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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (14 page)

BOOK: Riesgo calculado
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—¿Con Lelia? Sí, por supuesto, pero eso no significa nada.

Tor permaneció silencioso el resto del trayecto.

Siempre me mostraba dura al hablar de Georgian, a pesar de que había sido mi mejor amiga durante más tiempo del que ella me permitía revelar. Cuando vivía en alguna parte, lo hacía en el apartamento que su madre tenía en la zona alta de Park Avenue, pero Georgian no se quedaba nunca mucho tiempo en el mismo sitio; era una mariposa de una rara especie, con su misma independencia salvaje.

Georgian no era independiente en el aspecto financiero, o más bien debería decir que nadie sabía exactamente de cuánto dinero disponía. Debido a su trabajo de fotógrafa, viajaba por todo el mundo, alojándose en castillos y palacios que no estaban al alcance de cualquiera. Por otro lado, solía ir vestida con tejanos raídos y camiseta, y llevaba tantos anillos de oro que sus nudillos parecían de latón.

La mayoría de sus conocidos creían que era una frívola maníaca sexual y una extravagante a la que le faltaba más de un tornillo. Yo la encontraba seria y reservada, y la consideraba una mujer de negocios brillante con una mente como una trampa de acero. ¿Cómo podía una persona provocar impresiones tan diversas en las mentes de tantas personas? Sencillo; era única, se había creado a sí misma. Se había dedicado a la fotografía para moldear su propio universo y después vivir en él.

La veía en contadas ocasiones porque, cuando lo hacía, Georgian esperaba que la imitara.

En cuanto acepté presentársela a Tor, empecé a sentir recelos. Tenían mucho en común; ambos se mostraban sumamente posesivos conmigo y creían que podían cambiar todo l oque no les gustaba de mí. Sin embargo, sus ideas sobre los cambios a realizar eran incompatibles. Tor quería que fuera realista; Georgian quería que borrara esa palabra de mi vocabulario. Temía que se odiaran mutuamente a primera vista.

El vestíbulo del edificio donde vivían Lelia y Georgian parecía una sala de exposición de coches elegantes. Sólo faltaban los Cadillac. De los techos colgaban enormes arañas como racimos de uvas heladas. Todo el vestíbulo estaba lleno de mullidos divanes de terciopelo y, por alguna extraña razón, junto a cada uno de ellos había una escupidera de cobre. Los pilares de mármol formaban una auténtica jungla; había más que en Pompeya. En todas las paredes había blancos ventanales pródigos en oro. En una especie de urnas funerarias negras se apiñaban arco iris de flores de seda y sobre los ascensores había una cornucopia de yeso que derramaba sus frutos, los cuales caían en festivo abandono por entre las puertas.

—¿Qué le ha ocurrido al buen gusto? —murmuró Tor, pestañeando mientras cruzábamos el amplio vestíbulo.

—Espera a ver la casa de Lelia —le dije—. Sus gustos se decantan por el estilo decadente francés.

—Pero si me habías dicho que era rusa —comentó Tor, al llegar a los ascensores.

—Rusa, blanca y educada en Francia —expliqué—. Lelia no sabe hablar demasiado bien su lengua materna, ni ninguna otra, por cierto. Es una especie de batiburrillo lingüístico.

—¡Qué me aspen si no es la señorita Banks! —exclamó Francis, el ascensorista—. ¿Cuántos años hace? La baronesa estará encantada,
madame
. ¿Sabe que está usted en la ciudad?

Aquél era el discreto modo, típico de Francis, de decirme que tenía que llamar a la baronesa para anunciarnos. Le dije que así lo hiciera.

En la vigesimoséptima planta, Francis abrió las puertas del ascensor con su llave y salimos a un amplio recibidor de mármol donde una doncella nos recibió con una ligera reverencia y nos condujo a otras puertas que daban a un gran pasillo; un vasto corredor de mármol con puerta cristaleras a ambos lados estilo Versalles.

Cuando la doncella se alejó para ir en busca de nuestra anfitriona, Tor se volvió hacia mí y susurró:

—¿Quién es la baronesa?

—Lelia —contesté—. Creo que, en realidad, el título es falso. Es como ser un Romanoff. ¿Quién se va a presentar para corroborar o desmentir tu pretensión?

Mientras esperábamos en el pasillo, nos llegaron sonidos procedentes de varias habitaciones distantes: un buen número de chillidos femeninos y puertas cerrándose de golpe. Por fin, uno de los portazos consiguió que los candelabros de pared de cristal tintinearan.

Una de las cristaleras se abrió y asomó por ella Lelia, vistiendo un largo quimono de raso verdeazulado con plumas de marabú que se arremolinaban al andar. A pesar de que eran casi las doce del mediodía, sus cabellos de color miel estaban revueltos, como si acabara de levantarse.

Me abrazó y apretó su cara contra la mía dos veces, al estilo francés, luego me dio un gran abrazo de oso ruso, haciéndome cosquillas en la nariz con sus plumas de marabú.

—¡Querida! ¡Feliz feliz feliz! Siento que has esperado, pero Georgian está
très mauvaise
hoy.

Para acabar de completar la confusión de la jerga
borschtbouillabaisse
que utilizaba, Lelia solía olvidar a media frase lo que estaba diciendo, y contestaba a algo que le habías preguntado en otra ocasión. Cuando pronunciaba el nombre de Georgian, sonaba así como «Chorchione», lo cual provocaba en muchas personas la falsa creencia de que se refería aun postre italiano.

—He traído a mi amigo el doctor Tor, para presentárselo —expliqué a modo de introducción.


Ce qu’il est charmant
! —exclamó Lelia, observando a Tor con mirada brillante y admirativa. Le tendió una mano y… ¡qué me cuelguen si él no se la besó!—. Este hombre tan guapo que traes es como una estatua de orro.
Vi nye ochin nrahveetis
. Y su traje,
très chic
, ¡del mejor corte italiano! —Tocó su chaqueta deportiva delicadamente, como si estuviera admirando una obra de arte—. Siempre estoy desesperada por ti, querida mía. Trabajas mucho, sin tiempo para los jóvenes, pero ahora me traes a este atractivo…

—Deja de desesperarte, Lelia —le dije. Por difícil que fuera Georgian, había olvidado que Lelia resultaba mucho más peligrosa en lo tocante a comentar mi vida privada, tema que yo no estaba ansiosa por divulgar; aunque, en realidad, no tenía lo que ella consideraba vida privada—. El doctor Tor es un colega —me apresuré a añadir, mientras nos acompañaba por el pasillo.


Quel dommage
—comentó Lelia tristemente, mirándolo como si se tratara de una trucha que se hubiera soltado del anzuelo.

—Tenemos que charlar de negocios con Georgian —le dije, echando miradas de soslayo a las pocas habitaciones cuyas puertas cristaleras estaban abiertas—. ¿Por qué no ha salido?

—¡Ésa! —resopló Lelia—. ¡Imposible! Se viste como para conducir el camión, ¿pero cambiarse para los invitados?
Quel enfant terrible
. ¿Qué debe hacer una madre? Sentaos. Haré algo bueno para comer. Chorchione vendrá pronto.

Lelia nos instaló tras las puertas de persiana de la Habitación Azul, su color preferido, indicando así que Tor merecía su total aprobación. Lelia clasificaba a todo el mundo por colores. Me besó, me dio unas palmaditas en la cabeza, le echó una nueva mirada aprobatoria a Tor y salió.

Un momento despés reapareció la doncella, adornada con abundantes cintas y llevando una bandeja en la que había una botella de vodka y dos vasitos de cristal. Tor sirvió para los dos, pero yo rechacé el vaso que me tendía. Él se bebió el contenido del suyo de un trago.


Stolinchnaya
—dijo, lamiéndose los labios.

—Menudo catador estás hecho —me burlé—. Es el brebaje de Lelia; tiene dos millones de grados. Te caerás redondo si te tomas otro.

—Éste es el modo correcto de beber vodka —me aseguró—. Y es una grave falta rechazar una bebida en un hogar ruso.

Cuando la doncella vino a decirnos que «mademoiselle» nos recibiría, Tor apuró rápidamente mi vaso, sin duda para que nuestra anfitriona no se ofendiera. La doncella nos condujo hasta la Habitación Ciruela, que estaba al final del pasillo.

La Habitación Ciruela antes era el cuarto de música y ahora tenía las paredes cubiertas de espejos por encima del revestimiento de madera. Todo lo demás que yo recordaba había cambiado.

El viejo piano Bösendorfer estaba arrinconado en una esquina, al otro lado de la estancia. Todas las sillas tapizadas se hallaban abarrotadas de papeles y las alfombras de Aubusson de color melocotón, malva y gris, que en otros tiempos habían embellecido el suelo de travertino, estaban enrolladas y apiladas como columnas contra la pared más alejada.

Una lona de color verde oscuro cubría ahora el suelo y un andamiaje ocupaba el vasto espacio convertido en una especie de gimnasio laberíntico. Bajo la estructura había tres maniquíes angulosas envueltas en raso, lentejuelas y una lluvia de plumas blancas, inmóviles en sus respectivas poses y sin respirar apenas.

En lo alto, despatarrada sobre el andamiaje como una araña en su tela, estaba Georgian, con varias cámaras colgando del cuello y algunas más montadas sobre las barras que la rodeaban por todas partes. Grandes focos Klieg brillaban como balizas en la oscura habitación.

—Cadera —dijo Georgian. Una modelo adelantó la pelvis unos centímetros—. Naomi, no te veo el muslo. Bien, eso es. Birgit, tienes la nariz metida en las plumas. Mentón arriba, ángulo recto. Para. —Clic—. Phoebe, el hombro hacia atrás, el pie derecho delante. —Clic—. Hombro abajo. Levanta esas plumas, hay una sombra. Bien. —Clic.

Desde la oscuridad, Tor contempló atentamente toda la escena: la colocación de las luces, la posición de Georgian en el andamio y la trayectoria desde las cámaras hasta las modelos, que se movían como autómatas bajo las doce toneladas de acero y aparatos. Finalmente me miró sonriendo.

—Es muy buena —susurró.

—¡Silencio en el plató! —espetó Georgian, y siguió con su retahíla—: Cabeza abajo. Levanta el brazo. Bien. —Clic.

Tras casi media hora de aquel código místico entrecortado entre Georgian y sus víctimas, la joven asomó la cabeza por encima de la matriz de acero, colgó las cámaras y objetivos de los ganchos del andamio y descendió del techo como un mono.

—Luces —dijo, cuando unas cortinas se descorrieron en alguna parte para dejar que la pálida luz del frío invierno inundara la habitación. Las modelos adquirieron súbitamente un aspecto extraño y grotesco. Se quitaron allí mismo la ropa, se quedaron en pantis y empezaron a embadurnarse la cara de crema, como si no hubiera nadie delante.

—¡Dios santo! ¡Has vuelto! —exclamó Georgian, abalanzándose sobre mí e ignorando a Tor y a las otras.

Me plantó un húmedo y fuerte beso en la boca, enlazó su brazo en el mío y miró brevemente a Tor.

—No se preocupe por nosotras, volveremos enseguida —le dijo, y me empujó hacia las puertas.

—¿Dónde diablos lo has encontrado? —me susurró una vez fuera—. Una chica como tú, que apenas sale… Me asombras, ¡es puro sexo!

—El doctor Tor es un colega, bueno, mi mentor, en realidad —expliqué, con cierta rigidez. Georgia y Lelia se comportaban como si fuera un dios griego.

—Me gustaría tener unos cuantos colegas como él —me aseguró Georgian—. Todos los míos son de los que te sacan la lengua cuando hablan contigo. ¿Lo ha visto ya mi madre?

—Desde luego. Le besó la mano —repliqué.

—Probablemente ahora estará en la cocina preparando
strudel
, no es de las que dejan pasar una oportunidad. Al contrario que tú —añadió, tocando las diferentes capas de tela de mi atavío, como si estuvieran contaminadas—. Pareces un tanque disfrazado de mujer. ¿No te he enseñado nada en todos estos años? Teatralidad, eso es lo que te falta. Mira que presentarlo como «doctor». ¿Es que no tiene nombre de pila? Philolaus…, Mstislav…, algo sexy, seguro. ¡O Thor! ¡Thor Tor!

—Se llama Zoltan —le dije.

—Lo sabía. Apostaría a que también está haciendo
piroshki
.

—¿Quién?

—Mi madre, ¿quién si no? —contestó Georgian—. Ven conmigo, tengo que hacer una cosa.

Georgian me arrastró a través del laberinto de estancias hasta llegar a sus habitaciones, que estaban en la parte de atrás, mascullando todo el rato.

Todo en ella era teatral: sus manos de escultor con aquellos largos y gráciles dedos, sus enormes ojos de un azul grisáceo y sus anchos pómulos, aquel rostro camaleónico, unas veces cómico y otras trágico, que se transformaba según sus estados de ánimo, y su boca ancha, expresiva, sensual, con una doble hilera de dientes perfectos. «Con unos dientes como ésos —solía decir a menudo su madre—, yo me hubiera comido media Europa».

Cuando llegamos al cuarto de Georgian, una habitación que parecía decorada para una niña de seis años, repleta de sedas, volantes y porcelanas, me sentó delante de su tocador y empezó a cepillarme el cabello y quitarme las horquillas que lo sujetaban.

—Tienes mucha cara para atreverte a criticar mi ropa —me quejé, mirando la camiseta rota que llevaba. Los agujeros parecían estar situados exactamente para provocar el máximo efecto.

—Tengo elegancia de sobra… para ser una gorrona —replicó riendo. Me puso brillo en los labios y me untó la cara de cosas extrañas, que iba sacando del confuso montón de frascos que abarrotaban su tocador—. Si tuvieras mi estilo, todos comerían de tu mano.

—No sé por qué, me parece que el lamé dorado y los zapatos de charol no serían bien recibidos en el Banco del Mundo —señalé—. Soy una ejecutiva, no un miembro de la
jet set
como tú, y sencillamente no puedo comportarme…

—¿Comportarte? Al cuerno con ese maldito banco —dijo—. ¿Te envían espías para comprobar cómo vas vestida? Vienes aquí arrastrando a ese magnífico pedazo de hombre, todas caemos al suelo en un frenesí sexual, ¡y tú no dejas de llamarlo colega! ¡Mentor! Hace un momento no te miraba como si quisiera enseñártelo todo sobre márgenes de beneficios de las empresas, te lo aseguro, pero tú te niegas a creerlo. Sé sincera, ¿cuándo fue la última vez que saltaste de la cama, abriste la ventana y dijiste: «Gracias a Dios, estoy viva! Hoy es un día glorioso y voy a hacer algo tan fabuloso que cambiará toda mi vida».?

—¿Quieres decir… antes del café? —pregunté a mi vez, riendo.

—¡Estás como una cabra! —exclamó Georgian, revolviéndome los cabellos y obligándome a ponerme en pie—. Tú sabes que te quiero. Lo que ocurre es que me gustaría que dejaras de pensar en tu vida y empezases a sentirla.

—¿Cuál es la diferencia? —inquirí.

—Ésa es precisamente la cuestión —dijo, haciendo un mohín. A continuación se acercó al armario, se quitó la camiseta y metió su cabeza de cortísimos cabellos rubio platino por el escote de un suave suéter rosa—. ¿Eres capaz de decirme sinceramente que no te sientes atraída por él? —me preguntó con toda seriedad.

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