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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

Ríos de Londres (32 page)

BOOK: Ríos de Londres
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10

U
N LUGAR SIN CÁMARAS

Era un hombre de raza blanca y mediana edad, vestido con un traje confeccionado a medida, de buena calidad, pero sin rasgos peculiares. Sostenía con la mano derecha lo que parecía una pistola semiautomática, y una guía operística de Kobbé con la izquierda. Llevaba un clavel blanco en la solapa.

Nightingale se desplomó al instante. Se quedó de rodillas y luego se cayó de bruces en el suelo. El bastón se le escapó de la mano y rebotó varias veces sobre los adoquines.

El hombre del traje me miró, con ojos mortecinos y sin color a la luz de sodio de las farolas, y parpadeó.

—¡Así es como se tiene que hacer! —dijo.

Huir de un hombre con pistola es posible, sobre todo si la iluminación es mala, siempre que te acuerdes de correr en zigzag y seas lo bastante rápido como para impedir que te apunte bien. No diré que no fuese una opción tentadora, pero, si huía, no podría impedir que el hombre armado se acercara a Nightingale y le pegase un tiro en la cabeza. Durante los entrenamientos me habían enseñado que lo que hay que hacer en estos casos es tranquilizar al hombre armado al mismo tiempo que se camina lentamente hacia atrás; al hablarle, se establece algún tipo de relación y se consigue que el sospechoso se fije tan sólo en el agente. Así los civiles pueden escapar. ¿Habéis visto
La lámpara azul
, con Jack Warner y Dirk Bogarde? Cuando estudiábamos en Hendon, nos hicieron ver la escena en la que P. C. Dixon, el personaje de Warner, muere de un disparo. El guión de la película es de un ex policía que sabía de lo que hablaba. Dixon muere porque es un dinosaurio que comete la estupidez de avanzar hacia un sospechoso armado. Nuestros instructores nos lo dejaron muy claro: no le agobies, no le amenaces, no dejes de hablar y retrocede poco a poco. El sospechoso tiene que ser particularmente estúpido, actuar guiado por motivaciones políticas o, como ocurrió en un caso memorable, gozar de inmunidad diplomática para pensar que su situación va a mejorar cuando mate a un policía. Así, por lo menos, ganas tiempo para que llegue una unidad armada y le reviente la cabeza al cabrón.

Pensé que no tendría posibilidades de retroceder. Se trataba de uno de los títeres embargados por Henry Pyke y no dudaría en matarme a mí, ni a Nightingale, por muy amablemente que le hablara.

A decir verdad, no pensé en absoluto. Mi cerebro me decía: «¡Nightingale en el suelo… caído… hechizo!»


Impello
—dije, con toda la calma de que fui capaz, y el pie izquierdo del hombre levitó hasta un metro de altura.

Su cuerpo salió disparado hacia arriba y se cayó de lado hacia la derecha. Pegó un chillido. Perdí la concentración, y creo que fue porque oí el característico crujido con el que se le rompió el tobillo. El arma se le escapó de la mano y el hombre cayó al suelo agitando los brazos. Di un paso hacia él y aparté la pistola de un puntapié, y luego le di a él una patada en la cabeza, con mucha fuerza, por si acaso.

Tendría que haberlo esposado, pero Nightingale estaba echado en la calle a mis espaldas y se oía una especie de gorgoteo. Tenía lo que llaman una «herida succionante de tórax», y no es una descripción metafórica. Se le había abierto un orificio de entrada a diez centímetros bajo el hombro, pero al menos, cuando le di la vuelta, no encontré orificio de salida. Al enseñarme los primeros auxilios, me habían dado directrices claras por lo que respecta a las «heridas succionantes»… cada segundo que dejes pasar sin intervenir es un segundo de más que se tomará el Servicio de Ambulancias de Londres para llegar.

Estaba seguro de que los equipos de refuerzo no habían oído el disparo, porque, de haberlo oído, habrían tenido tiempo de llegar. Y, además, me había cargado el Airwave al hacer levitar al hombre de la pistola. Entonces me acordé del silbato de plata que llevaba en el bolsillo de arriba de la chaqueta del uniforme. Lo saqué torpemente, me lo puse en la boca y soplé con todas mis fuerzas.

Un silbato de policía en Bow Street. Por un instante, sentí una conexión, como un
vestigium
, con la noche, las calles, el silbato y el olor de la sangre y mi propio miedo, junto con todos los policías que habían patrullado en Londres a lo largo de los siglos, y que se habían preguntado qué diablos hacían a la intemperie a esas horas. O tal vez no sintiera nada más que mi propio pánico; ése es un error que se comete con facilidad.

El aliento de Nightingale empezaba a entrecortarse.

—No deje de respirar —le dije—. No le convendría nada abandonar ese hábito.

Oí sirenas que se acercaban… fue un bello sonido.

El problema con el coleguismo entre policías es que nunca se sabe cuándo va a funcionar, y tampoco si funcionará en interés propio, o en el de algún otro colega. Empecé a sospechar que no funcionaba en interés propio cuando me trajeron una taza de té y una galleta a la sala de interrogatorios. Cuando hay que hacerle un interrogatorio amistoso a un colega policía, se le lleva a la cantina y se le permite que vaya en busca de su propio café. Los únicos que tienen servicio de habitación son los sospechosos. Estábamos en la comisaría de Charing Cross y, por supuesto, me sabía el camino hasta la cantina.

El inspector Nightingale aún vivía. Me lo contaron mucho antes de sentarme en el lado equivocado de la mesa de interrogatorios. Lo habían llevado al recién inaugurado centro de traumatología del Hospital Universitario y lo habían declarado «estable», un término que puede hacer referencia a gran variedad de desastres.

Miré la hora. Eran las tres y media de la madrugada. Habían pasado menos de cuatro horas desde que le habían disparado a Nightingale. Todo el que trabaja durante algún tiempo en una institución de grandes dimensiones acaba por adquirir una percepción instintiva de los flujos y reflujos de su burocracia. Yo percibía el martillo que estaba a punto de caer sobre mí, y, dado que llevaba tan sólo dos años en la policía, la misma facilidad con que lo había percibido daba a entender que sería un martillo muy grande. Soy tan agudo que había adivinado quién había puesto en movimiento el martillo, pero no podía hacer nada, salvo quedarme sentado en el lado malo de la mesa de interrogatorios, con la taza de café aguado y dos galletas de chocolate.

En ciertas ocasiones no hay más remedio que quedarse quieto y aguantar el primer golpe. Así se puede saber qué es lo que el otro tiene en la mano, descubrir sus intenciones y, en el caso de que se le dé importancia a ese tipo de cosas, ponerse en el lado bueno de la ley. ¿Y si el golpe es tan fuerte que te derriba? Hay que aceptar ese riesgo.

El instrumento romo que habían elegido me pilló por sorpresa, por mucho que me esforzara en poner una cara neutra en el momento en el que Seawoll y la detective sargento Stephanopoulos entraron en la sala de interrogatorios y se sentaron frente a mí. Stephanopoulos arrojó una carpeta sobre la mesa. Era demasiado abultada como para que los papeles que contenía se hubiesen generado durante las últimas dos horas, así que la mayor parte de ellos debían de ser relleno. Stephanopoulos me dirigió una débil sonrisa mientras retiraba el celofán de unas cintas de casete y las introducía en una grabadora con dos pletinas. Una de las cintas tenía como objetivo que yo, o mi representante legal, pudiéramos evitar que se me citara fuera de contexto; la otra era para la policía, para demostrar que había confesado sin necesidad de que me golpearan la espalda, los muslos y las nalgas con un calcetín lleno de cojinetes. Ambas cintas eran superfluas, porque mi imagen quedaba registrada en la cámara de videovigilancia instalada sobre la puerta. Las imágenes en directo llegaban a la sala de observación que se hallaba al otro extremo del corredor. A juzgar por la teatralidad con la que Seawoll y Stephanopoulos habían hecho su entrada, nos observaba algún oficial que, como mínimo, debía de tener el rango de comisario auxiliar suplente.

Pusieron en marcha la grabadora, Seawoll nos identificó a mí, a sí mismo y a Stephanopoulos como los únicos presentes, y me recordó que no me hallaba bajo arresto, sino que estaba allí para ayudar a la policía en sus investigaciones. En teoría, podía levantarme y salir por la puerta cuando me apeteciese, siempre que me diera igual renunciar de por vida a mi carrera profesional en la policía. No creáis que no sentí la tentación.

Seawoll me pidió que le explicase, para que quedara grabada, la naturaleza de la misión en la que estábamos trabajando Nightingale y yo cuando le dispararon.

—¿De verdad quiere que quede grabado? —le pregunté.

Seawoll asintió y le conté la historia entera: teníamos la teoría de que Henry Pyke era un
revenant
, un fantasma vampiro guiado por la sed de venganza que ponía en escena el relato tradicional de Punch y Judy con personas de verdad como títeres, y habíamos trazado entre todos un plan que nos permitiría entrar en esa historia, a fin de que Nightingale pudiera encontrar los huesos de Henry Pyke y destruirlos.

Stephanopoulos no logró contener un estremecimiento cuando hablé de los aspectos mágicos del caso. Seawoll era impenetrable. Al llegar al intento de asesinato, me preguntó si había reconocido al asesino.

—No —dije—. ¿Quién es?

—Se llama Christopher Pinkman —dijo Seawoll—, y niega haber disparado contra nadie. Dice que había salido de la ópera y volvía a casa cuando dos hombres lo atacaron en la calle.

—¿Y cómo se explica que llevara un arma? —pregunté.

—Dice que no llevaba ningún arma —respondió Seawoll—. Ha declarado que lo último que recuerda es que salía de la ópera, y que lo siguiente que alcanza a recordar es que le diste una patada en la cabeza.

—Y que sintió un dolor atroz por los huesos rotos más abajo de la rodilla —concluyó Stephanopoulos—. Aparte de los moretones y contusiones de cuando lo arrojaste al suelo.

—¿Se han buscado rastros químicos del disparo? —pregunté.

—Es profesor de química en la Westminster School —aclaró Stephanopoulos.

—Qué mierda —dije.

La prueba de los rastros químicos no es fiable, y si el sospechoso trabajaba con productos químicos no habría forense que compareciese ante el tribunal y declarara probable, y menos aún seguro, que hubiese disparado una pistola. Me asaltó una horrible sospecha.

—Habrán encontrado el arma… ¿no? —pregunté.

—No se ha encontrado ninguna arma de fuego en el escenario del crimen —dijo Stephanopoulos.

—La alejé de una patada —expliqué.

—No se ha encontrado ninguna arma de fuego —repitió Stephanopoulos, recalcando las sílabas.

—Yo la vi —dije—. Era una pistola semiautomática, no sé muy bien de qué tipo.

—No se ha encontrado nada.

—Entonces, ¿cómo le dispararon a Nightingale? —pregunté.

—Nosotros —dijo Seawoll— teníamos la esperanza de que tú nos lo dijeras.

—¿Insinúan ustedes que le disparé yo?

—¿Le disparaste tú? —preguntó Stephanopoulos.

De pronto me noté la boca seca.

—No —negué—. No le disparé, y además, no llevaba arma. ¿Con qué le iba a disparar?

—Tenemos entendido que mueves objetos con la mente —inquirió Stephanopoulos.

—Con la mente, no —expliqué.

—Pues entonces, ¿cómo? —preguntó Stephanopoulos.

—Con magia —dije.

—Bueno, pues con magia —replicó Stephanopoulos.

—¿Qué velocidades alcanzan los objetos que desplazas? —preguntó Seawoll.

—No llegan a la velocidad de una bala.

—¡Vaya! —exclamó Stephanopoulos.

—¿Y qué velocidad puede alcanzar una bala?

—Trescientos cincuenta metros por segundo —dije—. Eso con una pistola moderna. Las balas de rifle son más veloces.

—¿Cuánto es eso en yardas? —preguntó Seawoll.

—No lo sé —respondí—. Pero si me presta usted una calculadora, se lo podré decir.

—Querríamos creerte —dijo Stephanopoulos, en el papel de «
poli
buena» más inverosímil de la historia de la policía.

Hice una pausa y respiré hondo. No había seguido ningún cursillo avanzado sobre interrogatorios, pero sabía todo lo básico, y la realización de aquél era extremadamente torpe. Miré a Seawoll, y él me respondió con la mirada de «por fin se despierta» tan querida por los maestros, detectives de rango superior y madres de clase media alta.

—¿Qué es lo que quieren creer? —pregunté.

—Que la magia existe de verdad —dijo Seawoll, y me dirigió una sonrisa cómplice—. ¿Podrías hacernos una demostración?

—No es buena idea —manifesté—. Podrían producirse efectos secundarios.

—Vaya, qué casualidad —dijo Stephanopoulos—. ¿Qué clase de efectos secundarios?

—Probablemente destruiría sus teléfonos móviles, PalmPilots, portátiles y todo tipo de equipamiento electrónico que pueda hallarse en esta sala —dije.

—¿Y qué pasaría con la grabadora? —preguntó Seawoll.

—También —dije.

—¿Y la cámara de videovigilancia?

—Lo mismo que la grabadora —dije—. Hay una manera de evitar que les pase nada a los teléfonos: sacarles las baterías.

—Pues yo no me creo nada de todo eso —dijo Stephanopoulos, y se inclinó agresivamente hacia mí. Con ese gesto impidió que la cámara que tenía a sus espaldas dejara constancia de que le sacaba la batería a un teléfono móvil extraplano Nokia, de diseño muy femenino.

—Creo que te vamos a pedir una demostración.

—¿Qué clase de demostración? —pregunté.

—Enséñanos lo que sabes hacer, muchacho —dijo Seawoll.

El día había sido muy largo y estaba rendido, así que opté por la
forma
que puedo ejecutar sin fallos en momentos críticos: encendí una luz fantasma. A la luz del fluorescente se veía pálida e insustancial, y Seawoll no se inmutó, pero el severo rostro de Stephanopoulos se transformó en una expresión sonriente, de gozo sin límites, hasta el punto de que por unos instantes llegué a imaginármela como una muchachita en una habitación de paredes de color rosa repleta de unicornios de peluche.

—Qué bonita —dijo.

Una de las cintas de la grabadora estaba rota y se había salido del casete, mientras que la otra simplemente había dejado de girar. Yo sabía, por mis experimentos, que tendría que incrementar la potencia de la luz fantasma para averiar la cámara de vídeo. Estaba a punto de crear una luz más brillante cuando me equivoqué con la «configuración» que tenía en la cabeza, y, de pronto, lo que tenía en la mano se transformó en una columna luminosa que llegaba hasta el techo. Era de color azul brillante y tenía dirección. Al mover la mano, el rayo se desplazó también por las paredes. Era como disponer de un reflector personal.

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