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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (25 page)

BOOK: Riesgo calculado
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Tor suspiró y se incorporó.

—No se trata de robar treinta millones, sino de ganar treinta millones —explicó pacientemente—. Para eso se necesitan mil millones en valores pignoraticios.

—Entonces toma prestados títulos más altos para que yo los copie —sugirió Georgian con su lógica marca de la casa.

—Hago todo lo que puedo —contestó Tor, poniendo énfasis en cada palabra—. Considerando que tengo que coger lo que las empresas tienen a bien transferir, y que tú te has convertido en el maestro Zen del grabado, es decir, la perfección o nada, ¡yo diría que no acabaremos con esta pequeña travesura hasta el próximo junio!

—No entiendes nada —dijo Georgian con lágrimas en los ojos—. Tengo que preparar una plancha nueva: hacer la foto, revelar la película, realizar el grabado con ácido…, o sea, todo el proceso, para cada maldito bono que entre por esa puerta. Cada uno de ellos requiere demasiados pasos. Además —añadió cogiendo un bono y agitándolo en las narices de Tor—, la mitad de los números de estas tonterías ni siquiera están grabados, se limitan a imprimirlos en una prensa normal. No veo por qué he de esforzarme tanto…

—¿Qué has dicho? —exclamó Tor, arrancándole el bono de la mano y examinándolo detenidamente. Luego sonrió lentamente y miró a Georgian—. Mi pequeño genio cabeza de chorlito —le dijo en tono irónico—. Creo que acabas de salvamos el cuello a todos.

Tor engullía su segundo plato del delicioso
minestrone
de Lelia mientras acababa de explicarle el anverso del bono a Georgian.

—Podemos grabar casi toda la cara delantera antes de hacemos con el bono auténtico que queramos copiar. El dibujo de la orla, el nombre y el número del emisor no cambian nunca, independientemente de la cantidad o del número de serie del bono.

—Correcto —asintió Georgian—. Todo lo demás puede fotografiarse e imprimirse a partir de la foto, sin necesidad de hacer planchas de grabado. Es decir, todo menos la denominación del bono, su «valor nominal». Eso se diría que está grabado, más que impreso, en cada tipo de bono.

—De acuerdo, pero…, pasa los dedos por encima de ese número —dijo Tor—. Quizás esté grabado, pero sólo tiene un poco más de relieve que las partes del bono impresas. Además, la denominación se halla situada en el centro del título. Si la orla de alrededor está grabada, y eso es lo que con toda probabilidad se toca al revisar un montón de títulos, resultará muy difícil detectar si uno de los floridos números del centro está grabado o impreso.

—Sin duda así reduciríamos el tiempo necesario —admitió Georgian—. Podría hacer un negativo fotográfico para cada ocho títulos y grabar directamente a partir del negativo. Sería mucho más fácil que hacer la foto y luego preparar ocho planchas de grabado antes de imprimir.

—Muy bien, de acuerdo, estoy dispuesto a correr ese riesgo si tú lo estás —anunció Tor—. Después de todo, soy yo quien tiene que entregar los títulos falsos en el Depository Trust. Será a mí a quien pillen si los documentos no pasan la inspección.

—Me encantaría estar allí para hacerte una foto —bromeó Georgian, riendo. Pero parecía realmente preocupada—. ¡Me pongo tan nerviosa cuando la más mínima cosa sale mal! —explicó—. Me siento como si nos hubiéramos metido en una pesadilla…

—No hay tiempo para pesadillas, ni tampoco para sueños —interrumpió Lelia, que llegaba para llevarse los platos de sopa—. No debéis dejar para mañana lo que podáis hacer pasado mañana.

—Muy bien, madre. —Georgian rió—. Trae el secador, al parecer vamos a ponemos a trabajar.

Eran las dos y media cuando Lelia entró en el antiguo vestíbulo impregnado de olor a pescado del South End Yacht Club, más abajo de Whitehall, en el East River Drive. Llevaba un sobre bajo el brazo que contenía los veinte títulos terminados.

—Perdone, señora —la detuvo el portero—, pero no puede entrar a menos que vaya acompañada de un miembro del club.

—Pero es que el doctor Tor me está esperando. Se trata de un asunto de
grave urgence
—explicó Lelia.

—Quizás algo le haya retenido —dijo el portero—. Hoy no ha venido.

Lelia estaba a punto de protestar cuando el portero miró hacia la puerta alarmado. Tor subía corriendo los escalones cubierto de lodo, con la raída chaqueta de tweed, los pantalones desteñidos y las cestas de la bicicleta colgando del hombro.

—Me alegra que me haya esperado, querida —dijo, agarrando a Lelia de la manga del abrigo de piel con grandes precauciones—. George, ésta es la baronesa Daimlisch. Tomaremos el té en el comedor privado, ya está reservado. Y mándanos una botella de ese clarete del treinta y dos, si eres tan amable.

El atónito portero trató de no mirar el atuendo de Tor, pero abrió el armarito que tenía a su espalda y sacó una corbata con la diminuta insignia del club. A continuación se la tendió a Tor, que se la colocó alrededor del cuello de su suéter color vino y se hizo el nudo. Tor le ofreció el brazo a Lelia y ambos se dirigieron al comedor.

—¡Ah, George! —añadió Tor por encima del hombro—. Y no pierda de vista mi bicicleta, por favor. Está justo delante de la puerta.

—Por supuesto, señor-replicó George.

—Este clarete es excelente —dijo Lelia, sentada junto a la chimenea del comedor privado del club, tenuemente iluminado y con paredes revestidas de madera.

—Y estos grabados son exquisitos —replicó Tor, hojeándolos cuidadosamente—. Ahora los pondremos en las carteras correspondientes para entregarlos. He cogido unos cuantos más mientras usted y Georgian trabajaban en éstos. Ahora son las tres menos cuarto. ¿Cree que podrá volver a casa, copiarlos y volver a las cinco para que yo pueda entregados en el Depository?

—Será
dificile
—opinó Lelia—, pero ha hecho todo esto en menos de una hora. El problema es el tiempo que yo necesito para venir hasta aquí desde el metro, aunque es más rápido que hacer todo el trayecto en taxi.

—Entonces, quizá sea mejor que nos encontremos en el metro —sugirió Tor—. Y no más pausas para comer o para cócteles a partir de hoy. El tiempo es esencial, así que me alegra que esté dispuesta a ser nuestro enlace. No obstante, espero que comprenda que está corriendo un riesgo.

—¿Qué es la vida si uno teme correr riesgos? —dijo Lelia.

Tor asintió y miró uno de los títulos falsos. Pasó los dedos por el número festoneado que había en el centro y que rezaba: «$5.000 y n.º/ 100», un número que había sido impreso en lugar de grabado. Sólo un experto percibiría la diferencia. Era la frase que había seis líneas más abajo lo que le preocupaba. No por su aspecto, sino por lo que decía: «Salvo amortización anticipada, según se menciona».

Habían copiado un bono amortizable por anticipado, un título que podía ser «recuperado», como un pagaré, si el emisor deseaba amortizarlo anticipadamente. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

Oh, bueno, pensó, ahora ya estaba hecho. Lo más probable era que no ocurriera nada. Y, como decía Lelia, ¿qué era la vida si uno temía correr riesgos?

Tor metió el bono en la cartera para el Depository Trust.

Los cuarenta pisos de cemento y cristal del edificio del Depository Trust ocultaban una construcción interna, semejante a una cámara acorazada, en la que se almacenaban cientos de miles de títulos como los que había en la bolsa de Tor.

La mayoría de entregas normales se efectuaban en la entrada principal, que albergaba al Chemical Bank. Pero las entregas importantes, el trasiego constante de títulos, se realizaban por la parte de atrás del edificio.

En la parte de atrás del 55 de la calle Water había unas puertas construidas en acero de treinta centímetros de grosor. Detrás de éstas habían instalado una serie de «trampas» de doble puerta, a través de las cuales pasaban, durante todo el día, mensajeros despeinados con tejanos descoloridos y zapatillas de deporte, carteras de reparto y maletines repletos de bonos corporativos y municipales, valores ordinarios y acciones preferentes.

Las cámaras acorazadas donde se almacenaban los títulos se encontraban situadas en el laberinto de sótanos de múltiples niveles del edificio. Pero los mensajeros no hollaban jamás aquellos sacrosantos lugares, ni tampoco las oficinas que albergaban las plantas superiores. Todo lo que se hacía tras las puertas de acero estaba controlado por cámaras de seguridad, mecanismos de identificación y un puesto de control para los guardas de seguridad.

A las cuatro cincuenta, exactamente, de la tarde del 9 de diciembre, un hombre vestido con chaqueta de tweed descolorida, suéter de color vino y zapatillas de deporte enlodadas entró en el Depository Trust Company. Llevaba colgado del hombro un cesto doble de bicicleta que contenía carteras salpicadas de barro y llenas de títulos. Empujó las puertas de acero y traspasó el laberinto de puertas subsiguientes, pasó junto a cámaras y guardas de seguridad y entró en la pequeña habitación donde se efectuaban las entregas. Una vez allí, se situó detrás de otro mensajero y aguardó frente a la puerta de dos batientes hasta que le llegó el turno.

Una a una, colocó sobre el mostrador las carteras con los impresos que las acompañaban. La administrativa que había tras el mostrador las abrió y comprobó si estaban todos los títulos que figuraban en la lista.

Luego, la mujer sacó y firmó los impresos en cuatro copias que iban sujetos a las carteras y agregó una copia a los títulos, que serían depositados en la cámara acorazada. Rellenó la segunda copia del impreso y devolvió las dos restantes al mensajero, como prueba de que la entrega había sido realizada. El mensajero entregaría una de esas dos copias al propietario de los títulos.

Tor recogió sus recibos y salió por las puertas de acero. Transacción finalizada.

Cuando salió a la calle, miró el reloj. Apenas eran las cinco, pero el cielo estaba absolutamente negro. Volvió a rodear lentamente el edificio hasta llegar a la parte delantera, donde había dejado la bicicleta. La soltó y alzó la vista para contemplar el edificio. Las luces del Chemical Bank brillaban resplandecientes, a pesar de que el banco debía de haber cerrado ya hasta el día siguiente.

Entre los dos viajes y las dos impresiones realizadas aquel día, había depositado cerca de treinta millones de dólares en bonos al portador, que descansarían en los estantes del Depository Trust Company desde entonces hasta la eternidad.

Y nadie les había echado siquiera una mirada para comprobar si eran auténticos.

VIERNES, 18 DE DICIEMBRE,

UTRECHT, PAÍSES BAJOS

Era el último viernes antes de las vacaciones de Navidad y Vincent Veerboom estaba sentado en su despacho del Rabobank, garabateando unas notas para su secretaria y alzando la vista ocasionalmente para mirar por la ventana.

La única y sombría ventana de su inexpugnable despacho daba a la ciudad de Utrecht, humeante y cubierta de nieve. El fino velo de nieve cristalina, que caía lentamente del negro cielo, ocultaba la fealdad de sus edificios achaparrados y grises.

Veerboom oyó unos golpes suaves en la puerta. Su ayudante entró en la habitación.

—¿Sí? —gruñó Veerboom, irritado por la interrupción de su ensueño prevacacional.

—Señor, disculpe, por favor. Ya sé que está preparándose para iniciar las vacaciones, pero la baronesa Daimlisch está ahí fuera. Desea que la reciba.

—No estoy —contestó.

Era casi la hora de salir; el banco cerraría al cabo de un cuarto de hora y él se había pasado toda la tarde pensando en ese momento y en lo que le seguiría. Su mujer y sus hijos ya se habían ido a la casa rústica que tenían en Zermatt, para esquiar, y no se reuniría con ellos hasta el día siguiente. Tan pronto como abandonara el banco, pasaría una velada romántica arropado por el abundante pecho de su amante, Ullie, quien presumiblemente, estaba calentando la cena para él en el pequeño apartamento que le había alquilado en la zona residencial de Utrecht.

—Señor, la baronesa insiste en que es un asunto de la máxima urgencia. Desea realizar una transacción importante hoy mismo antes de que cierre el banco.

—¿La víspera de las vacaciones de Navidad? —le espetó Veerboom—. ¡Desde luego que no, es absurdo! Que venga cuando volvamos de vacaciones.

—El banco permanecerá cerrado durante toda una semana-señaló el ayudante,—y la baronesa se marcha esta noche a Baden-Baden.

—De todas formas, ¿quién es esa baronesa Daimlish? El nombre me suena…

El ayudante cruzó la estancia y susurró en el oído de Veerboom, como si alguien estuviera escuchando por la cerradura.

—Ah, ya comprendo —dijo Veerboom—. Bien, entonces hágala pasar. Esperemos que podamos despachar el asunto rápidamente. Odio hacer negocios con esas mujeres alemanas chillonas e insoportables.

—La baronesa es rusa de nacimiento —indicó el ayudante—. Un expatriada, ya sabe.

—Sí sí, gracias. A veces a uno se le olvidan estas cosas. ¿Y cuál es el nombre de pila de la baronesa, Peter?

—Lelia, señor. Su nombre es Lelia Maria von Daimlisch.

El ayudante salió e instantes después introdujo a Lelia en el despacho.

Lelia iba envuelta en pieles blancas y embutida en unas altas botas, también blancas, de piel de lagarto. Cuando entró, apartó la capa hacia atrás, y el despliegue de diamantes que rodeaban su cuello le cortó la respiración a Veerboom. Este, tras recuperar su aplomo, avanzó unos pasos y estrechó la mano que Lelia le tendía.

—Lelia, qué alegría volver a verla —la saludó cordialmente. Veerboom no se había convertido en un importante banquero holandés precisamente por haber tirado el encanto al cubo de la basura—. Está más radiante que nunca. Sigue siendo la jovencita que recordaba. ¿Cuánto tiempo hace? Parecen años, pero, en algunos aspectos, se diría que fue ayer.

—Para mí —dijo Lelia, agitando recatadamente las pestañas—, el tiempo no es relativo.

No había visto jamás a aquel hombre; los banqueros eran tan presuntuosos.

—Eso mismo pienso yo —convino él calurosamente, indicándole que se sentara. Veerboom se sentó en una silla junto a la de ella y apretó un pequeño timbre para llamar al botones—. Supongo que mi ayudante le ha explicado ya que tengo una cita de negocios muy urgente esta tarde, lo que lamentablemente limita el tiempo que puedo concederle a usted. Así que será mejor que vayamos directamente al asunto. ¿Qué le trae al Rabobank con tanta urgencia la víspera de las vacaciones de Navidad?

—Dinero —contestó Lelia—. Un legado de mi querido y difunto marido. Me dejó una suma considerable para el cuidado de mi única hija. Deseo invertir una parte de ese dinero en su banco, ¿es eso posible?

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