Retrato en sangre (73 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Martin Jeffers no dijo nada. Sabía que su hermano tenía razón.

Se hizo el silencio en la habitación.

—¿Y bien? —dijo Martin Jeffers. Se sentía completamente confuso. Se oía a sí mismo hablando, pero era como si otra persona le diera la orden de hablar. ¿Qué estás diciendo?, pensó, pero siguió hablando, sin obstáculo alguno—: Imagino que vas a tener que matarme.

Douglas Jeffers siguió contemplando el paisaje desde la puerta. El silencio fue su respuesta.

—¿Y qué me dices de Boswell? —preguntó Martin Jeffers.

Douglas Jeffers continuó sin responder.

Anne Hampton miró a los dos hermanos.

«Esto es el final —pensó—. Ya no tiene necesidad de nadie. Tiene los cuadernos. Tiene una nueva vida.» Intentó ordenar a su cuerpo que efectuara algún movimiento. «Corre —pensó—. ¡Huye!, Pero no pudo.

«Sé que soy capaz. Sé que soy capaz.»

Apretó los dientes con fuerza y se retorció las manos. Bajó la vista y vio que los nudillos que sujetaban el lápiz se le habían puesto blancos, de modo que comenzó a empujarlo hacia la otra mano. La invadió un súbito dolor.

«¡Todavía estás viva! Si te duele, es que estás viva.»

Miró otra vez a los dos hermanos y, muy despacio, se dijo a sí misma: «Me llamo Anne Hampton, Anne terminado en e. Tengo veinte años y estudio en la universidad estatal de Florida. Mi domicilio está en Colorado, y estudio literatura porque me encantan los libros. Yo soy yo.» Aquello se lo repitió a sí misma varias veces seguidas.

«Yo soy yo. Tú eres tú. Nosotros somos nosotros. Yo soy yo.»

Martin Jeffers observaba a su hermano, con miedo por lo que podría hacer, con desesperación por lo que era.

—Doug, ¿por qué te has convertido en lo que eres ahora? ¿Por qué no he hecho yo lo mismo?

Douglas Jeffers se encogió de hombros.

—¿Y quién demonios lo sabe? A lo mejor la causa está en la diferencia de edad. Unos cuantos meses pueden hacer que uno vea las cosas de modo distinto. Es como pedir a diez personas que relaten un mismo suceso que han presenciado las diez. Todas dan una versión diferente de una misma cosa. ¿Por qué varía según las personas? —Rió—. Yo soy simplemente una versión un poco más desviada.

—Lo siento —dijo Martin Jeffers.

—Que te jodan, hermanito —replicó Douglas Jeffers.

No quería que Martin viera las diversas facciones que pugnaban entre sí dentro de él, y se esforzaba por disfrazar aquella batalla interior con todas las expresiones agresivas que se le ocurrían. «Todo se ha ido a la mierda —pensó—. Con lo perfectamente bien que estaba transcurriendo todo antes de que se presentara él. Se suponía que debía aprender algo después de que desapareciera yo. ¡Maldición! ¡Maldita sea esa detective!»

Permaneció de espaldas a su hermano, por miedo a que éste viera la indecisión que había aparecido en sus ojos. Por su mente cruzaron centenares de imágenes de la niñez de ambos. Recordó aquella noche en New Hampshire. Recordó todas las noches en que acudió al lado de su hermano, que lloraba, para consolarlo lo mejor que pudiera. «¿Se acordará él? ¿Se acordará de todas aquellas nanas, aquellos cuentos, de todas las veces que lo mecí hasta que se durmió? ¿Se acordará del modo en que lo sujeté contra la arena de la playa para que no corriera a meterse en el agua, directo a la muerte? Aquel hombre nos habría matado, si hubiera tenido ocasión. Pero yo lo protegí. Siempre lo he protegido. Incluso cuando le gastaba bromas o me burlaba de él. Incluso cuando supe en qué me estaba convirtiendo. Siempre he cuidado de él, porque él ha sido siempre la parte buena de mí. Se equivocan. Hasta los psicópatas tienen sentimientos, si uno sabe buscarlos.»

«También puede ser que no.»

Comparó, en su balanza personal, su vida con la de su hermano.

«Uno de los dos empieza de nuevo esta noche.»

«Uno de los dos va a morir.»

No vio más alternativas.

Volvió la cara y contempló de nuevo las negras aguas.

—Sabes, todos los veranos que pasamos aquí, siempre me encantaron —dijo—. Todo era agreste y hermoso al mismo tiempo.

Su mirada captó una fugaz forma blanca, y observó una bandada de cisnes que cruzaban la superficie de la charca en vuelo rasante.

—¿Te has fijado? —dijo—. Todo está igual. Hasta la familia de cisnes que vive en la charca.

—Ya nada es igual —replicó Martin Jeffers.

Pero su hermano no lo oyó, pues de pronto su atención estaba fija en otra cosa.

Fue como si le hubieran clavado un hierro candente en el corazón. Douglas Jeffers se puso rígido y taladró la oscuridad con la mirada, clavada en la forma que había visto debatiéndose en el agua. Por un instante sintió confusión.

«¿Qué diablos es eso?», se preguntó. Pero enseguida lo comprendió.

¡Era ella!

Giró en redondo y, bruscamente, apuntó con la automática a su hermano.

—¡Boswell! ¡La soga y la cinta adhesiva!

Anne Hampton fue incapaz de rechazar la orden. Agarró el petate que contenía el equipo y se lo llevó a Douglas Jeffers.

—Marty, no la jodas, no intentes nada. Limítate a extender las manos y dejar que te las ate.

Martin Jeffers, con una súbita aprensión, obedeció sin pensar, tal como haría cualquier hermano pequeño. Sintió cómo la cuerda se enrollaba fuertemente en torno a sus muñecas. Quiso quejarse, pero antes de que tuviera ocasión de hacerlo su hermano le pegó un trozo de cinta adhesiva en la boca. Levantó la vista intentando decir: «No quiero morir como un animal atado.» Pero su hermano actuaba demasiado deprisa para pararse a leerle los ojos.

—¡Boswell! Ponte ahí. No te muevas. Pase lo que pase, no te muevas.

Anne Hampton se quedó petrificada en el sitio y esperó.

Douglas Jeffers miró rápidamente en derredor, salió por la puerta abierta del porche y desapareció en la oscuridad que presionaba contra la débil luminosidad del cuarto de estar.

Permaneció unos segundos en el porche, mirando en dirección al punto en el que había visto la forma en el agua. Después buscó a un lado y a otro. Entonces se le ocurrió una idea, y se situó en posición.

La detective Mercedes Barren sintió un enorme alivio cuando sus pies y sus rodillas tocaron fondo.

Se lanzó hacia delante al comprender de pronto que el agua era ya menos profunda. Se puso de pie goteando líquido como si fueran grandes lagrimones y levantó los ojos hacia el cielo en actitud agradecida. A continuación salió del agua procurando hacer el menor ruido posible y se dejó caer sobre la playa. Hundió las manos en la arena para sentir cómo se deslizaba entre sus dedos aquel material sólido y seco, semejante a monedas de oro. Se permitió disfrutar a rienda suelta de unos instantes de felicidad y alivio.

Después respiró hondo y susurró para sí:

—Esta ha sido la parte fácil.

Se puso de rodillas y se orientó.

Seguidamente se incorporó del todo, un poco agachada, y fue hasta el principio de la playa para esconderse tras la enmarañada vegetación de matorrales y arbustos. Desde aquella posición veía las luces de la casa, pero no logró ver a nadie en el interior de la misma. Se sacó la pistola del cinturón y comenzó a avanzar.

Se abrió paso por entre los matorrales.

Era como si la noche hubiera cobrado vida a su alrededor. Captó el ruido que hizo un pequeño animal al escabullirse, tal vez una mofeta o un ratón almizclero que huía a toda prisa. Por todas partes se oía el constante canto de las cigarras, casi ensordecedor, aunque sabía que aquello no iba a enmascarar el ruido que hiciera ella.

Permaneció semi agachada, reptando casi, y fue acercándose a la casa. Se detuvo una vez para cerciorarse de que tenía el arma lista, con el seguro quitado y un cargador puesto.

—No vaciles —se susurró a sí misma por millonésima vez—. Dispara a la primera oportunidad.

Deseó oír algún sonido proveniente de la casa, pero estaba silenciosa. Continuó avanzando despacio, pacientemente. «La muerte nunca se apresura, la muerte avanza a su propio ritmo», pensó.

Llegó al borde de una pasarela de madera y alzó los ojos por encima. Vio un conjunto de sillones y más allá el cuarto de estar. Se fijó en que la puerta corredera de cristal estaba abierta de par en par, a modo de invitación.

«Bien, pues allá vamos.»

Subió gateando a la cubierta de madera pensando que cada crujido que provocaba era como una campana en medio de la noche. Se incorporó con precaución, manteniendo la postura agachada, pero ahora empuñó la pistola con las dos manos y se afianzó. La sorprendió no sentir más nerviosismo.

Estoy tranquila. Soy letal.

Se acercó al borde de la entrada.

Hizo una aspiración profunda.

Acto seguido, muy despacio, se asomó.

Al instante la embargó la confusión. Vio a Martin Jeffers atado y amordazado, sentado perpendicular a la puerta. También vio a una joven de pie, inmóvil como una estatua, a escasos metros de él. Al hermano no lo vio por ninguna parte. Dio un paso titubeante hacia la puerta.

Y entonces fue cuando oyó la voz.

—Detrás de usted, detective.

Ni siquiera tuvo tiempo de experimentar pánico.

«Estoy muerta», pensó.

Pero nada más oír esa voz giró sobre sí apuntando al mismo tiempo con la pistola, intentando situarla en posición de disparar. Acertó a vislumbrar brevemente una silueta tendida en uno de los sofás de fuera, y después todo explotó ante ella cuando Douglas Jeffers disparó su arma.

El dolor impactó en todo su ser.

La fuerza del disparo que la hirió en la rodilla derecha la hizo girar sobre sí misma como una peonza y la lanzó hacia atrás, al interior del salón, donde se desplomó en el suelo retorciéndose de dolor.

Su propia pistola se le había escurrido de las manos y había salido volando por la habitación para ir a aterrizar violentamente al otro extremo mientras ella se debatía impotente.

Cerró los ojos con fuerza y pensó: «he fracasado».

Los abrió de nuevo al oír la voz encima de ella.

—¿Es la detective, Marty? Boswell, quítale la cinta adhesiva a mi querido hermano para que pueda responder. —Douglas Jeffers permaneció de pie junto a Mercedes Barren—. Me quito el sombrero ante usted, detective. C) lo haría si llevara uno puesto.

Holt Overholser iba lanzando juramentos mientras el gran Ford avanzaba por el camino de tierra rebotando y rozando contra el suelo. Se había detenido un momento, casi rindiéndose, al llegar a la bifurcación múltiple.

—Maldición —dijo—. ¿Cuál será el camino que hay que tomar? Tiene que ser el de la flecha azul. —Tomó nota mentalmente de ponerse en contacto con los propietarios de la Gran Charca de Tisbury para informarles de que, por razones de seguridad, todos los caminos debían estar claramente señalados con nombres, direcciones y toda clase de material identificativo.

¡Maldición!

Pero cada diez metros cambiaba de opinión.

—¿Qué diablos estás haciendo, Holt? —protestó—. ¿Acaso tienes alguna buena razón para venir aquí, al refugio de la gente rica, en mitad de la noche? Dios, espero que los del ayuntamiento no se enteren de esta pequeña escapada. Debería darme la vuelta ahora mismo y largarme de aquí antes de ponerme más en ridículo.

La perorata hizo que se sintiera mejor. Siguió conduciendo.

Cuando salió del bosque y llegó al claro, su malestar se esfumó.

«Bueno, reflexionó, la verdad es que no es tan tarde, y si no pasa nada, en fin, lo más seguro es que ella agradezca que me haya preocupado. Al fin y al cabo es policía, y lo entenderá.»

Soltó una risita.

—Bien, tal vez. —Detuvo el vehículo, apagó el motor y se apeó para contemplar la noche estrellada—. Más te vale que el sitio sea éste, Holt, muchacho, porque si no vas a quedar como un imbécil.

Estaba a punto de volver a subirse al coche cuando oyó el disparo.

—Pero ¿qué ha sido eso? ¿Qué demonios ha sido eso?

Contestó él mismo a la pregunta exclamando en silencio: «A mí me ha sonado como el disparo de una pistola. Maldita sea. Maldita sea. ¿Qué diablos estará pasando?»

Se subió al coche y pisó el acelerador.

Martin Jeffers no le preguntó cómo los había encontrado. Se limitó a decir lo que le vino a la cabeza:

—Lo siento, Merce. —Cayó en la cuenta de que era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila—. Siento que nos hayas encontrado…

—Pero ha sido lista, muy lista. Dígame, rápidamente, ¿cómo lo ha hecho? ¿Cómo lo ha adivinado? —intervino Douglas Jeffers.

—Por una cosa que dijo uno de ellos —gimió la detective Barren.

—¿Uno de quiénes?

Respondió Martin Jeffers.

—Ha debido de estar hablando con mi grupo de terapia. Fueron ellos los que me inspiraron la idea de venir aquí.

Douglas Jeffers miró a su hermano.

—Todos somos «niños perdidos» —afirmó, y después miró a la detective—. Lista. Muy lista.

Mercedes Barren se retorcía de dolor en el suelo. Deseó poder lanzarle una mirada desafiante, pero el dolor que le recorría todo el cuerpo igual que un desenfrenado impulso eléctrico le impedía adoptar ninguna expresión de bravura. Se dio cuenta de que se le estaban llenando los ojos de lágrimas. «Lo he intentado —pensó—, he hecho todo lo que he podido; lo lamento.»

Douglas Jeffers le apuntó a la cabeza con su automática.

—Esto es como pegarle un tiro a un caballo que se ha roto una pata. —Dudó unos instantes—. Voy a darle unos segundos, detective. Prepárese para morir.

Ella cerró los ojos y pensó en Susan, en su padre, en John Barren. «Lo lamento —pensó—. Lo lamento muchísimo. Me gustaría despedirme de todos vosotros, pero no tengo tiempo.» De pronto abrigó la esperanza de que hubiera un Cielo y de que aquel dolor la lanzase directamente a los brazos abiertos de sus seres queridos. Se apretó los brazos con fuerza y se dijo que estaba preparada para morir.

La explosión la absorbió por entero.

La cabeza le dio vueltas en rojo y en negro, en un movimiento vertiginoso, fuera de control.

«Estoy agonizando…» Pero entonces se dio cuenta de que no era así.

Abrió los ojos y vio a Douglas Jeffers de pie sobre ella, con la pistola todavía suspendida en el aire, pero sin haberla disparado.

Y le dio la impresión de que retrocedía a cámara lenta.

Buscó frenéticamente con la mirada, y vio a la joven que estaba de pie a escasos metros. En sus manos estiradas sostenía la enorme pistola de la detective Barren.

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