Retrato en sangre (35 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Y cuando llegara la encontraría preparada.

Una parte de ella, felizmente optimista, había abrigado la esperanza de obtener dicha respuesta con facilidad. No se fiaba de dicho optimismo, pero sabía que un ataque frontal a menudo da como resultado una reacción rápida, no planeada, una contestación impulsiva del tipo: «Pues está en…», seguida del nombre de una ciudad o localidad, antes de que tomaran el mando las fuerzas de la cautela y provocaran invariablemente la continuación: «¿Por qué quiere saberlo?»

Vio que el hermano abría la boca y que sus labios comenzaban a dar forma a una respuesta, y se inclinó un poco hacia delante, expectante, consciente de inmediato de que había mostrado un exceso de avidez. Luego, con la misma brusquedad, el hermano cerró la boca y respondió a su mirada severa con otra igualmente fría.

No iba a serle fácil.

Maldición, maldición, maldición.

En aquel momento lo odió casi tanto como al hombre al que perseguía. «Son de la misma sangre —pensó—. Él es el que está más cerca.»

Vio que el hermano tragaba saliva y miraba al director del hospital como si deseara ganar unos preciados segundos para desembrollar lo que ella sabía que debía ser un torrente de emociones. Advirtió en aquel breve intervalo de tiempo que él estaba utilizando dichos segundos para ordenarse a sí mismo, fríamente, profesionalmente. «Debe de estar acostumbrado a lo inesperado —pensó—, debe de formar parte de su existencia cotidiana, sabe cómo manejarlo.» En un momento el médico volvió a clavar la mirada en ella y retribuyó su silencio con el suyo propio. Acto seguido, sin apartar la vista, acercó lentamente una silla y con sumo cuidado, como si no quisiera romper la conexión eléctrica que se había creado en aquella pequeña estancia, se sentó. Cruzó las piernas estudiadamente y después, con gesto delicado y sereno, como si el mundo entero no le importase lo más mínimo, le indicó con una seña a la detective que ocupara de nuevo su silla, igual que haría un profesor con un alumno demasiado vehemente y ansioso.

Maldición. Ya casi lo tenía, pensó ella otra vez.

«Y ahora casi me tiene él a mí.» Tomó asiento frente al hermano del asesino.

Martin Jeffers hizo un gran esfuerzo para fingir un aire de indiferencia e interés, la misma actitud que mostraba cuando un paciente confesaba de manera impulsiva un horror u otro. Sin embargo, en su interior sintió que se le cerraba la garganta, como si alguien se la estuviera estrujando con las manos, y que el vello de la nuca se le ponía de punta. Sintió súbitamente una maldita pegajosidad en las axilas y en las palmas de las manos, pero no se atrevió a secárselas en los pantalones.

Se hallaba sumido en una pesadilla.

No quería poner imágenes a la pregunta; se concentró sola y exclusivamente en lo que le pedía la detective y se negó a enredarse en extrapolaciones peligrosas.

«¡Está buscando a Doug! —pensó—. ¡Lo sabía! Pero ¿por qué lo sé?»

Luchó contra todas las ideas que acudieron en tropel a su imaginación: miedos infantiles, preocupaciones adultas.

Sintió el deseo urgente de agarrarse a algo, como si un objeto sólido pudiera ayudarlo a mitigar la sensación de vértigo que le nublaba el cerebro. Pero también sabía que la detective iba a notarlo, de modo que rápidamente empujó todo a un lado, desde su terror hasta su curiosidad. «Averígualo —pensó—. No renuncies a nada.»

Respiró hondo. Eso lo ayudó.

Cruzó las piernas y se removió en la silla buscando una postura más cómoda.

Bajó una mano y se arregló un calcetín.

Se llevó una mano al bolsillo de la pechera y sacó un bolígrafo y un bloc pequeño. Dio unos golpecitos con la punta sobre el papel, en rápida sucesión. Después alzó la vista y, haciendo acopio de toda la falsedad y la mentira que pudo reunir, sonrió a la detective.

—Lo siento, detective, no me he quedado con su nombre…

—Mercedes Barren.

Anotó eso y sintió que el acto de escribir en un papel lo tranquilizaba.

—¿Y de qué organismo…?

—De la policía de la ciudad de Miami.

—Ah, bien. —Siguió escribiendo—. Nunca he estado en Miami, aunque siempre he querido ir. Palmeras, ya sabe, sol y playas. Buen tiempo todo el año. Suena maravilloso. Pero nunca he conseguido hacerle una visita.

—Pues su hermano, sí.

—No me diga. A mí me parece que no, pero claro, resulta difícil seguirle la pista. Y por supuesto, en Miami siempre hay un montón de noticias. Reyertas, robos de embarcaciones, refugiados, esa clase de cosas. De modo que supongo que es posible. Y, la verdad, a veces da la impresión de que ha estado en todas partes. Trotamundos, le llaman.

—Estuvo en Miami el año pasado. En septiembre, para un partido de fútbol americano.

—¿Un partido de fútbol? Mire, no creo que a mi hermano le interesen mucho los deportes…

—Le encargaron hacer una foto de un jugador.

—Oh, ¿se refiere a que estuvo allí por trabajo? Bueno, eso puede ser…

Jeffers calló unos instantes. Dejó vagar la mirada por el despacho un momento para recobrarse. Se le ocurrió que su actuación seguramente no estaba logrando engañar a la detective. La miró y vio que no se había movido, ni siquiera un músculo. «Está bien pertrechada», pensó. Al instante se preguntó por qué sería. La mayoría de los detectives desean conversar amigablemente, con independencia de lo tensa que sea la situación. «Concéntrate en la pregunta», se dijo. Se sintió mejor; todavía precavido, todavía rodeado de un peligro indefinido, vaporoso, pero mejor de todas formas.

—Le encargaron hacer una foto de un jugador —repitió la detective Barren.

—Pero ¿qué tiene que ver un partido de fútbol americano con…?

—El homicidio de una joven. Susan Lewis.

—Oh, entiendo —repuso Martin Jeffers, pero por supuesto sabía que no entendía nada. Anotó en su bloc el nombre y el mes, y después añadió—: Verá, detective, lo cierto es que me lleva mucha delantera en esto. ¿Qué puede usted querer de mi hermano?

¡Venganza!, gritó el cerebro de Mercedes Barren, pero se guardó aquella palabra para sí. Ella también respiró hondo, se reclinó en la silla y, antes de contestar, sacó también un cuaderno y un bolígrafo. «Sé jugar. Y voy a ganar», pensó.

—No le falta razón, doctor. Me llevo mucha delantera a mí misma. —Habló empleando un tono modulado, fingiendo un poco de aburrimiento, procurando mantener su intensidad a raya. Hasta consiguió esbozar una leve sonrisa y un casual gesto de asentimiento—. Estoy investigando un homicidio cometido el otoño pasado. El ocho de septiembre, para ser exactos. Tenemos motivos para creer que su hermano pudo ser un testigo material. Es posible que incluso tenga fotografías del crimen que podrían ayudarnos.

Le pareció que el uso del plural mayestático resultaba de lo más eficaz. Quedó complacida con la manera en que se expresó, sobre todo el detalle de las fotos. Así daría la impresión de que Douglas Jeffers podía ayudar a la policía. A lo mejor eso conseguía apelar al sentimiento de deber cívico de su hermano. Si es que lo tenía. Observó el semblante del médico en busca de algún signo de suspicacia y vio que él parecía estar sopesando con cuidado cada palabra. Maldijo para sus adentros; «intenta tocar sus sentimientos —se dijo—, así se abrirá». Pero antes de que tuviera la oportunidad de continuar, él le hizo una pregunta.

—Pues sigo sin entenderlo. Doug nunca me ha mencionado eso. ¿Podría explicarse un poco más?

No lo hizo.

—¿Tiene usted una relación estrecha con su hermano?

—Bueno, todos los hermanos tienen relación en un grado u otro, detective. Usted debe de tener familia, y por lo tanto lo sabrá.

«No quiere responder», pensó ella.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Pues… han pasado años desde que tuvimos lo que se puede decir una visita de verdad…

En eso, lo interrumpió el doctor Harrison:

—Marty, ¿no vino a hacerte una vista precisamente la semana pasada?

Jeffers deseó haber podido lanzar una mirada furiosa a su amigo para cerrarle la boca, pero comprendió que eso sería muy peligroso. Estaba intentando con todas sus fuerzas entender adonde quería ir a parar la detective. No se fiaba de nada de lo que le estaba diciendo, ni de aquella sonrisa de cocodrilo y aquella actitud de súbita amabilidad, porque sabía, con la certeza que da una vida entera de miedos, que su hermano estaba metido en un apuro, y él no tenía la menor intención de empeorarle las cosas.

—Pues sí, así es, Jim, pero lo único que hizo fue parar un momento a almorzar antes de marcharse otra vez. No fue lo que se dice una visita, y era la primera vez que lo veía en varios años. No creo que sea eso lo que interesa a la detective.

—Pero ¿le dijo adonde se dirigía? —preguntó la detective Barren.

A Martin Jeffers lo acribilló una andanada de recuerdos de lo críptico que se mostró su hermano al describir sus planes para las vacaciones. Titubeó un momento. «¿Qué fue lo que dijo? —pensó—. ¿A qué se refería?»

Alzó la vista y vio que los ojos de la detective habían recuperado la intensidad de antes.

—No, que yo recuerde —contestó a toda prisa. Y al instante se enfureció consigo mismo por hablar tan atropelladamente.

Se hizo un breve silencio en la habitación.

Mercedes Barren sonrió. Ni por un segundo se creyó aquella negativa.

Hubo otra pausa, tras la cual Barren añadió una ratificación propia:—No, que usted recuerde…

—Dígame, detective, ¿ha estado en su agencia fotográfica? ¿No le han proporcionado ellos la información que necesita? Sé que las agencias procuran estar al tanto del paradero de todos sus empleados, incluso cuando andan perdidos en alguna jungla con un ejército de la guerrilla…

—Ellos no sabían nada —empezó a decir la detective Barren, pero se interrumpió a mitad de la frase. «¡Idiota! ¡No reveles nada!» Ardió de rabia al ver cómo el hermano del asesino absorbía aquella información. Pero intentó compensarlo—: No supieron decírmelo con exactitud. Pero me sugirieron que lo consultase a usted, y por esa razón he venido.

«Está buscando información, pero ¿cuánta?», pensó Martin Jeffers.

—Verá, detective, esto me resulta muy confuso. Usted viene aquí pidiendo ver a mi hermano, con el cual, en realidad, hace años que no tengo mucho contacto, con la intención de interrogarlo sobre un crimen sin especificar. No describe en absoluto de qué crimen se trata, ni qué conocimiento podría tener él al respecto. Dice de modo implícito que para usted es importante verlo de inmediato, pero sin dar ninguna explicación de por qué. No sé, detective. Creo que no hemos empezado con buen pie. En absoluto. Es decir, yo deseo colaborar todo lo posible con las autoridades, pero es que no entiendo nada.

—Lo lamento, doctor. No puedo revelar información confidencial.

Aquél era un argumento muy pobre, lo sabía. Y también sabía cuál iba a ser la respuesta de él.

—¿No? Bueno, pues yo tampoco, lo siento.

«Si tú te pones a la defensiva, yo también», pensó Jeffers.

Se miraron el uno al otro, en silencio una vez más.

De pronto a la detective Barren le entraron ganas de chillar. Le dolía todo.

«La he cagado —pensó—. Con lo cerca que estaba, la he cagado. Ese tío tiene un pasaporte, dinero y un hermano dispuesto a protegerlo sin saber qué es lo que ha hecho y que va a contarle que alguien lo anda buscando, de modo que se largará y ya está.»

Martin Jeffers estaba deseando salir de aquel despacho lo más rápidamente posible. «Aquí está ocurriendo algo grave», se dijo. Necesitaba averiguar qué era, y en cambio se dio cuenta al instante de que ni siquiera sabía cómo iniciar el proceso para entender lo que sucedía. Entonces comprendió que iba a tener que hablar con la detective, y se preguntó cómo podía hacer para situarse en una posición dominante, cómo recibir información sin divulgar él ninguna. Pensó en sus amigos, los psicoanalistas; ellos sabrían cómo hacerlo. La tumbarían en el diván y se sentarían detrás de ella.

Casi se echó a reír.

—¿Hay algo que le resulte divertido? —preguntó la detective Barren.

—No, no, sólo un pensamiento absurdo —contestó Jeffers.

—No me vendría mal un chiste —repuso ella con amargura—. ¿Por qué no me lo cuenta?

—Perdone —dijo Jeffers—. No era mi intención tomarme a la ligera…

Ella lo interrumpió.

—Claro que no.

Jeffers vio a las claras que ella no le creía. En aquel momento la miró directamente a los ojos y se dio cuenta de que había algo más en juego. No pudo precisar por qué razón lo supo; quizá fuera el ángulo del cuerpo, la inclinación de la cabeza, la intensidad de la mirada. Se sintió casi desconcertado por la fortaleza que irradiaba.

«Ésta es una mujer peligrosa.»

En aquel momento ella estaba rebosante de odio. «Éste sabe algo, algo más importante que el simple paradero de su hermano. Sabe algo sobre él que no quiere expresar con palabras, por eso se esconde detrás del ingenio y toda esa falsa técnica de psiquiatras.»

«Pues no va a servirle de nada. De nada en absoluto.»

Vio que Jeffers consultaba el reloj y a continuación miraba al doctor Harrison. Ella supo de inmediato lo que se avecinaba.

—Jim, tengo pacientes programados para toda esta tarde…

La detective Barren habló antes de que pudiera hacerlo el administrador del hospital.

—¿A qué hora termina?

—A las cinco —respondió Jeffers.

—¿Le parece que nos veamos en su despacho, o prefiere que sea en su casa? ¿O en algún restaurante?

No le ofreció más opciones.

—¿Cuánto tiempo calcula que nos llevará? —preguntó él.

Ella sonrió, pero no sintió el menor humor.

«Es muy listo», pensó.

—Bueno, eso depende de usted.

Jeffers sonrió. «Como en esgrima —pensó—; atacar y parar.»

—Sigo sin saber muy bien en qué puedo ayudarla, pero podemos encontrarnos en mi despacho poco después de las cinco, y veré si podemos solucionar todo esto en poco tiempo.

—Allí estaré.

Se estrecharon las manos.

—No se retrase —dijo él.

—Nunca me retraso —replicó ella.

Martin Jeffers cerró bien la gruesa puerta tras de sí y examinó su despacho, como si esperase ver algo que le explicara la maraña de sentimientos en la que se sentía atrapado. Tenía la sensación de encontrarse al borde de un ataque de pánico, a punto de hacer algo irracional, inundado como estaba de visiones de su hermano. Y pensó: «tiene un ramalazo de maldad, ya lo sé». Le vino a la memoria un chaval del barrio que siempre andaba soltando insultos y obscenidades y metiéndose con Doug. Sería una pelea entre iguales, ya que los dos eran más o menos de la misma estatura, y todos los niños del bloque estaban de acuerdo en ello. Pero no lo fue. En un momento dado, Doug le puso la zancadilla a su contrincante y de repente lo hizo caer de espaldas al suelo, igual de desvalido que una tortuga boca arriba, y se lió a arrearle golpes mientras el chiquillo gritaba sin parar. Jeffers no había visto nunca una furia semejante, tan potente, tan desatada. Era la rabia de un asesino, pensó. Y a continuación frunció el ceño: «no seas ridículo». Rara vez volvió a ver a Doug perder así los nervios. Por supuesto que el padre farmacéutico le pegó con saña, pero eso era algo que cabía esperar. Una paliza por otra.

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