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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (22 page)

BOOK: Riesgo calculado
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—No quiero ocultaros nada a vosotros dos —les dije—. La semana pasada tenía a tiro un puesto muy importante en el Banco de Reserva Federal: directora de seguridad. Me he pasado la vida trabajando para remediar el modo lamentable en que se dirigen los bancos; al menos he aportado mi modesta contribución. Pero me encuentro en un punto muerto; no puedo ascender más y lo sé. En el banco no hay ninguna mujer que sea vicepresidente ejecutivo ni que forme parte de la junta de dirección. Es improbable que viva lo suficiente para alcanzar alguno de mis objetivos, pero podría haberlo conseguido en el Fed.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Tavish.

—¿A ti qué te parece? Kiwi me hizo sabotaje. ¿Adivinas por qué?

—Estarías por encima de él y le obligarías a hacer todo lo que se ha negado a realizar hasta ahora —dijo Tavish—. Como gastar cincuenta centavos en algún tipo de control.

—Así que se trata de una
vendetta
—intervino Pearl con una sonrisa—. Quieres que te ayudemos a robar en sus sistemas para demostrar que es un bobo ignorante.

—Creo que empezó siendo así —admití—, pero he comprendido unas cuantas cosas desde entonces. Kiwi no es más que la punta del iceberg, hay muchos más como él. Quiero desenmascararlos a todos, pero necesito vuestra ayuda.

—Pongamos las cosas en claro —dijo Tavish, y bebió un sorbo de café—. ¿Vamos a desenmascarar a todo banquero infame sobre la tierra y a obligar a la comunidad internacional de banqueros a comportarse como caballeros de un solo golpe, limitándonos a demostrar que podemos introducirnos en un pequeño sistema del Banco del Mundo?

Se mostraba cínico, pero me di cuenta de que había utilizado el «nosotros». Sonreí.

—Me adhiero a este arisco escocés —dijo Pearl—. Creo que te has dejado llevar demasiado lejos, pero aún podemos parar todo esto. Lo siento; debería haberte comentado por teléfono que Tavish y yo hemos hecho algo en tu ausencia que podría cambiar tus planes.

—Teníamos que hacerlo —intervino Tavish—. No creíamos que fueras en serio con esa idea loca del robo. Temíamos que te enviaran a Frankfurt en pleno invierno, con lo cual nosotros habríamos acabado trabajando para otros Kiwi y Karp parecidos, con todas las de perder.

—¡Oh, no! —exclamé. El corazón me dio un vuelco—. Será mejor que me digáis lo que habéis hecho.

—Hemos enviado un informe oficial al Comité de Dirección —contestó Pearl—, recomendando que te quiten el control del círculo de calidad…

La furia me cegó. Tuvieron que tranquilizarme y pedir otra copa. Después de tantas maquinaciones y planes, ahora resultaba que aquellos dos habían acabado con el círculo de calidad y con mi apuesta. Me sería imposible idear un nuevo plan como aquél en tan poco tiempo, sobre todo después de que ése hubiera fallado. Si no conseguía salir de aquel lío, al cabo de un mes me vería trabajando para Tor en Nueva York.

Se deshicieron en excusas, pero sin dejar de señalar la sensatez de su acción. Por fin consiguieron calmarme lo suficiente para que escuchara el relato exacto de lo que habían hecho.

—No hemos dicho exactamente que el círculo de calidad no debería trabajar para ti —me aseguró Pearl—. Sabíamos que Kiwi planeaba hacerse con el control del grupo y quizás utilizarlo contra Karp, pero necesitaba asegurarse de que nuestro ataque no afectaría a ninguno de sus sistemas. Te hubiera mandado a Frankfurt. Nosotros no podíamos hacer nada para oponernos.

—Así que le dijimos —añadió Tavish— que, debido a la delicada naturaleza de nuestro trabajo, el círculo de calidad no debía informar a ningún director que estuviera a cargo de sistemas de movimiento de dinero. Después de todo, ésos son los sistemas que se supone que debemos atacar, ¿correcto?

—Pensamos que si te quitábamos el control del equipo, Kiwi no se empeñaría en enviarte lejos —dijo Pearl—. Supongo que lo hemos echado todo a rodar, ¿no?

—Quizá no —contesté yo, sintiéndome agotada. Sin embargo, la ira se había desvanecido; después de todo, lo habían hecho con la mejor intención—. ¿Sabéis a quién van a asignarle el equipo? No pueden dárselo a Karp; él también maneja sistemas monetarios.

Pero cuando reflexioné sobre el asunto, comprendí que no habría director alguno en el banco que aceptara la responsabilidad de un grupo como el mío sin diluir antes su trabajo hasta que quedara irreconocible. Sería como sacar a relucir los trapos sucios de los propios colegas.

—Nuestra propuesta dice que no deberíamos informar a nadie —explicó Tavish—. O al menos que no deberíamos seguir los cauces oficiales. Se supone que estamos por encima de todo eso.

—Tienen que colocaros en alguna parte —le dije—. No sois una manada de lobos errantes; tenéis una misión oficial, bendecida por el más alto Comité de Dirección del banco.

Entonces lo comprendí; todavía no se habían redactado las normas. Quizás aún no fuera demasiado tarde.

—¿Y si me uniera yo misma al círculo de calidad, como coordinadora? —sugerí.

Me miraron fijamente.

—Cariño —dijo Pearl, poniendo una mano sobre la mía—, para eso tendrías que dejar el departamento que ahora diriges. Te encontrarías en el fondo del barril, flotando en el escabeche. ¿Sabes cuánto te costaría salir trepando de ahí?

—¿Harías todo eso —se admiró Tavish— sólo para demostrar que puedes robar dinero del banco? Realmente debes de estar loca.

—Ya os he dicho que he hecho una apuesta —dije, y sonreí de nuevo al pensar en ello—. Y en este caso, quizás haya más honor entre ladrones que entre banqueros. El caballero del que estoy hablando ha apostado a que él es mejor ladrón que yo. No puedo dejar que siga creyéndolo.

—Tal vez el mundo entero se haya vuelto loco —filosofó Tavish—. Y pensar que la semana pasada creía que Karp era el mayor problema de mi vida. —Me miró y se echó hacia atrás un rizo de cabellos rubios—. Bien, ¿quién es ese amigo tuyo que cree que puede, y que debería, robar más dinero que tú?

—¿Has oído hablar del doctor Zoltan Tor? —pregunté.

Se quedaron callados unos instantes.

—Cené con él anoche en Nueva York —le aseguré—. Hace más de diez años que nos conocemos.

—He leído todos los libros del doctor Tor —le contó un excitado Tavish a Pearl—. Es un genio, un mago. Él fue el causante de que me metiera en el mundo de los ordenadores cuando no era más que un niño. ¡Dios mío, cómo me gustaría conocer a un hombre como él! Pero ya debe de estar chocheando.

—Sólo tiene treinta y nueve años, y se conserva muy bien —respondí con una sonrisa—. Me has preguntado quién había hecho la apuesta conmigo. Me temo que ése es el tipo de juego que más le gusta a Tor.

Los puse al corriente de lo que había ocurrido y ellos no pronunciaron palabra durante toda mi explicación. Cuando terminé, Tavish estaba radiante. Pearl se frotó la cara con las manos.

—Cielo, realmente te mereces un diez —me dijo—. Aquí me tienes, acusándote todos estos años de ser una mojigata. Lo retiro; si estás dispuesta a lanzarlo todo por la borda por una apuesta, eres algo más que un banquero con traje de franela gris.

—No sólo es una apuesta —interpuso Tavish en mi defensa—. Es por principios y, francamente, creo que tiene razón. Ahora lamento que hayamos enviado esa carta y espero que no lo hayamos echado todo a perder. Me gustaría ayudarte a ganar la apuesta.

—Quizá fue una medida correcta —le contesté—. En cualquier caso, no nos queda otro remedio que intentar hacer que funcione. ¿Acaso no somos un equipo?

Los dos pusieron las manos encima de la mía sobre la mesa.

—Entonces, es preciso conseguir una copia de esa carta para que yo pueda leerla. El lunes debemos ir preparados para la escaramuza.

El lunes 7 de diciembre era el principio de la tercera semana después de mi noche en la Opera. Parecía una eternidad.

Pavel apareció en la puerta de mi despacho con una taza de café en la mano. Le entregué el regalo que le había traído de Nueva York en su caja azul celeste de Tiffany. Intercambiamos la taza por la caja y me siguió al interior de mi despacho mientras desataba la cinta de raso blanco.

—¡La divina Sarah! —exclamó, cuando vio la vieja fotografía de Sarah Bernhardt que me había dado Lelia en un marco de plata art deco—. Es de la
Salomé
de Osear Wilde, ¡justo antes de hacerle el amor a la cabeza cortada del Bautista! Me encanta, la pondré sobre mi tocador. Pero, hablando de cabezas cortadas, ¡espero que sepa lo que está a punto de pasarle a la suya! Lord Willingly ha tenido una semana realmente agitada: hibernación, gafas oscuras como una estrella de cine, cortinas echadas, letrero de «No Molestar» en la puerta… Y quiere que vaya a verle antes de nada. Al parecer, su pequeño círculo de calidad le trae de cabeza. Tengo el oído atento, ya sabe.

—Aún no he llegado —le dije, sorbiendo la infusión tibia.

—Me temo que sí ha llegado —me informó con una mueca—. Hay un problema aún peor. Lawrence ha telefoneado esta mañana, casi al amanecer, justo cuando acababa de entrar por la puerta. Al parecer, los leones sí se pelean cuando sólo hay un cristiano que devorar.

El conjunto de despachos de Lawrence estaba en el último piso y consistía en un conglomerado de espacios acristalados que se extendían como una fortaleza feudal dominando la ciudad.

En el negocio de la banca, el poder se mide por metros de moqueta, y Lawrence había acaparado el mercado de moqueta gris. Tardé diez minutos en recorrer la distancia desde la puerta de su despacho hasta su mesa, pero ya había estado antes allí, de modo que conocía los escollos de la travesía. Si extendías la mano demasiado pronto, dabas la impresión de ser un pato tratando de salir del lago bajo un fuerte viento, atascado en el lodo antes de alcanzar la otra orilla.

De los muchos ejecutivos del Banco del Mundo, Lawrence era el único que no se metía jamás en política ni en intrigas; para él no existían los chismorreos de vestuarios. Lawrence no creía en la efectividad de conspirar contra los demás, sino en la de hacerse con un completo dominio sobre ellos. Era el rey del lavado de cerebro total, una expresión que en el mundo de la banca significa: «Házselo a los demás antes de que te lo hagan a ti».

Su despacho era el arma clave de aquel juego. Le gustaba llevar a cabo las reuniones en su despacho siempre que fuera posible. Cuando entrabas en aquella tierra de nadie, la ausencia de color te circundaba como un campo de batalla envuelto en la niebla. Todo era neutro, sombras de gris claro y gris oscuro, y tú sabías que estabas perdiendo terreno sin saber dónde estaba el terreno en realidad.

Carecía de las comodidades habituales; no había papeles cubriendo la mesa, ni tampoco diplomas o cuadros en la pared, ni instantáneas de la mujer y los hijos sobre una estantería, ni ninguna otra cosa a la que la vista pudiera aferrarse en busca de refugio. El efecto era el de un arma neutralizadora aplicada a tu psique; todo se veía tan reducido a la nada que prácticamente desaparecía. Todo excepto Lawrence.

En aquel fondo semejante a un vacío, su persona ardía como una llama fría y dura. Era un hombre sin lazos, sin compromisos, sin estúpidas emociones que obstaculizaran su habilidad para tomar decisiones. Tenía cuarenta años, era delgado, atractivo y letal.

Cuando entré en su despacho, Lawrence llevaba un traje gris y gafas con montura de oro. Sus cabellos rubio ceniza, grises en las sienes, brillaban a la luz del sol que entraba por las paredes de cristal. Se levantó y me miró sin expresión alguna mientras yo cruzaba la estancia, como una araña observando a un insecto que entrase en su red, sin importarle si éste llegará a tiempo para la comida o para la cena. Lawrence era un depredador nato, pero no de la especie habitual. Era del tipo que mata por instinto y no por la supervivencia; en él, se trataba de una simple rutina.

—Verity, siento haberte pedido que vinieras con tan poco tiempo de antelación. Me alegra que hayas podido hacerme un hueco.

A Lawrence le gustaba llamarte por el nombre de pila de inmediato para que así te sintieras cómodo, aunque su tono sugería que, de no ser por su buena voluntad, no hallarías lugar alguno en el planeta donde sentirte cómodo.

El poder implica cierto protocolo. Por ejemplo, la disposición de los asientos; es decir, la posición del que ejerce el poder con respecto a la del sujeto sobre el cual éste se ejerce. La gran mesa de fresno de Lawrence lo colocaba al menos a tres metros y medio de su presa, y la silla en la que me indicó que me sentara debía de dejar mi cabeza unos treinta centímetros por debajo de la suya.

—Sentémonos allá para poder hablar mejor —sugerí, indicando una zona de asientos cerca de las ventanas más alejadas, donde ninguna mesa se interpondría entre nosotros.

Lawrence sacó el mejor partido posible de la situación, sentándose en una silla donde los reflejos del edificio que había al otro lado de la calle formarían cuadrados sobre la superficie de sus gafas con montura de oro. Al darme cuenta, hice algo que probablemente no tenía precedente: moví mi silla hasta que pude mirarle directamente a los ojos.

Mirar a Lawrence directamente a los ojos no era una experiencia agradable; poseía la rara habilidad de dar la impresión de que cerraba las pupilas, como los gatos, cuando no quería revelar lo que estaba pensando.

—Acabas de volver de Nueva York, según tengo entendido —empezó, cuando nos hubimos instalado—. Ah, te envidio. Mis primeros diez años en el banco los pasé en la agencia de Manhattan. Cuéntame qué has hecho, ¿has ido al teatro?

Aquella campechanía inicial no debía confundirse con las bromas ociosas. Se sabe de depredadores que se hacen amigos de su comida y juegan con ella durante horas, antes de comérsela.

—No he tenido tiempo para eso, señor —le contesté—. Pero he ido a muchos restaurantes excelentes, ¡cómo verá cuando reciba el informe de mis gastos!

—Ja, ja. Veo que tienes sentido del humor, Verity.

Lawrence era la única persona a la que yo había visto reír sin sonreír.

—Quizá sepas ya, Verity, que en tu ausencia he recibido un informe del círculo de calidad que diriges.

—Se lo enviaron siguiendo mi consejo, señor-le expliqué, tal como habíamos acordado Pearl, Tavish y yo.

—¿Te das cuenta, Verity, de que ese documento propone que el círculo de calidad quede fuera del alcance de todos los que controlan sistemas de producción y, en concreto, de quienes dirigen los sistemas directos desde donde se manejan los recursos financieros del banco?

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