—Ahora hazlo tú como lo recuerdes, Sonia.
Sonia intercambió posiciones con su compañera y escenificó una maniobra casi exactamente igual.
—Bien. ¿Quieres hacerlo tú, Salomé?
La hija de la cocinera estaba tan inquieta como si en realidad fuera a sufrir un segundo ataque. Inclinó la cabeza de modo que me resultaba difícil entenderla.
—A mí me hizo lo mismo —susurró.
—Es importante que lo escenifiques.
Se levantó, lastrada por un peso muerto. Llevaba una camiseta demasiado larga sobre su tejano gastado. En vez de dirigirse hacia las otras muchachas vino hasta donde estaba yo. Me tomó uno de los brazos, aproximó el suyo y apretó con fuerza sorprendente. Entonces levantó la cara y me clavó sus ojos con fiereza. Noté manar el odio de su cuerpo. El brazo me escocía freudianamente. Me aparté.
—Está bien.
Intenté serenarme antes de hablar.
—De modo que llevaba algo en el brazo y tenía que apretarlo con mucha fuerza para que se clavara.
Asintieron.
—Escuchadme con atención. ¿Podría decirse que lo que llevaba era un reloj, un reloj en su muñeca?
Se quedaron pensando.
—No lo sé —dijo Patricia.
Intervino Sonia.
—Es posible, pero también podía ser una pulsera, o una cosa atada con cuerdas.
Salomé seguía muda.
—¿Qué piensas tú? —le pregunté.
—Sólo sé que dolía mucho —respondió.
—Por último, y no es ninguna tontería, ¿diríais que a las tres os atacó el mismo tipo?
Respondieron afirmativamente a la vez. Logré esbozar una sonrisa.
—Eso es todo, podéis marcharos.
Lo hicieron con cierto atropello, locas por largarse, no me dijeron adiós ni yo lo hice tampoco.
Garzón entró, precedido de un trompeteo de venganza. Sin embargo, descarté pedirle disculpas.
—¿Qué tal? —preguntó.
—Nada espectacular, pero ahora podemos estar convencidos de que se trata del mismo hombre.
Era su turno de tocarme las narices.
—Creí que eso lo dábamos por sentado.
—Pues no, podía tratarse de una banda, un grupo de indeseables.
Puso cara de que un profundo respeto por las jerarquías le impedía reírse. Su bigote chicano se esponjó de desprecio.
—Además, ahora sé cómo se llevó a cabo exactamente la maniobra de marcarlas.
—Bien, dígame por dónde seguimos.
—¿Sabe si la asistente social está en comisaría?
Aquellas preguntas a destiempo conseguían remitirlo a su rol oficial.
—Iré a ver.
—Quiero estar segura de que lo sabemos todo sobre el acto de agresión.
Pobre Garzón, salió después de haberse cuadrado ligeramente. Predominaba en él el sentido del deber. Veía claramente que yo estaba estancada en un pantano haciendo inútiles esfuerzos por nadar, pero a pesar de ello cumplía mis órdenes como si fueran las del Papa. Volvió al cabo de un instante con la asistente.
Era muy directa.
—¿Qué quiere saber? —preguntó.
—Dígame algo de las chicas, ¿cómo son?
Se sentó y cruzó las piernas. Sus taconazos robustos hacían ruido hasta cuando no caminaba.
—¿Las chicas? Bueno, ya se lo imagina, del tipo lumpen. Poco dinero, poco cerebro, poca educación. Trabajan las horas que les toca y luego se pasan el tiempo en los bares.
—¿Cree que alguien de su entorno podría haberlo hecho?
—¡Qué le voy a decir!, en esos ambientes no se puede asegurar nada. Es como si todo el mundo estuviera siempre al borde de delinquir. Juegan a las máquinas, al billar, a lo mejor les ofrecen droga, a lo mejor no. Si no se enganchan a nada suelen casarse con un mecánico o fregar escaleras... ya sabe.
—¿Alguna de ellas frecuenta ambientes de drogadicción?
—No, no lo parece.
—Usted fue la primera que habló con ellas después de los hechos. ¿Le llamó algo la atención en sus reacciones?
Echó mano de una carpetilla que había traído consigo.
—A ver... la tal Sonia estaba muy preocupada por su novio, un chaval que trabaja de lavacoches, como encima ese cabrón las marcó... Patricia era la más furiosa, decía que le hubiera gustado matarlo, se recompuso enseguida sin embargo. La otra, Salomé... es una chica rara, habla poco, parece que todo se lo traga. Supongo que era virgen.
—¿Las otras no?
—No creo. Oiga, estas chicas saben bastante de la vida, no piense en ellas como niñas que van a sufrir un trauma. Sus condiciones son muy duras, esto no es más que otro golpe.
Observé con estupor aquel rostro que reflejaba insensibilidad.
—¿Quiere decir que en el fondo da igual que las hayan violado?
Dio un respingo evidente. Miró al subinspector como testigo de la provocación.
—Yo no he dicho nada parecido. ¿Qué insinúa?
—Puede marcharse, es todo lo que quería saber.
Frunció los labios como si se retuviera para no escupirme. Saludó estentóreamente y salió dando un portazo. Me volví hacia Garzón.
—¿Ha visto eso? Se supone que trabaja aquí para brindar soporte a las víctimas.
Garzón estaba inexpresivo, un inglés a la hora del té. No se le veía dispuesto a darme la razón o escandalizarse conmigo.
—¿Cómo puede hacer algo por ellas si sólo las considera putillas de barrio?
—Cada uno tiene una manera de cumplir con su obligación.
¡Maléfico Garzón!, siempre preparado a devolverme la pelota, a colar una indirecta, siempre manteniendo la barrera entre los dos bien levantada.
—Me voy a casa, subinspector. Llámeme si hay novedades.
Ni Chopin conseguiría devolverme a mis casillas. Me senté en un sillón y puse los pies en alto, pero estaba incómoda y opté por salir al jardín. Los geranios se veían tan yertos como siempre, sólo que ahora presentaban una pátina de tierra que les daba un aspecto horroroso. Decidí prepararme algo para comer; dicen que guisar relaja, y quizá sea cierto porque la visión de mi nueva cocina me tranquilizó. Había quedado muy bien, amplia, pertrechada con armarios sencillos, un gran ventanal. Descorrí con amor las cortinas que yo misma había escogido. Allí fuera quedaba el mundo exterior, lleno de prejuicios y de estupidez, de asistentes sociales, de subinspectores... quizá debía dimitir. Presentarme ante el jefe y decirle: «
Lo siento pero no aguanto más
». Ser sincera, reconocer que estaba en un lío sin salida aparente. Casqué un par de huevos y me puse a batirlos sin saber qué haría con ellos. Sonó el teléfono. Era Hugo.
—A las cuatro nos espera el notario para la firma. Podríamos comer juntos.
—Lo siento pero estoy haciendo un
soufflé
.
—¿Un
soufflé
? ¿Has vuelto a casarte?
—No, pero me cuido mucho, practico gimnasia, tomo baños con sales, hago ensaladas de fruta.
—Y
soufflés
.
—Exacto, y
soufflés
.
—Entonces bastará con que nos encontremos un rato antes en una cafetería, hay cosas que quiero comentarte.
Asentí como si fuera imbécil y nos dimos una cita. Había vuelto a hacerlo de nuevo: temer su opinión, demostrarle sin ninguna necesidad que era respetable, cuidadosa, razonable, convencional. No lograría nunca sacudirme el encogimiento que me atenazaba frente a él. Hugo era la medida de todas las cosas y no sería fácil apartar su figura bíblica de mi vida, mostrarme como era, dejar de pensar que, en el fondo, siempre tenía la razón.
A la hora fijada llegué a la cafetería. Estuve a punto de hacer de verdad un
soufflé
por no presentarme a sus ojos habiendo mentido. Por fortuna me contuve, limitándome a una simple tortilla. Hugo lucía su pinta más atildada, de caballero en plenitud. No podía evitar cierta crispación en el rostro cuando me tenía delante: sobre su europeísmo civilizado volaba aún alguna pluma de Calderón.
—Lamento haberte hecho venir, pero quiero que esté arreglado todo el asunto antes de casarme. No sería decoroso tener propiedades con dos mujeres a la vez. Lo entiendes ¿verdad?
—Sí. ¿Qué es lo que debo firmar?
—El contrato privado de venta. La escritura vendrá poco después. Entonces te daré en un cheque tu parte correspondiente.
—De acuerdo.
—Dijiste que el dinero no te viene mal.
—No.
—¿Tienes dificultades financieras?
—Ninguna dificultad. Pero ya sabes que el sueldo de policía no es muy elevado.
—Si no hubieras abandonado el bufete...
Intenté ser muy suave:
—Hugo, por favor.
—Era un bienestar ya conseguido.
—Lo sé.
—Y un trabajo bastante más digno para una mujer.
Justo el momento idóneo para mandarlo al carajo, pero me resultaba imposible hacerlo, de modo que lo dejé pasar.
—He leído los periódicos.
—Ya.
—Deprimente. Te van a crucificar. ¿Sabes dónde te has metido? Un caso de violación múltiple, no vas a salir de ahí sin buscarte un follón. La prensa va a perseguirte por todos lados.
—No puedo escoger los casos, me los dan.
—Tonterías, Petra, es algo en lo que nadie quiere pringarse y te lo han endosado. ¿Era eso lo que querías al ingresar en el cuerpo?
—Mira yo...
—Andar todo el día junto a un policía gordo, entrando y saliendo de bares de mala muerte y puticlubs. Te estás jugando tu dignidad. Ya saben que eres del grupo de documentación, los periodistas investigarán en tu vida, se meterán a fondo, ahora ha salido tu inexperiencia, más tarde saldrá cualquier otra cosa.
Como por ejemplo que había estado casada con él. ¡Dios!, veía clara su jugada, pero aquel peso extraño de la culpa ancestral me impedía contestarle. El temía su implicación en mi vida desastrosa, su nombre junto al mío. Hubiera sido el colmo, verse salpicado por mis estúpidas decisiones que siempre había condenado. Cornudo y apaleado. Abandonado y escarnecido.
—Acompañada permanentemente por ese subcomisario o lo que sea, con su pinta de cantante de tangos. No es un trabajo para ti.
—Se trata de algo transitorio.
—Suficiente como para desprestigiarte por completo. Mira, yo tengo amigos, creo que podría encontrarte algo en algún bufete. El mío queda descartado, por supuesto, pero hay otros en los que podrías encajar, volver a la abogacía, enderezar de nuevo tu vida. ¿No ha quedado bastante saciada con estos años tu sed de cambios y aventuras? Has intentado un segundo matrimonio insensato, fallido, que tu profesión se venga abajo es más de lo que puedes permitirte.
—No sé, yo...
—Pues al menos pide que te releven del caso, di que no te encuentras capacitada, vuelve al servicio de documentación. Dudo que te lo nieguen, es lo razonable.
—Lo pensaré. Te prometo que lo pensaré.
Me escudriñó procurando advertir si me había convencido o se trataba de una excusa. Debió pensar que por el momento era un buen inicio, ya tendría tiempo de rematar la faena cuando volviera a verme y me entregara el maldito cheque. Se levantó con prestancia de marqués, me dio la mano y se marchó sin haber esbozado una sonrisa.
Al entrar en casa cerré la puerta dando un golpe tremebundo que resonó en la soledad. No encendí la luz. ¿Era éste el destino de una mujer? ¿Permanecen siempre presentes los maridos, amigos, amantes que alguna vez pasaron por su vida? No había conseguido librarme de Pepe tras año y medio de separación, ahora aparecía Hugo como un trasgo sepulcral. ¿Eran ésas las etapas de la existencia de una mujer: primer marido, segundo marido... no se sucedían como las de los demás mortales: nacimiento, dentición, pubertad...? Empantanada siempre en el pasado. Hugo pensaría lo mismo con respecto a él: «
¿Qué locuras pueden ocurrírsele aún que comprometan mi nombre?
». Y sin embargo llevaba razón, yo no estaba capacitada para la envergadura que había tomado aquel caso, me encontraba sin saber qué hacer, ni siquiera el cantante de tangos me apoyaba. Lo razonable hubiera sido dimitir. Hugo aconsejaba siempre lo razonable. Me daba la oportunidad de volver a empezar. Sólo que yo no quería empezar de nuevo, sino pararme, dejar mi biografía pendiente de un hilo, sin hitos ni efemérides, arremansada en un socavón. Dejaba los hechos para quienes aún tenían ímpetus, yo me conformaba con el excipiente del brebaje vital: paseos, libros, la decoración de mi nueva casa, películas, tazas de té...
El teléfono sonó en la oscuridad, lo busqué a tientas con dificultad, ni siquiera me había desembarazado del abrigo.
—Dígame.
—Siento mucho molestarla Petra pero es que...
—No se preocupe Garzón, ¿qué ocurre?
—Se trata del violador.
—¿Y bien?
—Ha vuelto a violar.
—¿Qué?
—Ya lo ha oído.
—¿Cómo ha pasado?
—Por teléfono, no. Será mejor que se pase por comisaría, yo ya estoy aquí.
¡Jodido Garzón!, ¿qué hacía siempre en comisaría, vivía allí? ¿Y por qué no podía hablar por teléfono? ¿Pensaba en los periodistas o había confundido el género de espías con el policial? Me restregué la cara intentando una reacción pero no conseguía despertarme, aquello era un mal sueño, una historia terrible. ¿Qué especie de hijoputa podía seguir aquel ritmo frenético de violaciones y marcas de flor? ¿Quería hacerse notar, tener a su alrededor a todos los medios informativos, poner en jaque a la policía? Era un loco sin duda alguna. Salí dejando la casa oscura, ni siquiera había podido mirarla un instante.
La nueva hazaña del violador desbarataba las conjeturas sociales que había hecho Garzón. En esta ocasión se trataba de una niña bien. El hecho se había producido al atardecer en la parte alta de la ciudad, en un barrio elegante. Se cumplían uno por uno los requisitos de las otras historias: penetración, ninguna pista accidental, cara tapada, hombre joven y atlético y nada de agresiones violentas a no ser la marca del brazo, idéntica a las anteriores. La chica volvía de su clase de tenis, la sorprendió, la atenazó junto a la puerta de un garaje y la forzó. Sin testigos. No pudimos interrogarla, había sufrido un ataque de nervios y estaba en el hospital. Hasta que no consiguieran sedarla y sacarla del
shock,
no tendríamos oportunidad de estar con ella. Quería verla, comprobar si su tipo físico coincidía con el de las demás víctimas. Estaba casi convencida de que se trataba de un móvil psicológico, pensar en otros motivos empezaba a ser absurdo con aquel ritmo de ataques.
El padre de la chica sí estaba allí. Era un importante arquitecto, un tipo que apenas rebasaba los cuarenta años y parecía dotado de una extraordinaria energía. En cuanto entré en el despacho y lo vi comprendí que culpaba a la policía de todas sus desgracias personales. Su talante era el de alguien que presenta una reclamación. Estaba por completo fuera de sí, caminaba de arriba a abajo mientras parloteaba atropelladamente. Según me dijo Garzón había pedido entrevistarse con el comisario. Al descubrirme echó chispas sin mediar más trámite.