Retrato en sangre (66 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Salió de la avenida principal y se introdujo de lleno en Pennington. Vio las escenas típicas de una tarde en las ciudades dormitorio: padres que llegan a casa vestidos de traje, niños jugando en las aceras o en los jardines, madres preparando la cena. De algún modo todo aquello le chirrió un poco; parecía demasiado normal, demasiado ideal. Descubrió a un par de chicas adolescentes riendo en una esquina de la calle, con las cabezas juntas en la típica actitud de complicidad. ¡Pero no estaban a salvo!… La idea la aterrorizó. Se le encogió el corazón y sintió que le faltaba el aliento. Experimentó la imperiosa necesidad de parar y gritarle a todo el mundo: «Sois felices, ¡pero no sabéis nada! ¡No lo entendéis! ¡Ninguna de vosotras está a salvo!»

Soltó el aire despacio y giró para tomar la calle de Martin Jeffers. Hizo un alto en mitad de la calzada, apenas mirando a su alrededor. No tenía ganas de ver más retratos de despreocupada felicidad. No quería más estampas de Norman Rockwell. Volvamos a Salvador Dalí.

Se bajó del coche y paró en seco.

De repente se le puso la carne de gallina.

«Aquí pasa algo —pensó—. Hay algo que no concuerda.»

De pronto la cabeza le dio vueltas.

«¡Está aquí!»

Miró frenéticamente a un lado y a otro, pero no vio nada que no estuviera donde debía estar. Se informó a sí misma de que estaba mostrándose excepcionalmente paranoica, pero aun así escrutó las ventanas de las casas de la calle intentando detectar un par de ojos clavados en ella.

No vio ninguno.

Moviéndose muy despacio, se pasó el bolso al costado derecho. Procurando ser lo más discreta posible, bajó la mano por detrás de la solapa de cuero marrón. La nueve milímetros ocupaba casi todo el espacio del bolso. Asió la culata.

Experimentó un instante de pánico. «¿Tiene una bala en la recámara?» No se acordaba. Quitó el seguro y se dijo a sí misma que debía suponer que no había ninguna bala en la recámara. «Primero amartilla la pistola. Estás actuando como una neurótica, porque no pasa nada, pero de todas formas introduce un cartucho.» Sin soltar la pistola, deslizó la mano izquierda al interior del bolso, echó hacia atrás el mecanismo y lo dejó cargado, listo para disparar. Notó que el corto vello de los brazos se le ponía de punta y se imaginó a sí misma como si fuera un perro, olfateando olores desconocidos, con el pelaje del lomo erizado, sin entender de verdad cuál era el peligro pero aceptando las exigencias de un instinto desarrollado a lo largo de muchos siglos.

Miró hacia el apartamento de Martin Jeffers y sintió la boca seca.

«¿Dónde está su coche?» Su cerebro gritaba alarmado.

Dio un paso a un costado, después otro, para asomarse al pequeño camino de entrada de la casa. No había ningún coche. Salió de nuevo a la calle para mirar mejor arriba y abajo.

No había coche.

Se dijo a sí misma que a lo mejor el médico había ido al «deli»; que seguramente eso era.

Pero todos los nervios de su cuerpo le decían que aquel pensamiento tranquilizador era falso. Se cercioró de poder sacar la pistola del bolso sin trabas cuando así se lo exigiera la situación.

Fue hasta la puerta principal y entró.

Lo que vio hizo que el alma se le cayera a los pies.

El correo de Martin Jeffers yacía sin recoger en el suelo, delante del apartamento.

—No. ¡No!

Fue hasta la puerta y sacó la pistola. Con la mano que le quedaba libre golpeó el marco de madera.

No hubo respuesta.

Aguardó un momento y luego volvió a golpear.

Nada.

No hizo ningún esfuerzo por ocultar el arma cuando salió al exterior y dio la vuelta al edificio. Miró por las ventanas y se detuvo delante de la que había abierto ella misma para colarse en el apartamento, hacía ya tanto tiempo.

No captó movimiento alguno. El interior permanecía oscuro.

Regresó a la puerta principal y golpeó otra vez.

Y una vez más le respondió el silencio.

Dio un paso atrás y se quedó mirando la puerta cerrada. Le pareció extrañamente simbólico.

«Me han dejado cerrada aquí fuera. Debería haberlo imaginado, y lo imaginé, sólo que me negué a aceptarlo, me negué a creer que fuera a dejarme aquí fuera. Ellos son hermanos.»

Y entonces se derrumbó y se sentó en los escalones que llevaban a los pisos superiores del edificio.

—Se ha ido —se dijo a sí misma en tono inexpresivo—. Lo sabe y se ha ido.

Sintió una momentánea oleada de rabia que se evaporó tan rápido como había llegado. Permaneció sentada, sin sentir nada y sintiendo sobre ella una enorme y absorbente nube gris de derrota que hizo llover desesperación sobre su corazón.

Un camión enorme había quedado atravesado en la carretera 95, no lejos de Mystic, Connecticut, lo cual causó un atasco en el tráfico que abarcaba como diez kilómetros. Martin Jeffers se removió impaciente en su asiento, con el rostro bañado por las luces estroboscópicas azules y amarillas de una ambulancia y de los vehículos de la policía estatal. Cada pocos segundos se iluminaban los pilotos traseros del coche que tenía delante y se veía obligado a pisar el freno. Odió aquel atasco; se entrometía en la frenética presión de los recuerdos que acudían a él desde los recesos de su imaginación. Intentó pensar en los buenos momentos que habían compartido, instantes en el tiempo que crean la relación entre hermanos: una noche de acampada, la construcción de una casita en un árbol, una titubeante y embarazosa conversación sobre chicas que se transformó en una charla sobre la masturbación. Aquello lo hizo sonreír. Doug jamás reconocía nada, pero siempre tenía a mano los consejos de una persona que practicaba con frecuencia, con independencia del tema. Le vino a la memoria una ocasión, cuando él tenía seis o siete años, en que fue agredido por otros niños del barrio armados hasta los dientes con bolas de nieve. Fue incapaz de devolver con la misma intensidad los misiles y las burlas de los otros. Aquél fue un reto inocuo, provocado no por la competitividad o la animosidad, sino por los quince centímetros de nieve recién caída y por el hecho de que aquel día se hubieran suspendido las clases. Doug escuchó el relato que hizo él de la emboscada y el ataque y acto seguido se puso una bufanda, un chaquetón de invierno y unos chanclos de goma y salió por la puerta trasera de la casa. Su hermano se apresuró a seguirlo, ambos dieron la vuelta a la manzana y finalmente llegaron al lugar en cuestión desde atrás, recorriendo los cincuenta últimos metros arrastrándose por el suelo, por detrás de un seto cargado de nieve. Su ataque fue semejante al de un grupo de comandos y obtuvo un maravilloso éxito. Hubo dos lanzamientos que se estrellaron en las caras de un par de los agresores antes de que éstos tuvieran idea de dónde provenían las granadas.

Martin Jeffers pensó bruscamente que ya en aquel entonces su hermano Doug sabía cómo acechar a su presa.

Miró adelante y vio una hilera de bengalas anaranjadas que ardían en la carretera. Había un policía estatal armado con una linterna amarilla que hacía avanzar a los coches con grandes gestos. Aun así, la gente frenaba para contemplar el accidente.

«Siempre nos fascina el desastre.»

«Retorcemos el cuello con tal de ver la pesadilla. Frenamos para investigar las desgracias.»

De repente deseó estar él por encima de la curiosidad, pero comprendió que no lo estaba, fa también frenó al pasar, y acertó a captar un breve vislumbre de una figura cubierta por una manta, tendida en el asfalto, en la inmovilidad de la muerte.

En la Antigüedad, se acordó, el viajero que descubría un augurio tan inoportuno le daba la espalda, agradecido de que los cielos le hubieran enviado una señal que presagiara la tragedia que lo aguardaba.

«Pero yo soy moderno, yo no soy supersticioso.»

Siguió conduciendo. Consultó su reloj de pulsera y comprendió que iba a perder el último transbordador de Woods Hole.

—Maldición, voy a tener que coger el primero de por la mañana.

Esperaba que la empresa transbordadora todavía tuviera en funcionamiento el barco de las seis. Se acordó de que había un buen motel cerca, desde el que se podía ir andando al embarcadero. Por un momento acarició la idea de llamar a la detective cuando se hubiera registrado en el mismo; no para comunicarle dónde estaba, sino para pedirle disculpas e intentar explicarle que estaba haciendo lo que tenía que hacer, lo que le dictaban los vínculos familiares. Quería que ella lo perdonase. Quería que ella se perdonase a sí misma. «Se reprochará a sí misma haberme dejado solo, aunque sólo haya sido durante unos minutos. Debería comprender que ha habido muchas ocasiones en las que yo podría haberla abandonado.» Sabía que aquélla era justo la racionalización que la pondría furiosa. «Bueno, te equivocaste con lo de New Hampshire. Puede que también te equivoques ahora con Finger Point. El cerebro engaña al corazón.»

—Puede que no esté ahí —expresó Martin Jeffers en voz alta—. Puede que esto no sirva más que para ponerme yo solo en ridículo llamando a la puerta de una familia que está de vacaciones y que se imaginará que estoy loco, y nada más.

Salió de su mente la detective Barren y fue sustituida por su hermano. Experimentó un gran vuelco en su interior. Se vio atrapado en un fuerte conflicto de sentimientos. Dos partes iguales, una que exigía que se enfrentase a su hermano, y otra que abrigaba la esperanza de que no tuviera que hacerlo.

La noche había ido asentándose, y se sintió más solo de lo que se había sentido nunca desde aquella noche en New Hampshire, ya más de tres décadas atrás.

La detective Mercedes Barren permaneció inmóvil en los escalones de la entrada del apartamento de Martin Jeffers, dejando que la envolviera poco a poco la oscuridad.

Estaba llena de recuerdos propios; de su marido, de su sobrina. Vio mentalmente un retrato de Susan, pero no de la Susan que había sido estrangulada, agredida sexualmente y arrojada debajo de unos helechos del parque, sino la Susan que venía a cenar, a poner la música a todo volumen y a bailar a su casa, inundada de ruido, a duras penas capaz de contener toda la vitalidad de la joven. Luego aquella imagen se disipó y la detective Barren la recordó de niña, toda vestida de rosa y con lazos, corriendo a su encuentro, haciéndola sentirse, aunque sólo fuera por un instante, completamente llena, completamente amada. Pensó en John Barren, volviéndose hacia ella en mitad de la noche con exigencias amorosas, y en la cálida y familiar sensación de recibirlo en su cuerpo. «Si lo hubiera sabido —pensó—; si alguien me hubiera dicho "procura que cada momento sea especial, porque te queda poco tiempo".»

Luego se vio a sí misma de pequeña, aferrada de la mano de su padre.

Volvió la vista hacia la puerta oscura del apartamento de Martin Jeffers. «Bueno, utiliza la lógica de tu padre. Es lo único que te ha dejado en herencia. Ya te ha ayudado en otras ocasiones. ¿Qué haría él?»

«Examina los hechos. Investiga cada elemento.»

—Muy bien —se dijo con sensatez—. Procedamos con simplicidad.

Jeffers le había dicho que se encontrarían allí.

Una mentira.

Había sido una mentira fantástica. Simple, amable, sobre todo el detalle de los sándwiches. Se había servido de la familiaridad de los últimos días.

Pero ¿cuándo había empezado a mentir?

Repasó el último encuentro entre ambos, en el despacho de él. Jeffers no señaló que hubiera cambiado nada, pero era evidente que sí había cambiado algo. No había recibido llamadas telefónicas, no había correo, Estaba claro que no había regresado a su apartamento y sin embargo decidió marcharse. Dicha decisión tuvo que tomarla antes del encuentro en el despacho. La detective repasó la situación una vez más. No, pensó rápidamente, no había ningún indicio de Douglas Jeffers.

Así que tuvo que haber sido algo que el médico había recordado de golpe.

Se recostó en la oscuridad y reflexionó profundamente.

Jeffers hizo las visitas de pacientes individuales y después acudió a la sesión con aquel horrendo grupo de degenerados. Luego regresó al despacho y empezó a mentir, y después desapareció. La detective Barren se incorporó y por fin se puso de pie. Se puso a pasear por la entrada, en honda concentración. Su agotamiento desapareció barrido por la furia de su cerebro, que trabajaba a toda velocidad. Sintió una embestida de adrenalina que la recorrió de arriba abajo.

«De vuelta al caso. Estás otra vez de vuelta en el caso. Actúa como una detective. Claro que ahora tienes dos presas en vez de una.»

—Muy bien —dijo en voz alta—. Empecemos por el hospital. Empecemos por los pacientes que visitó. Hay que pedirle la lista a la secretaria. Si ella no quiere dármela, se la robaré.

Aquellas últimas palabras levantaron eco en el pequeño recinto.

Respiró hondo. De nuevo vio a su sobrina, a su marido, a su padre. Sonrió y apartó aquellas imágenes de su cabeza. «Al trabajo», se dijo. Y reemplazó aquellas visiones con retratos de Martin y Douglas Jeffers.

«Voy por vosotros. Os estoy siguiendo los pasos.»

La débil luz del amanecer iluminaba la proa del transbordador, y Martin Jeffers sintió cómo lo envolvía el frío de la madrugada. Se subió un poco más el cuello de la bata de laboratorio y dejó que lo azotara la brisa. Veía ante sí varias millas de un liso océano verde grisáceo que resplandecía bajo las primeras luces. Se volvió de espaldas al viento y contempló la isla que se erguía a lo lejos. Distinguió la costa bordeada de bonitas viviendas de verano y también, un poco más allá, el blanco resplandor de Vineyard Haven, donde se detendría el transbordador. El sol incidía sobre una hilera de media docena de depósitos de combustible que había junto al embarcadero. En el puerto, decenas de veleros cabeceaban en sus amarres. Pensó en el leve ruido de chapoteo que hacían las olas pequeñas contra el casco de un velero.

El transbordador avanzaba con rapidez por el mar. Cuando comenzó a aproximarse a la rampa, hizo sonar una sola vez la estridente bocina de aire. Martin Jeffers vio que algunos pasajeros daban un respingo, sobresaltados por el ruido.

El transbordador se detuvo con un leve topetazo y sus enormes motores de gasóleo terminaron de acercar la proa al embarcadero. Se produjo una pausa momentánea mientras se abatían las pasarelas y empezaba a bajar la gente. Martin Jeffers se abrió paso por entre aquella muchedumbre de madrugadores. Los coches que aguardaban para subir al transbordador ya estaban alineados a lo largo de la calle. Aquello le recordó a Jeffers lo cerca que estaban de que finalizara el verano, ya que el barco en el que había venido él se encontraba casi vacío. De regreso al continente iría lleno.

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