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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (31 page)

BOOK: Riesgo calculado
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—Algo bueno para tu salud y tu carácter, que podría provocar cierta mejora, si se me permite decirlo.

Me tendió la taza y sorbí el líquido que contenía.

—Vaya, es fantástico, abuelita. ¿Qué es? —pregunté.

—Miel caliente, cariño, y coñac; un afrodisíaco. Muy bueno para seducir a jovencitas. Espero que funcione contigo.

Tor arregló mis almohadas mientras yo bebía; luego se recostó y dijo:

—Tengo otro cuento para ti.

—Muy bien, ¿cuál es? —La miel estaba realmente deliciosa, caliente y dulce. Noté sus efectos en mis entrañas, como un suave bálsamo. Casi consiguió calmar la histeria que había ido creciendo poco a poco dentro de mí.

—Érase una vez una niña pequeña que prefería comportarse como un niño…

—Ése cuento me suena… —dije entre sorbo y sorbo.

—Pero esta vez es mi cuento, no el tuyo. ¿Puedo continuar?

—Sigue.

—Ella estaba equivocada, ¿comprendes? Pero aunque muchos lo habían intentado, nadie había conseguido jamás hacerle comprender las ventajas de ser una mujer.

—Ahí es donde entras tú, supongo…

—Tienes los pies helados —me dijo—. Te había dicho que te quedaras en la cama. Y deja de moverte de esa manera, no vaya torturarte. Esto no es la Inquisición.

—Oigamos el final de la historia —sugerí.

Él volvía a mirarme con su sonrisa característica. Traté de concentrarme.

—Esta niña tenía un amigo al que había conocido hacía muchos años. Siempre se habían comportado con gran decoro el uno con el otro, pues él no sabía, y ella tampoco, que querían hacer el amor. Hasta que se encontraron solos una noche en una casa desierta en una isla remota…

—Yo no he dicho que quiera hacer el amor contigo —aclaré, en gran parte para intentar convencerme a mí misma.

—Oh, sí, lo has hecho, querida mía, aunque quizá no con palabras. Conozco los pequeños síntomas, conozco esa masa confusa de engranajes que tienes ahí dentro, la multitud de pliegues diminutos de tu materia gris. Y, créeme, también sé de qué has tenido miedo durante todos estos años.

Lo miré a la luz de la vela y el miedo me asaltó de nuevo en una cálida oleada. Sabía que Tor apenas acababa de empezar.

—Tienes miedo de perder el control, ¿sabes? —me dijo en voz baja—. Pero el control no significa nada, ni siquiera el control de la propia alma, sobretodo cuando tienes que construir una fortaleza alrededor para defenderla. Está claro que le concedes un valor mayor a esos muros que al oro. Sin embargo, te guste o no, esta noche se están derrumbando.

Intenté cambiar de tema de inmediato. No podía siquiera pensar en ello.

—Así pues, ¿cuál es el final de la historia? —pregunté con una alegría en la voz que hasta a mí me sonó falsa.— ¿Cómo terminaron los dos amigos?

—Hicieron el amor, robaron un banco y vivieron felices y comieron perdices —contestó con una sonrisa.

—No es así como terminaría mi cuento —dije.

Pero él me miraba como si mi tiempo se hubiera acabado.

Me quitó la taza a la que aún me aferraba y la dejó a un lado. Luego se inclinó hacia mí con los ojos lanzando fuego y los labios apenas a unos centímetros de los míos.

—Te deseo —me dijo tranquilamente.

—Yo hubiera querido un cuento con menos sexo y más acción —repliqué en voz baja.

—Te deseo —repitió.

Me hizo volver la cara hacia la suya con las manos hundidas en mi pelo. Su cálido aliento, que olía a leche y coñac, se mezcló con el mío. Dejó que mis cabellos se deslizaran entre sus dedos, acariciándolos como si fueran seda tornasolada.

—Te deseo —susurró una vez más.

Apartando una mano de mi pelo, soltó la cinta del cuello de mi camisón.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté, con voz apenas audible.

—Lo que te he asegurado que podrías confiar en que nunca haría —replicó con una sonrisa irónica—. Seducirte.

—Dios mío —musité.

—Demasiado tarde para la fe —dijo Tor.

Apartó los cabellos de mi cuello y enterró la cara en él. Sentí que la conmoción me recorría los nervios como pinchazos fríos. Él me mordió y me chupó, y los pinchazos se volvieron ardientes. Cuando se echó hacia atrás para desatar la otra cinta, deslizó la palma de una mano por mi cuello y mis hombros, allí donde el camisón se había abierto. Me estremecí al verle sobre mí, con su piel de bronce a la luz de la vela y sus cabellos relucientes como oro antiguo. Era tan hermoso que no pude soportado. Toda mi resolución se derritió como hielo bajo el sol.

Levanté una mano para apartar la suya y le desabroché el botón superior del pijama, y luego, uno a uno, todos los de más. Él me miró conteniendo el aliento, sumido en una especie de trance, apoyado en un codo por encima de mí. Me contempló en silencio, con los labios entreabiertos, mientras yo acariciaba los duros músculos cincelados de su torso que la abierta chaqueta del pijama había dejado al descubierto. Su suave vello brillaba como el oro a la tenue luz. De repente extendió una mano, me cogió los dedos y los apretó contra sus labios.

—Hermosa —susurro—. Y querías esto tanto como yo, ¿no es cierto?, desde aquella noche de nuestro primer encuentro.

—Es prerrogativa de la mujer ocultar sus deseos tras un velo de misterio —dije, sonriendo levemente ante mi intento bravucón.

Se quedó mirándome atónito, luego sus ojos se entrecerraron en un parpadeo.

—Y es prerrogativa del hombre —repuso, incorporándose del todo—, desgarrar el velo.

Entonces agarró el cuello de mi camisón de franela y, dando un fuerte tirón, lo desgarró hasta la cintura. Se inclinó sobre mí, posó sus labios en los míos y me los mordió, inundándome la boca con la humedad de la suya. Pasó los dedos por mis cabellos y recorrió mi piel con las palmas de las manos hasta hacerme temblar. Luego, apartando la ropa de la cama, se echó sobre mí. Sentí el impacto de su cuerpo y el calor de sus muslos cuando se apretó contra mí.

Yo estaba rígida y me estremecía como una cuerda a punto de romperse; Tor me acariciaba de un modo que provocaba dolor en mi interior, en profundidades que no sabía que existiesen. Sentí que perdía el control y luché contra la fuerza que me absorbía. Todo estaba ocurriendo muy deprisa; no podía aguantar mas…

Él pareció darse cuenta y se apartó para mirarme. Tenía los cabellos revueltos y la luz de la vela inundaba su cuerpo. De sus ojos se desprendía un brillo oscuro. El calor de su pasión me llenó de un deseo dolorosamente insoportable. Quería hundirme en él, pero, aun así, no podía dejarme llevar.

Suavemente, Tor me abrió los puños, que yo mantenía apretados sin ser consciente de ello, y me besó las palmas de las manos con infinita ternura.

—Libérate, déjate llevar; debes hacerlo, mi amor —me susurró al oído. Luego se apartó de nuevo para mirarme y murmuró—: Ven a mí.

—Tengo miedo —contesté, con un hilo de voz ahogada.

Él asintió y sonrió. Me rodeó con sus brazos y me apretó contra sí. Sentí que la oscuridad me engullía. Sentí la sangre oscura latiendo en mis venas.

Lloré hasta que no pude sentir nada más. Lloré por todos los años de tedio e ira, frustración, luchas y dudas. Lloré para sacar todo lo que llevaba dentro y, cuando creí que podría dominarlo todo de nuevo, aquella furia contenida volvió a estallar como un embalse desbordado. Lloré por cosas que ni siquiera sabía que estaban ahí. Las lágrimas manaron, cálidas, quemándome la garganta hasta impedirme respirar y obligarme a boquear en busca de aire. Me aferré a Tor, agarrándolo por los cabellos y los hombros mientras él me abrazaba. Pero aun así, la tormenta siguió y siguió.

Pareció durar una eternidad, hasta que todo se liberó y los lentos y largos sollozos y las lágrimas se detuvieron. Tor me abrazó, me acarició y me meció, entrelazando sus dedos en mis cabellos hasta que por fin sentí su calor fluyendo por mi cuerpo y una especie de paz que no había conocido hasta entonces. Me besó la cabeza suavemente y, cuando alcé la vista, vi lágrimas en su rostro, aunque no supe si eran suyas o mías.

—Una mezcla de ambas —me dijo en voz baja, leyéndome el pensamiento.

Me hallaba en algún lugar desconocido, en un vacío entre el sueño y la languidez, deslizándome por un mar tranquilo, acunada por el sonido de las olas que llegaba desde la ventana.

—Es increíble —me dijo Tor—, pero aún te deseo, no de nuevo sino aún.

—Creo que yo he saciado mi deseo —admití con una sonrisa.

—¿Tú? —Tor rió y me dio un tirón de pelo—. ¡Nos hemos enterado los dos de lo mentirosa que eres! —Me atrajo hacia sí y me besó como si estuviera bebiendo un trago que no fuera a saciar su sed jamás—. Debemos de estar locos para haber esperado doce años —me dijo.

—Tú eras el que no se acababa de decidir —afirmé.

—Te mataré por eso —me dijo indignado. Luego añadió—. En realidad, creo que has matado una pequeña parte de mí.

—¿Qué parte? ¿No será ésta? —me interesé, tocándole bajo las sábanas.

—No —contestó, riendo—. Ésa parece estar muy viva.

—Entonces, ¿cuál? —pregunté, mientras él cogía la mano que le acariciaba y la besaba.

—Resulta difícil de explicar —contestó—. Siempre he creído que intelecto y pasión constituían una combinación peligrosa y volátil, difícil de controlar. Las pasiones se alimentan y crecen como una bestia voraz. Me temo que la parte de mí que has matado es la que mantenía a la bestia bajo control. Una cosa es cierta: ya no quiero dominar lo que siento por ti.

—¿Por qué habrías de querer dominar tu pasión? —inquirí.

Tor me puso un dedo bajo el mentón y me obligó a alzar la cabeza hacia la suya.

—¿Sabes, querida mía?, si sigues acariciándome ahí, una gran cantidad de pasión te salpicará en el lugar donde menos lo esperes.

—¿Me la echarás sobre el estómago?

—¿Qué demonios voy a hacer contigo? —dijo, riendo y revolviéndome los cabellos.

—Tengo unas cuantas sugerencias que hacer al respecto…

—Sí, yo también tengo unas cuantas —me interrumpió, y sus labios pusieron fin a la conversación.

Me despertó el ruido que producían las aves marinas revoloteando y graznando junto a la ventana. El cielo era de un blanco uniforme y brillante, y vi a tres pelícanos moviéndose entre la niebla tras los visillos. Tor no estaba en la cama, pero oí extraños sonidos y golpes en el pasillo, como si arrastraran un objeto grande y pesado por las escaleras.

Me quedé sentada entre las mantas revueltas, tratando de comprender los sentimientos encontrados que había experimentado desde la noche anterior. Pero sonreí al darme cuenta de que, cualesquiera que fueran los cambios que resultaran de todo aquello, la noche anterior sería el mejor regalo de Navidad que recibiría jamás. Georgian y Tor estaban en lo cierto cuando me llamaban mentirosa e hipócrita; por fin comprendía que había sido ambas cosas. Durante todo aquel tiempo había estado huyendo de mí misma. Nunca podría escapar de mis sentimientos por Tor, era el destino.

Justo entonces entró Tor. Sonrió cuando me vio sentada allí con los restos desgarrados del camisón prestado.

—Estás despierta —me dijo—. Levántate, tengo una sorpresa para ti.

—¿Qué es eso que tienes por todo el pijama?

—Suciedad —contestó, mirándose—. Sal de la cama y desnúdate.

—¿Antes del café? —pregunté, riendo.

—Vamos a nadar un rato —me informó.

¿Hay una piscina climatizada en ésta roca?

—No seas ridícula, estamos en una isla rodeada de agua. Vamos a damos un chapuzón en la bahía.

—Perdona, pero acabo de consultar mi almanaque y he descubierto que hoy es Navidad. Quizá tú vayas a darte un chapuzón en la bahía, ¡pero yo no estoy dispuesta a morir congelada!

—Nunca te sentirás más viva —me aseguró—. Yo nado en el Atlántico todas las mañanas de Navidad. Incluso con toda esa niebla ahí fuera, esto es como un paraíso tropical para mi.

Apartó la ropa de la cama de un tirón y me arrastró por los pies, mientras yo daba patadas y protestaba. Cargando conmigo al hombro, se apresuró a salir por la puerta y bajar las escaleras, y corrió por la hierba hasta el embarcadero donde estaba amarrado nuestro bote. Saltó al llegar al borde conmigo en brazos y golpeamos el agua al caer.

Cuando me envolvió el agua, pensé que mi cuerpo entero se colapsaría. La conmoción que provoco el frío me corto a respiración, llenó mi sangre de hielo y contrajo mi estómago al tamaño de un nudo. Tor me sujetaba sobre las olas rompientes para asegurarse de que no me hundía.

—Respira profundamente, aspira el aire y expúlsalo muy lentamente —me aconsejó—. Deja que tu cuerpo se relaje. Así. Parece un modo un poco violento de entrar en el agua, pero es mucho mejor. ¿Cómo te sientes ahora?

—¡Sádico! —le increpé, boqueando y chapoteando boca abajo contra las olas—. Tienes la mente enferma. Esto es lo peor que me has hecho jamás.

Apretaba tanto los dientes que creí que nunca más podría volver a abrir la boca.

—Sigues estando demasiado tensa —me dijo—. Relájate y te encantará.

—Espero que te mueras de neumonía —gruñí.

—Si nadaras un poco, te calentarías antes —afirmó.

—Gracias por el consejo. Ojalá… —Pero él puso una mano sobre mi cabeza y me hundió. Sentí entonces que el frío me penetraba hasta el cerebro. Salí a la superficie escupiendo, pero al instante me di cuenta de que empezaba a notar el calor difundiéndose por mi cuerpo.

—Hey, ¿qué ocurre? —pregunté—. Siento calor de repente.

—Hipotermia —contestó—. La primera etapa de la conmoción, justo antes de empezar a congelarse hasta morir.

—Muy divertido.

—En serio, debemos nadar un poco y salir enseguida, o podría ocurrirnos eso. El agua está a menos de cuatro grados.

Dimos una vuelta nadando alrededor de la pequeña isla. Luego, helados y con las ropas pegadas al cuerpo, trepamos por la orilla rocosa y corrimos por la hierba en dirección a la casa.

—Ven aquí —dijo Tor, cogiéndome del brazo cuando íbamos por el pasillo camino del dormitorio.

Me llevó a otra habitación y entonces comprendí qué había provocado el estrépito de antes. Era un dormitorio más grande que el mío, con una parte decorada como salita de estar y una gran cama empotrada en la galería acristalada que había más allá. En la pared del fondo, de cara a las ventanas, había una gran chimenea con un fuego que crepitaba ya en torno a un tronco gigantesco. Tor debía de haberse levantado al amanecer y hecho acopio de una fuerza sobrehumana para arrastrarlo escaleras arriba.

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