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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

Ríos de Londres (33 page)

BOOK: Ríos de Londres
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—Tenía la esperanza de que se tratara de algo más discreto —dijo Seawoll.

Apagué la luz y traté de recordar su «configuración», pero era como tratar de recordar un sueño: en el mismo momento en el que creía asirlo, se me escapaba de entre los dedos. Sabía que tendría que pasar un rato largo en el laboratorio para recuperarla, pero, tal como me había dicho Nightingale cuando empezamos, conocer la
forma
es ganar la mitad del combate.

—¿Te has cargado la cámara? —preguntó Seawoll. Asentí y suspiré aliviado—. Tenemos menos de un puto minuto para hablar —dijo—. No me había metido en un pozo de mierda semejante desde que mataron a De Menezes. Lo que te aconsejo, muchacho, es que te escondas en el agujero más profundo que encuentres y te quedes allí hasta que esta tormenta de mierda haya terminado y las mierdas del río hayan vuelto a su cauce.

—¿Y qué pasará con Lesley? —pregunté.

—No te preocupes por Lesley —dijo Seawoll—. Se halla bajo mi responsabilidad.

Lo cual quería decir que Seawoll había intervenido como protector de Lesley y había dejado claro que quien fuese por ella tendría que empezar por enfrentarse a él. El oficial que habría tenido que cubrirme las espaldas a mí era Nightingale, y en esos momentos estaba tendido en una cama del Hospital Universitario y respiraba por un tubo, por lo que no era probable que interviniese. Me gustaría pensar que Seawoll me habría protegido también a mí si hubiera podido, pero, en realidad, no lo sabré jamás. En ningún momento me dijo que tuviera que cuidar de mí mismo… se daba por supuesto.

—¿Y qué coño vamos a hacer ahora? —preguntó Seawoll.

—¿Me lo pregunta usted a mí?

—No, joder, se lo pregunto a la mesa, si te parece —dijo Seawoll.

—No lo sé —dije—. Hay muchas cosas que no sé, señor.

—Pues entonces ponte a estudiar —dijo Seawoll—. Porque no sé tú, pero yo no creo que el señor Henry Pyke se vaya a detener ahora… ¿tú que crees?

Negué con la cabeza.

Stephanopoulos gruñó y dio unos golpecitos en el reloj de pulsera que llevaba puesto.

—Te voy a poner en la calle —dijo—. Porque tenemos que conseguir que esta puta mierda de los espíritus se termine antes de que algún puto miembro de la Asociación de Oficiales Superiores de Policía se deje llevar por el pánico y meta en esto al arzobispo de Canterbury.

—Haré todo lo que pueda —contesté.

Seawoll me echó una mirada con la que me dio a entender que me convenía poder mucho.

—Cuando prosigamos con el interrogatorio —dijo—, quiero que uses el cerebro antes de abrir la boca, como aquella vez en Hampstead. ¿Te ha quedado claro?

—Como el agua.

La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y un hombre se asomó al interior. Era de mediana edad y tenía el cabello gris, espaldas anchas y cejas extraordinariamente pobladas. Aun cuando no hubiera visto su foto colgada en la página web de la policía, me habría dado cuenta en seguida de que Richard Folsom, comisario auxiliar suplente, era una de las bestias más grandes de la jungla. Apuntó a Seawoll con el dedo y le dijo:

—Alex, hablemos un momento, por favor.

Seawoll miró la grabadora averiada.

—Se suspende el interrogatorio —dijo, y apuntó la hora—. Luego se levantó y siguió con aire sumiso a Folsom. Stephanopoulos, sin mucha convicción, trató de lanzarme su célebre mirada maligna, pero yo me pregunté si aún conservaría la colección de «Mi pequeño pony».

Seawoll regresó y nos dijo que el interrogatorio proseguiría en una habitación adyacente donde la cámara aún funcionaba. Una vez allí, rendimos honor a la añeja tradición de mentir descaradamente sin apartarnos de la verdad. Les dije que Nightingale y yo habíamos tenido motivos para creer, por las palabras de un informante convencional, que el grupo —porque tenía que tratarse de más de una persona— que había llevado a cabo una serie de absurdos ataques en el barrio de West End debía de tener su base en Bow Street, y que habíamos ido hasta allí para investigar cuando caímos en una emboscada que nos habían tendido unos asaltantes desconocidos.

—Al comisario auxiliar suplente Folsom le procupa que la Royal Opera House pueda correr algún peligro —dijo Seawoll.

Al parecer, tenía cierta afición por la ópera. Había conocido las obras de Verdi poco después de ascender a comandante. No es extraño que los policías de cierta edad y rango sufran un repentino acceso de esnobismo cultural; es como la típica crisis de la mediana edad, pero con lámparas de araña y lenguas extranjeras.

—Pensamos que toda esa actividad podría tener su foco en Bow Street —expliqué—. Pero, hasta este momento, nuestras investigaciones no nos han permitido establecer una relación sólida entre los incidentes y la Royal Opera House.

A las seis, teníamos a punto una versión de los acontecimientos que Seawoll podría colarle a Folsom, y yo me estaba durmiendo en la silla. Contaba con que me suspenderían de empleo y sueldo, o con que, por lo menos, me informarían de que me enfrentaba a una acción disciplinaria o una investigación por parte de la Comisión Independiente para Reclamaciones contra la Policía. Pero hacia las siete me dejaron marchar.

Seawoll se ofreció para llevarme en coche, pero no quise. Fui a pie hasta St. Martin’s Lane, tembloroso debido a la tensión y de la falta de sueño. El clima había cambiado durante la noche. Soplaba un viento gélido bajo un cielo turbio y azul. Era sábado y la hora punta empezaría más tarde, de modo que las calles aún no habían perdido del todo la quietud de la madrugada. Crucé New Oxford Street y me dirigí a la Locura. Me esperaba lo peor y mis expectativas no se vieron defraudadas. Había por lo menos un coche de la secreta aparcado junto a la acera de enfrente. No vi a nadie dentro, pero hice un gesto con la mano, por si acaso.

Entré por la puerta principal, porque es mejor enfrentarse de cara a las situaciones, y porque estaba demasiado fatigado para caminar hasta las cocheras. Esperaba encontrarme a la policía, pero tan sólo vi a un par de soldados con traje de camuflaje y rifles de servicio. Llevaban chaquetas DP y gorras militares con el distintivo del regimiento de paracaidistas. Había dos que impedían el paso a la altura del guardarropa y otros dos se habían plantado a ambos lados de la puerta principal, a punto para acabar con un enemigo lo bastante suicida como para tratar de atacar por el flanco a dos
paracas
armados. Alguien se había tomado muy en serio la protección física de la Locura.

Los
paracas
no levantaron los rifles para cerrarme el paso, pero sí adoptaron ese aire de despreocupación chulesca que debió de animar un día tras otro las calles de Belfast hasta que llegó el acuerdo de paz. Uno de ellos señaló con la cabeza la recámara donde, en tiempos en los que la Locura había sido más elegante, el portero debía de aguardar cuando no lo necesitaban. Otro
paraca
, con galones de sargento, se había instalado allí con una taza de té en una mano y un ejemplar del
Daily Mail
en la otra. Lo reconocí. Se trataba de Frank Caffrey, el enlace de Nightingale en la Brigada de Incendios. Me hizo un gesto amistoso con la cabeza y me indicó que me acercara. Eché una ojeada a las insignias que Frank llevaba en los hombros. Eran del 4.º Batallón del Regimiento de Paracaidistas, que sabía que formaba parte del Ejército Territorial. Frank debía de constar como reservista, con lo cual se explicaba que hubiese conseguido granadas de fósforo. Sospeché que se trataba de una nueva manifestación de coleguismo, pero, en este caso, estaba seguro de que Frank era colega de Nightingale. No vi a ningún oficial. Me imaginé que habrían regresado al cuartel y que harían como que no se enteraban, mientras los suboficiales se hacían cargo de la situación.

—No puedo dejarte pasar —dijo Frank—. Tendrás que esperar a que tu superior se recupere, o a que se nombre un sustituto oficial.

—¿Cuál es la autoridad que lo ordena? —pregunté.

—Ah, todo eso forma parte del acuerdo —dijo Frank—. La relación entre Nightingale y el regimiento tiene una larga historia; podríamos decir que se deben favores.

—¿Ettersburg?

—Hay deudas que no se podrán pagar jamás —dijo Frank—. Y también hay trabajos que se tienen que hacer.

—He de entrar —dije—. Necesito ir a la biblioteca.

—Lo siento, muchacho —dijo—. El acuerdo lo estipula claramente: no se permite el acceso no autorizado dentro del perímetro principal.

—El perímetro principal —repetí. Frank trataba de decirme algo, pero la falta de sueño me había dejado tonto. Tuvo que repetirlo para hacerme entender que el garaje se hallaba fuera de dicho perímetro.

Volví a salir a la pálida luz del sol y di la vuelta a la casa, llegué al garaje y entré. Afuera había un Renault Espace abollado, con matrículas tan descaradamente falsas que entendí que tenía que ser de los paracaidistas. Me tomé un momento para asegurarme de que el Jaguar estuviera bien, y luego saqué un plástico que teníamos guardado bajo un banco de trabajo y lo empleé para cubrir el coche de época. Subí torpemente y con fatiga por las escaleras hasta las dependencias de la cochera, tan sólo para descubrir que Tyburn se me había adelantado.

Estaba revolviendo los baúles y otros trastos viejos que tenía amontonados en el extremo más alejado de la puerta. El cuadro de Molly y el retrato del hombre que yo entendía que debía de ser el padre de Nightingale estaban apoyados contra la pared. La contemplé mientras se agachaba y sacaba otro baúl de debajo del diván.

—Es un baúl de viaje —dijo sin darse la vuelta—. Los hacían estrechos para poder meterlos bajo la cama. Así se podían guardar por separado las cosas que se pensaban llevar de viaje.

—Lo más probable es que lo hiciese el criado —dije—. O la doncella.

Tyburn sacó del baúl de viaje una chaqueta de lino cuidadosamente doblada y la colocó sobre el diván.

—La mayoría de la gente no tenía criados —dijo—. La mayoría se las apañaban solos.

Encontró lo que había estado buscando y se puso en pie. Vestía un elegante traje-pantalón italiano de satén negro y unos zapatos discretos, también negros. Aún conservaba en la frente la marca que le había hecho el trozo de mármol. Me enseñó el tesoro que había desenterrado: una funda de LP de color marrón apagado en la que había lo que reconocí como un disco de 78 revoluciones.

—Duke Ellington y Adelaide Hall,
Creole Love Call
, de la marca original Black and Gold Victor —informó—. Y estaba guardado en un baúl entre los trastos.

—¿Quieres venderlo en eBay? —pregunté.

Me lanzó una mirada fría.

—¿Has venido a recoger tus cosas?

—Si eso no te importa…

Tyburn vaciló.

—Por favor —dijo.

—Tu gentileza es excesiva —le dije yo.

La mayor parte de mi ropa se había quedado en la Locura, pero, como Molly nunca limpiaba en las cocheras, pude llevarme un jersey y unos vaqueros que se habían caído tras el sofá. El portátil estaba en el mismo lugar donde lo había dejado, encima de un montón de revistas. Tuve que dar un par de vueltas por la habitación hasta encontrar la funda. Tyburn no dejó de mirarme con ojos fríos. Era como si mi madre me hubiese vigilado mientras me bañaba.

Como había indicado Frank, en ocasiones nos encontramos con que tenemos que hacer algo, sin que importe el precio. Me enderecé y me encaré con Tyburn.

—Mira —le dije—, siento lo que ocurrió con la fuente.

Por un instante, pensé que podría funcionar. Os juro que vi algo en su mirada, apaciguamiento, reconocimiento —algo—, pero ese algo desapareció al instante, y fue sustituido por la misma ira sin fisuras de antes.

—He investigado sobre ti —me dijo—. Tu padre es un yonqui y lo ha sido durante treinta años.

No tendría que herirme el que me dijeran esas cosas. Sé desde los doce años que mi padre es drogadicto. Cuando lo descubrí, no trató de ocultar la realidad, y se esforzó por hacerme entender lo que significaba. No quería que siguiera sus pasos. Era una de las pocas personas en el Reino Unido que aún recibían la heroína por prescripción, por cortesía de un médico de familia que había sido incondicional de una de las leyendas del jazz londinenses con menos éxito. No se ha librado nunca de su adicción, pero siempre ha estado bajo control, y no tendría que dolerme cuando alguien le llama yonqui, pero, naturalmente, me duele.

—Maldita sea —dije—. Qué callado se lo tenía. Me has dejado consternado.

—Tu familia engendra siempre decepción, ¿verdad? —dijo—. Tu profesor de química quedó tan decepcionado contigo que escribió una carta al
Guardian
para contarlo. Tú eras su ojito derecho… por así decirlo.

—Ya lo sé —dije—. Mi padre tiene el recorte del periódico guardado en una carpeta.

—Y cuando te expulsen por falta grave —replicó Tyburn—, ¿también se va a guardar el recorte?

—El comisario auxiliar suplente Folsom —mencioné— está contigo, ¿no?

Tyburn me respondió con una sonrisa forzada.

—Me gusta seguirles la pista a las estrellas ascendentes —dijo.

—¿Y manejarlas como marionetas? —le pregunté—. Siempre me sorprendo de lo que la gente es capaz de hacer sólo por echar un polvo.

—A ver si maduras de una vez, Peter —dijo Tyburn—. Todo esto se reduce a una cuestión de poder e intereses compartidos. Ya sé que casi siempre piensas con los genitales, pero no creas que todos los demás hacemos lo mismo.

—Me alegro de oírlo, porque alguien tiene que decirte que deberías depilarte esas cejas —le endilgué—. ¿Lo de la pistola fue cosa tuya?

—No digas estupideces —respondió.

—Ése es tu estilo. Te buscas a otro que te solucione los problemas. Maquiavelo estaría orgulloso de ti.

—¿Acaso has leído a Maquiavelo? —preguntó. Vacilé en responderle y sacó la conclusión correcta—. Yo sí —dijo—. En italiano original.

—¿Y por qué lo leíste?

—Me lo hicieron leer cuando me graduaba —dijo—. En St. Hilda’s, Oxford. Historia e italiano.

—Con las mejores notas, sin duda —aseveré.

—Desde luego —afirmó ella—. Así entenderás que la galantería casposa de Nightingale no me impresione en absoluto.

—Entonces, ¿lo de la pistola fue cosa tuya? —pregunté.

—No, no lo fue —dijo ella—. Yo no tenía ninguna necesidad de organizar este desastre. Sólo era cuestión de tiempo el que Nightingale la jodiera. No esperaba que fuese tan imbécil como para permitir que le pegaran un tiro. Aunque, a río revuelto, ganancia de pescadores.

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