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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

Ríos de Londres (30 page)

BOOK: Ríos de Londres
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—Se hicieron algunos experimentos —me dijo, al cabo de una larga pausa—. Durante la guerra. Pero los resultados no se consideraron éticos y se sellaron los archivos.

—¿Íbamos a emplear vampiros durante la guerra? —pregunté, y me sorprendí con la mirada de genuino dolor y enfado de Nightingale.

—No —dijo bruscamente, y luego, en tono más suave—: Nosotros no… los alemanes, sí.

A veces, cuando alguien te dice que no vayas, lo mejor es no ir.

Los
genii locorum
, como Beverley, Oxley y el resto de la disfuncional familia Támesis, también eran, en cierto modo, seres vivos, y también sacaban energía de su entorno. Tanto, Bartholomew como Polidori habían apuntado que tal vez sacaran su sustento de «las diversas y numerosísimas formas de vida y magia que moran en sus dominios». Yo me mostraba escéptico, pero estaba dispuesto a aceptar que vivieran en simbiosis con sus «dominios», mientras que los vampiros eran claramente parasitarios. ¿Y si ocurría lo mismo entre los fantasmas? Si Nicholas Wallpenny formaba parte en cierto modo de los
vestigia
entre los que habitaba y de los que extraía energía, y por lo tanto era un simbionte, entonces el
revenant
podía ser un parásito, un vampiro fantasma. Eso habría explicado que los cerebros de las víctimas se encogieran y tomaran esa forma de coliflor. Les habían succionado la magia.

Y significaba que la invocación que había llevado a cabo con las calculadoras no había tenido otro efecto que reforzar el apetito de Henry Pyke por la magia. Pero también me pregunté si sería posible atraer a un
revenant
a base de derramar magia, igual que se echa comida al agua para atraer a los tiburones. Cuando el tren llegó a Baker Street, había empezado a idear un plan.

El metro es un buen sitio para este tipo de saltos conceptuales, porque, como no hayas llevado nada para leer, es un verdadero fastidio.

Llegué al tanatorio de Westminster y en esta ocasión no tuve que enseñar las credenciales. Los guardias de la puerta me hicieron un gesto con la mano para indicarme que podía pasar. Nightingale me aguardaba en el vestuario. Mientras me cambiaba, le expliqué brevemente mi encuentro con Tyburn.

—Siempre pasa igual con los hijos —dijo Nightingale—. Nunca están satisfechos con el
status quo
.

—¿Cómo han salvado al ciego? —pregunté.

—He descubierto que no podemos llamarles ciegos —anunció Nightingale—. Se trata de personas con discapacitación visual. Una joven muy brusca me lo hizo notar mientras aguardábamos en el hospital.

—Pues entonces, ¿cómo han salvado al hombre con discapacitación visual?

—Ojalá pudiera decir que el mérito es mío —dijo Nightingale—. Ha sido su perro guía. Tan pronto como se ha iniciado el embargo…

—¿El embargo? —pregunté.

Al parecer, éste era el término que el doctor Walid había inventado para describir lo que sucedía cuando un ser humano normal caía en las garras de nuestro
revenant
. Es un término legal que se refiere al proceso por el que las propiedades de una persona son confiscadas con el fin de pagar deudas, o porque se considera que las ha obtenido por medios delictivos. En este caso, la propiedad embargada era el propio cuerpo de la persona.

—Tan pronto como empezó el embargo —dijo Nightingale—, el perro guía, cuyo nombre creo que es
Malcolm
, enloqueció y obligó a la víctima potencial a alejarse. El inspector había mandado a su gente a controlar las acciones de beneficencia que tenían lugar en esa zona, y alguien de su equipo intervino antes de que nuestro pobre y embargado Punch pudiera seguir al ciego.

—Otro triunfo de la aplicación de la inteligencia a las acciones policiales —dije.

—Desde luego —afirmó Nightingale—. La primera que llegó al escenario de los hechos fue tu amiga, la agente May.

—¿Lesley? Apuesto a que no se alegró por ello —proferí.

—En sus propias palabras: «Hostia puta, ¿cómo es que estas cosas siempre me pasan a mí?» —explicó Nightingale.

—Bueno, ¿y quién fue en vida la víctima de este embargo? —pregunté.

—¿Acaso he dicho que haya muerto? —respondió Nightingale.

Me llevó por el pasillo, hasta una habitación en la que habían montado una unidad móvil de cuidados intensivos. Bien pensado, es francamente turbador que pueda haber semejante cosa en un tanatorio. Lesley estaba tirada sobre una silla en uno de los rincones de la sala. Nos saludó con la mano cuando entramos. A ambos lados de la cama había máquinas que resollaban y hacían «bip» o cuyas lucecitas simplemente parpadeaban en silencio. Sobre la cama se hallaba Terrence Pottsley, veintisiete años, de Sedgefield, condado de Durham, gestor de existencias en Tesco’s. Sus familiares aún no habían sido informados. Un matorral de acero inoxidable le salía de la cara: lo llaman fijadores externos. El doctor Walid tenía la esperanza de que permitieran reconstruirle con éxito el rostro una vez el embargo se hubiera resuelto.

—Y yo que me quejaba cuando me pusieron aparatos en los dientes —dijo Lesley.

—¿Está despierto? —pregunté.

—Al parecer, lo mantienen en lo que se suele llamar «coma médico» —dijo Nightingale—. ¿Oxley sabía con quién nos enfrentarnos?

—Isis sí lo sabía —dije—. Se acuerda de que Henry Pyke fue un actor fallido a quien tal vez asesinara Charles Macklin… que tuvo mucho más éxito en la escena.

—Ése sería el motivo de su resentimiento —dijo Nightingale.

—¿Lo arrestaron? —preguntó Lesley.

—La información accesible es vaga —declaré—. Puede ser que arrestaran a Pyke…

—A Pyke no —dijo Lesley—. A Macklin. Puede darse la casualidad de que escapara impune de un asesinato, pero escapar de dos parece muy jodido. Aparte de injusto.

—Macklin vivió hasta edad avanzada —dijo Nightingale—. Fue una de las figuras más populares de Covent Garden. Yo me enteré del primero de los asesinatos, pero no sabía nada sobre Henry Pyke.

—¿No podríamos hablarlo en otro lugar? —inquirió Lesley—. Este tío me pone nerviosa.

Como la mayoría de nosotros éramos policías, ese otro lugar tenía que ser un pub, o una cantina. La cantina estaba más cerca. Aguardé a que viniera el doctor Walid y luego empecé a exponer mi estrategia.

—Tengo una idea —exclamé.

—Mejor que no sea un astuto plan —replicó Lesley.

Nightingale nos miraba con gesto ausente, pero al menos el doctor Walid soltó una risilla.

—Sí lo es, de hecho —dije—. Un astuto plan.

Nightingale había venido con una copia en papel del guión de Piccini. Lo abrí y llamé la atención de todos ellos sobre la escena que venía después de que Punch matara al mendigo ciego. En ella, el alguacil trataba de arrestar a Punch por el asesinato de su mujer y su hijo.

—Me presento como voluntario para representar a ese alguacil de la escena siguiente.

—¿Se presenta usted voluntario para que le aplanen la cabeza a golpes? —preguntó el doctor Walid.

—Si se lee usted el guión, verá que el alguacil sobrevive al encuentro —dije—. Igual que el guardia que llega inmediatamente después.

—Entiendo que ése soy yo —dijo Nightingale.

—Me da igual, con tal de no ser yo —dijo Lesley.

—No estoy seguro de que esto vaya a funcionar —dijo Nightingale—. Henry Pyke no tiene motivo alguno para organizar un encuentro con nosotros, con independencia de que quedemos bien en su pequeña obra.

El doctor Walid señaló con el dedo un punto en el texto y dijo:

—Punch pregunta: «¿Y quién te ha mandado venir?», y el alguacil le responde: «Me han mandado venir por ti.» Punch no tiene alternativa; es su destino el que le da alcance. «Yo no quiero al alguacil», dice.

—Creo que no has entendido a Punch —dijo Lesley—. Das por supuesto que se trata de una especie de asesino en serie sobrenatural que está obligado a seguir la historia de esta pieza de Punch y Judy. Pero ¿y si fuera otra cosa?

—¿Como qué? —le pregunté.

—Como la manifestación de una tendencia social, del delito y el desorden, como una especie de supermacarra. El espíritu de la violencia y la rebeldía que anida en las turbas londinenses.

Todos nosotros la miramos con asombro.

—Te has olvidado de que yo también sacaba sobresalientes —dijo Lesley.

—¿Has pensado algún otro plan? —le pregunté.

—No —respondió Lesley—. Tan sólo quiero que tengáis cuidado. Aunque creáis saber lo que estáis haciendo, eso no significa que sepáis de verdad lo que estáis haciendo.

—Me alegro mucho de que nos lo hayas hecho notar —le dije.

—De nada —dijo Lesley—. Bueno, supongamos que encuentras a Henry. ¿Y entonces qué?

Era una buena pregunta… miré a Nightingale.

—Yo le seguiré el rastro a su espíritu —indicó Nightingale—. Si llego lo bastante cerca, podría seguirlo hasta sus huesos.

—Y entonces ¿qué? —preguntó Lesley.

Miré a Nightingale.

—Los desenterraremos y los pulverizaremos, los mezclaremos con sal gema y luego los dispersaremos en el mar —expliqué.

—¿Y eso funcionará? —preguntó Lesley.

—En otros casos ha funcionado —afirmó el doctor Walid.

—Va a necesitar una orden judicial —dijo Lesley.

—Para acabar con un fantasma no necesitamos órdenes judiciales —dije yo.

Lesley sonrió y dejó el guión sobre la mesa, a mi lado. Dio golpecitos sobre la página con la cuchara y leyó la siguiente línea:

—«Alguacil: No hace falta que me diga nada. Es usted un asesino y vengo con una orden judicial.» Si lo que queréis es seguir la obra de teatro, vais a necesitar todos sus elementos.

—Una orden judicial contra un fantasma —dije.

—De todas maneras, eso no va a ser ninguna dificultad —dijo Nightingale—. Aunque sí nos obligará a posponer la operación de captura hasta bien avanzada la noche.

—¿Vais a seguir adelante con esto? —preguntó Lesley. Me miró con preocupación. Traté de aparentar desenfado, pero creo que me salió algo que se parecía más al optimismo sin fundamento.

—Creo, agente, que es nuestra única opción —dijo Nightingale—. Le estaría muy agradecido si pudiera contactar con el inspector Seawoll y pedirle que esté a las once en Covent Garden listo para actuar.

—¿Tan tarde? —pregunté—. Puede que Henry Pyke no espere hasta entonces.

—Como pronto, dispondremos de la orden judicial a las once —dijo Nightingale.

—¿Y si esto no nos sale bien?

—Entonces tendrá que ser Lesley quien proponga un plan —dijo Nightingale.

Volvimos en coche a la Locura y Nightingale se encerró en la biblioteca de magia, presumiblemente para empollarse los hechizos de búsqueda de
revenants
. Subí al piso de arriba y saqué el uniforme del armario. Tuve que buscar el casco y finalmente lo encontré debajo de la cama. El silbato de plata que, por absurdo que parezca, aún forma parte del uniforme moderno, se hallaba dentro del casco. Como mi último teléfono no había sobrevivido a la fuente de Tyburn, fui al escritorio a buscar el Airwave policial y le puse las baterías. Al meterlo en la bolsa de viaje junto con el uniforme, me di cuenta de que aquello aún tenía pinta de residencia transitoria, de lugar donde me había instalado hasta encontrar algo mejor.

Cargué a hombros con la bolsa de viaje y me volví, y vi que Molly estaba en la puerta y me observaba. Ladeó la cabeza.

—No lo sé —dije—. Pero vamos a comer fuera.

Molly frunció el ceño.

—Voy a ser yo quien vaya al frente —le informé, pero no pareció que la impresionara—. No le va a pasar nada.

Me echó una última mirada de escepticismo antes de marcharse. Cuando salí de la habitación, ella ya no estaba. Fui a la planta baja y esperé a Nightingale en la sala de lectura. Salió media hora más tarde, vestido con su traje «de trabajo» y el bastón. Me preguntó si estaba a punto, y le dije que sí.

Era una hermosa y cálida noche de primavera. En vez de ir con el Jaguar, fuimos a pie pasando por el British Museum, y luego cortamos por Museum Street y salimos a Drury Lane. Aunque hubiéramos tardado un buen rato, aún nos quedaban varias horas, y entramos en un restaurante especializado en curry cerca del Theatre Royal con el prometedor nombre de La Casa de Bengala.

Al pasarle revista al menú, desprovisto —gracias a Dios— de patatas, bollos de corteza gruesa, pudín de sebo y salsa gravy, entendí que Nightingale tuviera tanta afición a comer fuera.

Nightingale pidió cordero al limón silvestre y yo me contenté con un pollo estilo Madrás. Estaba tan caliente que a Nightingale le lloraron los ojos. A mí me parecía demasiado suave. La cocina india no tenía ningún peligro para un muchacho que había crecido con pollo al maní y arroz wolof. La divisa de la cocina de África Occidental es que si la comida no pega fuego al mantel es porque el cocinero ha escatimado pimienta. En realidad, no existe tal divisa. Desde el punto de vista de mi madre, era inconcebible que alguien quisiera comer algo que no quemara la boca por dentro.

Mientras esperábamos, pedimos una cerveza, y Nightingale me preguntó por el éxito de mis esfuerzos diplomáticos.

—Aparte de tu contratiempo con Tyburn.

Le hablé de la visita al río de Oxley y de la reacción de Beverley. No le conté que yo mismo había querido echarme al río. Le dije que me parecía que había ido bien y que había quedado claro que ambos bandos tenían cosas en común.

—Podríamos profundizar en ese aspecto —planteé.

—Resolución de conflictos —dijo Nightingale—. ¿Eso es lo que os enseñan ahora en Hendon?

—Sí, señor —afirmé—. Pero no se preocupe, también nos enseñan a pegar a los detenidos con listines de teléfono y las diez mejores maneras de falsificar pruebas.

—Me alegro de que las viejas artes del oficio se conserven —comentó Nightingale.

Eché un traguito de cerveza.

—Tyburn no es muy amante de las viejas maneras —dije.

—Peter —dijo él—, entre todos los hijos de Madre Támesis tenías que pelearte con lady Ty. —Agitó el tenedor en el vacío—. Es por estas cosas por lo que no conviene que emplees la magia mientras no hayas completado tu instrucción.

—¿Y qué tendría que haber hecho?

—Tendrías que haber hablado con ella —explicó—. ¿Por quién tomas a Ty… por una gángster? ¿De verdad pensabas que te iba a pegar un tiro en la cabeza? Tan sólo te presionó para ver cómo reaccionabas, y tú metiste la pata hasta el fondo.

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