la boca con la mano. Cerró los ojos esperando una bofetada.

Pero en cambio Jeffers rompió a reír.


Touché
—dijo—. Pero insisto en la pregunta: ¿cuál es el juego más peligroso?

—El asesinato no es un juego. —¿No?

—No, no lo es.

Durante un rato ambos guardaron silencio.

—Está bien —dijo Jeffers al fin—. Voy a ser menos frívolo. Por supuesto que el asesinato no es un juego. Pero tampoco es un pasatiempo. Es un modo de vida. Mi modo de vida.

—Pero no entiendo cómo… —empezó ella, sin embargo Jeffers la interrumpió.

Estaba riendo.

—Vaya, por fin. ¡Pregunta por qué! ¡Pregunta cómo! Ya era hora. —Su voz se tornó siniestra—. Ahora voy a decírtelo.

En aquel momento, Anne Hampton se sintió igual que si hubiera tropezado tontamente con algo que tenía prohibido ver. Le vino a la memoria una ocasión en que, una noche en que no podía dormir, se asomó por la puerta del dormitorio de sus padres y los vio abrazados el uno al otro, haciendo el amor de forma delicada pero ruidosa. Se sonrojó debido a la misma mezcla de miedo y vergüenza. Se le cayó el lápiz y tuvo que agacharse para recogerlo. De repente comprendió que los conocimientos son peligrosos, que cuanto más supiera, más enredada estaría y más le costaría escapar. La invadió una negra aflicción y un deseo intenso de echarse a llorar como una niña, a solas, igual que había hecho tras aquella primera visión, con una parte de su inocencia ya perdida para siempre, sofocar sus lágrimas en la almohada, apartarse totalmente del mundo excepto del entorno delimitado por su dolor exclusivo y personal.

Jeffers esperó lleno de seguridad en sí mismo y de una especie de emoción propia de un fugitivo, hasta que se dio cuenta de que Anne Hampton se encontraba sumida en los presentimientos que provocaban aquellas preguntas. Y pensó: por fin. Y las palabras le salieron en forma de un torrente de entusiasmo.

—Al principio pensé que había tenido muchísima suerte. Recoger a una prostituta en la calle con un coche de alquiler con el que fácilmente podían localizarme. Golpearla dentro del coche, de tal modo que la tapicería quedó manchada con su grupo sanguíneo. Abandonarla en una zona desconocida para mí. En cualquier momento podría haberme visto alguien. Cualquiera podría haber comprendido enseguida la situación. Un transeúnte, o su chulo. O un camionero que nos viera desde lo alto de su cabina. Dejé pisadas y huellas dactilares y Dios sabe qué más cosas que podrían utilizar los laboratorios forenses para localizarme. Muestras de fibras, de tierra, de cabello. Pero si hasta utilicé una tarjeta de crédito para comprar la pala para enterrarla. Lo hice todo mal. Fui un verdadero idiota, la verdad… —Miró brevemente a Anne Hampton, pero no esperó que le contestara—. ¿Sabes lo que experimenté después? Un miedo de lo más seductor. Esa sensación que le viene a uno cuando se da cuenta de que ha corrido un gran peligro. Esa clase de miedo que adquiere forma y se transfigura en las pesadillas.

«Caminaba en una especie de crepúsculo, pensando que estaba volviéndome paranoico, imaginando a cada minuto que cualquiera de aquellos errores de colegial iba a manifestarse en forma de un detective portando una orden de detención. No llegó a ocurrir, naturalmente, pero la sensación era como si estuviera electrificado en todo momento.

»Y también se notó en mis fotos. Se volvieron más definidas, mejores, más apasionadas. Suena extraño, ¿a que sí? Del miedo salió el arte. Iba de cabeza al éxito. Recuerdo una noche en que no podía dormir, un par de días después de lo sucedido. Estaba lleno de emoción, aquello se había apoderado de mí. Decidí salir a dar una vuelta en coche, sólo por ver cómo relucía la ciudad; a lo mejor aquello me ayudaba a refrenar lo que sentía. Estaba escuchando la frecuencia de radio de la policía. Todos los fotógrafos tienen muchas radios, eso no era nada inusual; uno siempre anda escuchando, porque nunca se sabe. Y aquélla era una de esas noches.

»Oí una voz concreta, en un canal que se cogía bien, excitada, cercana al pánico, gritando "socorro, socorro, agente herido, agente herido"…, y luego dieron la dirección. Estaba sólo a un par de manzanas de allí. Se trataba de un policía estatal que había parado a un coche que circulaba con un piloto trasero roto. Y por molestarse recibió varios balazos del treinta y ocho en el pecho. Eran cuatro tipos que acababan de atracar una tienda de bebidas alcohólicas. Yo llegué antes que nadie, antes que los otros policías, antes que la ambulancia. Sólo mi cámara y yo, y el chaval que presenció el tiroteo desde el otro lado de la carretera, pues casualmente estaba cambiando una rueda del coche y había llamado pidiendo socorro.

»El chaval tenía la cabeza del policía en el regazo. ¡Clic! ¡Clic! "Ayúdeme", dijo el muchacho. ¡Clic! "¡Ayúdenos! Pero ¿qué hace?" ¡Clic! "Por favor"… ¡Clic! Fueron treinta segundos, quizá. Después lo ayudé. Cogí la mano del policía y le tomé el pulso. Al principio lo encontré, pero enseguida, igual que el sol al ponerse, se debilitó y desapareció. Y entonces nos vimos rodeados de sirenas y luces por todas partes. ¡Dios! ¡Fueron unas fotos fantásticas! —Jeffers hizo una pausa. Su voz se tornó más lenta, más cauta—. Así que me convertí en un estudiante de los asesinatos. Tuve que hacerlo.

Anne Hampton dejó el lápiz suspendido en el aire, sin tocar el cuaderno, procurando barrer toda la angustia de su mente y concentrarse sólo en lo que estaba diciendo él. Se ordenó a sí misma pensar como si estuviera en una aula y aquello no fuera más que otra clase. Pero se dio cuenta de que era una estupidez.

Douglas Jeffers tenía la cabeza repleta de imágenes, y se preguntó ociosamente si debía empezar a contar anécdotas. Robó una mirada a Anne Hampton y vio que ésta estaba esperando, pálida, conmocionada, al borde del terror, pero esperando de todos modos. Sintió una gratificación momentánea y pensó que ya era suya.

Y entonces se lanzó.

—Tuve muchísima suerte, y no soy amigo de confiar en la suerte. Empecé a pasar el tiempo libre en bibliotecas, leyendo. Leí obras de literatura y obras de ciencia. Leí historias de casos legales y tratados médicos. Leí confesiones de asesinos e informes de prisiones. Leí las memorias de detectives, patólogos, abogados defensores de criminales, fiscales y sicarios profesionales. Compré libros de armas. Estudié fisiología. Me puse una bata blanca de laboratorio y asistí a clases de anatomía de la facultad de medicina de Columbia.

Necesitaba saber, ¿comprendes?, necesitaba saber con exactitud, con precisión, cómo morían las personas.

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