Ritos de muerte (13 page)

Read Ritos de muerte Online

Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

BOOK: Ritos de muerte
9.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pero bueno, ¡esto es inaudito!

—¿Por qué?

—No me ha dicho ni media palabra.

—¿Y qué te iba a decir? Es un cliente del bar, eso es todo.

Me callé.

—Pepe, gracias por los informes. Ahora es mejor que te vayas.

—¿Ya?, ¿no puedo fumarme un cigarro?

—No. Tengo que marcharme enseguida.

—Creí que habías venido a esta casa para gozar de tranquilidad.

—Eso a ti no te importa. Si vuelve esa periodista le dices que...

—Si pide un café será una clienta y tendré que tratarla bien.

—De acuerdo, Pepe, haz lo que te venga en gana.

—Es mi deber.

Fui empujándolo hasta la puerta y cerré tras de mí con un golpe.

Subimos cada uno a nuestro coche. Lo vi meterse en su desvencijado Diane. Era su vehículo perfecto: lento, desfasado, lleno de espacio interior para transportar a sus gatos. Había estado completamente loca casándome con un hombre capaz de conducir algo así. Notaba mi cara congestionada, el pulso acelerado. Las revelaciones de los periodistas yendo tras mis huellas y de Garzón en franca camaradería con Pepe eran demasiado para un día que no hacía más que comenzar.

En cuanto llegué a comisaría hice lo posible por encontrar al subinspector. Estaba en la sala de juntas, hierático e imponente como una estatua caldea.

—¿Y a usted cuándo coño van a darle un sitio fijo para sentarse, Garzón?

Se quedó atónito ante mi
demarrage
.

—Supongo que estaré itinerante mientras siga colaborando con la Guardia Civil —dijo, sin saber a qué atenerse.

—¿Aún con lo del alijo?

—Sí.

—Siempre en pos del confidente, ¿no?

Cada vez estaba más mosqueado.

—Ya ve.

—Es raro que acabado de llegar a Barcelona conozca usted ya a tantos confidentes.

—No los conozco, me dan una lista y entablo trato con ellos, creo que se lo expliqué.

—Sí, puede que sí. De todas maneras usted tiene facilidad para conectar con la gente.

—Es posible.

No pude aguantarme más.

—Oiga Garzón, dirá que me meto en su vida privada, pero lo cierto es que hay algo que me intriga y quiero preguntárselo.

Su mirada bailoteó inquieta por mi rostro.

—Adelante.

—¿Es verdad que va a menudo al bar de Pepe?

—¿Al Efemérides? Pues sí, me gusta la comida y el ambiente. ¿Por qué?

—Bueno, usted no me ha comentado nunca que lo hiciera.

—No me pareció necesario.

—¡Por supuesto que no! Si saco este tema a colación es porque una periodista ha estado allí, haciéndole preguntas a Pepe sobre nuestro caso. Él cree que lograron localizar el Efemérides siguiéndole a usted.

Los rasgos de su cara demostraron un ligerísimo gesto de dolor bien reprimido. Encendió un cigarrillo aparentando una total naturalidad.

—Ya se sabe, los periodistas no van a dejarnos en paz. Quizá nos sigan a todas partes... en cualquier caso no podemos estar mediatizados por sus movimientos. Quizá sería más prudente ir ofreciéndoles algunas migajas de información, a lo mejor estaríamos más tranquilos.

—No, ni hablar.

—Mi experiencia me dice...

—No mientras yo dirija esta investigación. Esos reportajes atentan contra la dignidad humana. Le prohíbo que les facilite ni un solo dato. Espero no tener que repetírselo.

Tragó una abultada nuez. Sus ojos eran demasiado mansos como para expresar odio, pero yo sabía que había hecho lo peor, recordarle mi autoridad.

Entró un guardia:

—Inspectora, la requieren al teléfono.

Un buen momento para deshacer aquella situación violenta. Me excusé. Era el experto del laboratorio de analítica.

—Ya hemos estudiado la púa, inspectora Delicado. Voy a mandarle el informe ahora mismo.

—Adelánteme algo.

Carraspeó.

—En fin, externamente esa púa no nos transmite datos de interés. No hay huellas, ni marcas, ni rastros. Pero puedo hablarle de su constitución. Es de plata pura, sin aleaciones y ha sido recubierta con un baño de rodio.

—¿Rodio?

—Es un material que da brillo a la plata, se usa en joyería según tengo entendido. No hay nada más, ¿cree que puede ayudarles?

—Supongo que sí. Antes no teníamos nada y ahora tenemos algo, aunque sólo sea por eso...

No sabía si creía en mis propias palabras, un material que se usa en joyería no es una de esas pistas espectaculares que te ponen en el buen camino. Sin embargo, ¿quién podía saberlo? Quizás aquel material tenía unas características especiales que conducían inequívocamente en una dirección, era propio de un gremio de artesanos o se utilizaba específicamente en algún lugar. Era, por fin, un punto desde el que partir. Tenía su gracia la técnica de investigación, era como una ciencia empírica, primero fluía la intuición y más tarde las pruebas se encargaban de apuntalar o destruir una teoría. Sentí un fuerte deseo de saber.

Garzón me esperaba a la salida misma del despacho. Pensé que había llegado el momento de la declaración abierta de hostilidades. Esperé la frase deflagratoria, pero no, no era para mandarme al infierno para lo que aguardaba allí. Aunque estaba aún acelerado como un vehículo mal puesto a punto, se limitó a anunciarme:

—El comisario quiere vernos a los dos.

Me había equivocado, estaba esperando una escaramuza táctica con los aliados y el enemigo en pleno me declaraba la guerra nuclear.

—¿Sabe qué quiere?

—No.

—Pues ya puede maliciárselo.

—Yo no me malicio nada, inspectora. Acudo donde me dicen, cumplo las órdenes que me dan y no hago preguntas, ya lo sabe usted.

Con el mosquetón en la mano, dispuesto a dispararme. Ahora, en el despacho del jefe, aprovecharía aquella oportunidad de oro para lanzarse en mi contra.

Las miradas de huida lateral que lanzaba el comisario, su tardanza en empezar a hablarnos y su abierta sonrisa al hacerlo me convencieron por completo del motivo por el que estábamos allí. Debió pensar que andarse por las ramas era inútil, porque inmediatamente soltó:

—Les he llamado para decirles que ambos pueden volver ya a sus destinos habituales.

A pesar de su estilo expeditivo Garzón no le entendió bien:

—¿A Salamanca? —preguntó.

Con aquel despiste momentáneo le dio al jefe la oportunidad de aligerar la tensión. Levantó las manos soltando una carcajada:

—¡No, subinspector, válgame Dios! Aquí entre nosotros está usted muy bien. Lo que quiero decir es que hacen falta de nuevo cada uno en su puesto, la inspectora Delicado en documentación, y usted...

—Perdone, no lo había captado.

Se reía sin ningún motivo.

—¿Ya no hacemos falta en el caso de las violaciones? —pregunté.

—Bueno, se ha considerado que ya han cumplido con su cometido, ahora son ustedes mucho más útiles en sus destinos.

—¿Y el caso? —insistí.

—Otros inspectores lo continuarán.

—¿Los que hasta ahora han estado ocupándose de cosas más importantes?

Dejó de sonreír, pero ejercía el mando de modo tolerante:

—Verán, desde una perspectiva más elevada se advierte mucho mejor cuál es el funcionamiento de la máquina. Unas veces las personas son necesarias aquí, otras allí... pero lo verdaderamente importante es que la máquina entera siga funcionando. Creo que es fácil de entender.

—¿Y no es más cierto que ha habido presiones?

—No la comprendo.

—Señor, usted sabe que los periodistas han estado armando lío, han intentado poner a la opinión pública en nuestra contra. Además, el padre de la última muchacha violada juró que movería sus influencias, ¿tenemos que pensar que lo ha hecho?

—La decisión de relevarles del caso ha sido del comisario jefe, eso para empezar, además, han estado ustedes lo suficientemente torpes en esta investigación como para que no sea necesario pensar en ninguna justificación al quitárselo.

—¿Cuáles han sido nuestros fallos? —insistí.

El comisario estaba ya moviéndose nervioso en su sitio.

—No puedo decirles nada en concreto pero ¿acaso esa historia presenta visos de resolución?

—¡No me diga eso, señor!, usted sabe que en España se resuelve un pequeño tanto por ciento de todas las violaciones denunciadas, ¿cómo a nosotros puede exigírsenos nada más al comienzo?...

—¡Inspectora Delicado, por favor! No debo permitirme el lujo de estar discutiendo con usted, es absolutamente irregular. Si tiene alguna queja oficial preséntela, de lo contrario, retírese.

—Pues sí, señor, considere todo lo que voy a decir como una queja oficial y quiero hacer constar que hablo sólo por mí y no en nombre del subinspector Garzón. Debo declarar que me considero víctima de un ejercicio frívolo del poder. No se puede encargar un caso a un profesional para que cubra un hueco momentáneo queriendo evitar sólo intromisiones de otras comisarías. Asimismo, no se puede quitar un caso a un profesional sólo porque exista una campaña periodística de desprestigio, o porque un implicado directo en el caso decida ponerse histérico. Con todos los respetos hacia mis superiores quiero señalar que estoy convencida de que este trato injusto se me dispensa por el simple hecho de ser mujer, un colectivo sin relevancia dentro del cuerpo, al que minimizar o vejar resulta sencillo y sin consecuencias. Protesto por esta decisión, creo que se sienta un precedente peligroso, que la independencia policial ante los avatares sociales queda seriamente dañada en su credibilidad. Protesto respetuosamente, señor.

—Está usted en su derecho. Ponga todo eso por escrito, y ahora márchese.

Lo hice con toda la delicadeza de gestos de la que fui capaz, quería que nada de aquello fuera considerado como una rabieta. Dentro del despacho quedó, silencioso, Garzón. No pude saber qué cara tenía porque en ningún momento lo miré.

Puse rumbo al bar. Hay que joderse, pensé, llevo varias semanas deseando inconscientemente quitarme todo este sucio asunto de encima y ahora me da por reivindicarlo en plan digno. Apoyé los codos en la barra. Una pataleta infantil, un arrebato, una gilipollez que sin duda pagaría. Pedí un vino blanco. Los camareros estaban distraídos viendo la televisión. ¿Por qué había actuado de aquella manera? Era fácil deducirlo, por vanidad. Aquel cabrón de violador podría haber estado atacando a chicas durante meses frente a mis propias narices ¿y qué habría hecho yo? Nada, verlas pasar colocadas en infamantes filas, vestales guardando cola frente al ara sacrificial. Aspirar a una pista, realizar una pequeña comprobación, ningún ímpetu por atrapar al culpable, y todo ello sazonado por la burlesca cotidianeidad: paradita para comer, bronca con el subinspector... Pero ahora alguien pretendía menoscabar mi sacrosanto ego y entonces saltaba como un gato, me consideraba arrancada de una investigación en puertas de descubrimientos imprescindibles. ¡Bah! Muy pocas motivaciones complejas mueven al ser humano: autoestima, hambre, sed, sueño, frío... una comunión demasiado estrecha con los animales. De repente me percaté de que justo a mi lado, acodado en la barra, se había sentado Garzón. Lo saludé con un gesto impreciso y seguí bebiendo. Ahora se había convertido en un testigo incómodo de mi estupidez. Me llegaron sus efluvios de Varón Dandy, un perfume denso y pesado como sopa de abuela.

—Me he solidarizado con usted —dijo por las buenas.

Permanecí en silencio.

—Cuando salió le dije al comisario que me solidarizaba con usted.

—¿Quiere repetir eso?

—Me ha entendido perfectamente, no voy a repetirlo.

—Ha hecho una tontería.

—A lo mejor.

Di un sorbo concienzudo a mi copa.

—Mire, subinspector, no estoy nada segura de haber obrado correctamente.

—A mí me gustó, sobre todo cuando dijo aquello del ejercicio frívolo del poder. Era justo lo que había que decir. Estuvo usted muy bien.

—Fue un arranque que no ha servido para nada, quizás hasta me casquen una sanción.

—Ésa es otra historia, pero el caso es que estuvo usted muy bien, contenida, cargada de razones, florida, francamente huevuda si me permite la libertad.

No debía estar diciendo nada que no sintiera porque ni se atrevía a mirarme, conservando la lateralidad como una pintura egipcia.

—Sigo pensando que se aprovecha con descaro de ser mujer, pero ¡quién sabe!, quizá no es malo recurrir a las armas que se tienen.

Quedamos callados un momento, luego prosiguió:

—¡Si viera la cara que puso el comisario cuando usted se fue!, había pasado un mal rato.

Sonreí:

—¿Qué le había comentado sobre mí, que soy una niña bien metida a policía?

—Algo por el estilo.

—Me lo figuraba.

—A lo mejor, después de oírla, ha cambiado de opinión.

—¡Y una leche habrá cambiado de opinión! Y aunque lo hubiera hecho, nos han quitado el caso y eso no tiene remedio.

—Le fastidia, ¿verdad?

—Me gusta acabar lo que empiezo.

—A mí también.

—Pues démonos por jodidos.

Quedaba poca gente en el bar. Garzón apuró su orujo.

—Petra, tengo la sensación de que nunca he sido muy agradable con usted.

—¡Bah, olvídelo!

—¿Qué le parece si tomamos otra copa fuera de aquí?

—No se sienta en deuda conmigo.

—Se trata de despedir nuestra colaboración de modo civilizado.

—Está bien, vámonos.

Paseamos por las Ramblas. Hacía un frío del demonio, pero mi particular Hércules Poirot parecía no darse cuenta. Llevaba la gabardina arrugada debajo del brazo y lucía su pinta más juncal. Estaba contento. ¿A qué se debía su metamorfosis? ¿Habría sido aquella la primera vez que veía replicar una orden? Probablemente sí. En su larga carrera habría asistido a algunas rebeliones de tipos esquinados, a alguna mala contestación, quizás incluso a alguna reacción violenta del subordinado contra el superior, pero era obvio que mis reivindicaciones tan sensatas y retóricas le resultaban nuevas, llenas de lustre formal. Mejor, guardaría un buen recuerdo de mí después de todas nuestras pendencias, la lucha feminista podía apuntarse un tanto a mi salud. Cincuenta y tantos años firmes y a la orden debían producir un siniestro dolor de riñones, pero Garzón los había aguantado bien. Sin embargo, los replanteamientos vitales al final del camino producen un efecto mucho más letal que todos los cigarrillos fumados, que la grasa de cerdo y el café. De eso muere la gente en realidad, del sofocón de preguntarse un día si su postura de toda la vida valía la pena o no. Esperaba que ese no fuera el caso del subinspector, que su solidaridad conmigo se tratara tan sólo de una anécdota, una travesura, un pequeño rizo sin importancia.

Other books

Language Arts by Stephanie Kallos
SWF Seeks Same by John Lutz
Les Miserables by Victor Hugo
Ralph Compton Whiskey River by Compton, Ralph
The Winston Affair by Howard Fast