Ritos de muerte (15 page)

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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

BOOK: Ritos de muerte
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Llamó por segunda vez Garzón.

—¿Ha visto, Petra?

—Sí.

—Es la hostia, ¿verdad?

—Olvídese subinspector, déjelo.

—Estoy seguro que les han pagado por prestarse a esa comedia repugnante. ¿Cree que lo habrá visto el culpable?

—Es posible, y me pregunto qué consecuencias puede tener.

—Se supone que eso a nosotros ya no nos incumbe.

—Lo veremos.

—¿Qué quiere decir?

—No quiero decir nada. Estoy muy cansada, discúlpeme, creo que voy a irme a la cama.

—Dichosa usted que podrá dormir.

—¿Usted no?

—No estoy seguro.

—Inténtelo.

... que sea reconsiderada la decisión de nuestros superiores en cuanto a relevarnos del caso. Eso demostraría hasta qué punto la policía puede dejarse influir por las informaciones que los periodistas han divulgado, sentando un precedente peligroso que...

Sonó un nuevo timbrazo. De nuevo Pepe, inoportuno como siempre.

—¿Has visto qué cosa tan horrible?

—Lo he visto, sí.

—Supongo que debes estar...

—Mira Pepe, muerta de sueño es lo que estoy, así que dejemos un tema tan desagradable para otro día, ¿vale?

No le di tiempo ni a contestar. Pobre Pepe, al final siempre le tocaba bregar con mi peor parte.

7

Cuarenta y ocho horas después de haber mandado aquella carta nos habían devuelto el caso. Fue una orden directa del comisario jefe. El de comisario jefe es un cargo ejecutivo que toma decisiones de altura pero no entra en detalles. Por eso me tocó negociar después con el comisario. Yo quería que todo continuara igual, estar al frente de la investigación y que mi único equipo lo constituyera el subinspector Garzón. Así fue. Sería una puerilidad creer que todo el mérito de esta nueva situación correspondía a mi escrito. En realidad debían haber existido muchas polémicas internas después de nuestra destitución. La imagen que ofrecía el aparato policial plegándose a las presiones de la prensa era intranquilizadora. Por ello tampoco debió ser ajena al cambio oficial la aparición de las tres víctimas en televisión y la insidiosa entrevista de la que fueron objeto. Continuar adelante con la destitución hubiera equivalido a reconocer que nuestros mandos habían sido frívolos al escogernos a Garzón y a mí en un principio. Luego estaba la cuestión femenina, con mucho morbo añadido por tratarse de un caso de violación. ¿Era la organización policial machista?, ¿se disponía en la Jefatura Superior de las mujeres para trabajos intrascendentes aunque se hallaran cualificadas? Demasiado como para admitirlo aunque fuera verdad, o justamente porque lo era.

Garzón se puso muy contento al enterarse de la rehabilitación. Cuando le conté lo de la carta se quedó boquiabierto.

—¿Por qué no me lo había dicho?

—Bueno, si no llego a conseguir nada usted no se hubiera enterado.

—¡Qué talentazo! —exclamó.

Luego se perdió en una serie de disquisiciones complejas sobre el modo de actuar de las mujeres, nunca directo pero siempre eficaz, embarullándose hasta tal punto en sus razonamientos que tuve que cortarle para que lo que había comenzado como un halago no fuera a desembocar en una afrenta. Al final de su perorata tarareó con ímpetu
Begin the beguin
. Parecía que nos disponíamos a ir a una fiesta en vez de estar preparándonos para atrapar a un violador. Me resigné a su felicidad, nunca lo había visto tan eufórico.

De momento, debíamos retomar el caso donde lo hubieran dejado nuestros efímeros sustitutos. Para mi sorpresa (en el fondo siempre creí que los demás serían mejores), la cosa no había avanzado ni un pelo. Se habían pasado toda la semana haciéndose cargo de la situación. Bien, entonces había que comenzar en el mismo punto en el que acabamos: la púa de plata. Ése era el hilo que debía ser tirado. Le pedí a Garzón que se enterara del nombre de algún joyero que sirviera normalmente de informador, de enlace o que al menos contara con la confianza policial. Mientras él llevaba a cabo aquella gestión, yo me dediqué a averiguar qué incidencias habían sucedido durante nuestra ausencia. Nada sustancial, todo eran circunstancias adyacentes: un cierto hostigamiento por parte del padre de la última víctima, algo que yo ya esperaba, y un dato suculento: las muchachas habían cobrado cien mil pesetas por aparecer en televisión. Cada una, naturalmente. Eso debía equivaler en sus economías a muchas horas de trabajo; de modo que volverían a ponerse frente a las cámaras en cuanto se lo solicitasen de nuevo. Había que lograr que el juez declarara el secreto de sumario. Estaba convencida de que si las violaciones eran obra de un tipo solitario que actuaba impelido por la notoriedad, aquellas actuaciones estelares de las chicas no harían más que alabar su ego y empeorar la situación. Sin embargo, conseguir el secreto de la investigación era difícil: no existían inculpados ni sospechosos, no había persona física sobre la que elaborar un sumario. Se suponía, además, que las víctimas podían hacer lo que quisieran con su vida. Mientras no se apagaran los ecos escandalosos del caso, cualquier águila carroñera se lanzaría con placer sobre el más mínimo resto de podredumbre. En un intento desesperado de atajar el proceso degenerativo que las declaraciones de las chicas pudieran desencadenar, decidí visitarlas y convencerlas de que dejaran de conceder entrevistas. No se me ocurrió hacer ninguna apreciación moral sobre el hecho de prestarse a un acto periodístico de aquella índole. No me sentía con derecho a censurarlas, su comportamiento era comprensible, quizá por primera vez en sus cortas e insulsas vidas habían sacado algún provecho de lo malo. Resultaba hipócrita ponerse a juzgar. La única táctica que creía válida para hacerlas cortar la venta de sus desgracias era meterles miedo, algo no muy honesto pero esperaba que efectivo. Lo apunté en mi nueva agenda especial para el caso, que demostraba mi renovada energía investigadora.

A las siete de la tarde de aquel día lluvioso Garzón entró en la oficina. Ya había cumplido su cometido, media hora más tarde teníamos cita con un joyero. Sólo podía recibirnos al final de su horario de atención al público. Era un importante joyero de Barcelona, proveedor de la alta burguesía, y no tenía el más mínimo interés en que sus distinguidos clientes supieran que de vez en cuando colaboraba con los polis. Pero lo hacía, y lo cobraba bien. Habitualmente estudiaba piezas procedentes de robos. El hecho de cambiar hacia un caso más «cruento» parecía no hacerle demasiada gracia, no nos recibió con simpatía. Llegamos a su tienda bajo un mismo paraguas. Era un lugar elegante, lujoso, casi inconscientemente me mire a mí misma y vi mis zapatos que chorreaban, no muy nuevos. Luego observé de reojo a Garzón, que llevaba gabardina clara y una corbata granate, pensé que sólo le faltaba un cartel en la espalda que pusiera: BOFIA. El joyero sintió primero desagrado, después curiosidad y por fin sus ojos traslucieron cierta sorna. Como cada quisque, debía seguir las informaciones por televisión y nos identificó como los dos inútiles policías de los que tanto se hablaba. Le mostramos la púa. Estuvo mirándola con una lupa.

—No sé qué puedo decirles, es una púa de plata bañada con rodio.

—Háblenos de ese material.

—¿El rodio? No hay mucho que hablar. Hace unos años se utilizaba bastante en las joyas de plata; brilla mucho, realza el color mortecino de la plata, el efecto es muy vistoso. Luego empezó a descubrirse que había muchas mujeres a las que provocaba alergias cutáneas, es curioso. Entonces, poco a poco, dejó de usarse.

—Aparte del brillo, ¿qué otras propiedades tiene?

—Ninguna que yo sepa.

—¿Podría afirmarse que refuerza la dureza de la plata?

—Bueno, cualquier baño de cualquier material lo haría.

Garzón estaba atento como un colegial. Proseguí:

—Ha dicho que ya casi no se usa.

—Así es.

—¿Podríamos saber si hay algún profesional que siga haciéndolo?

Resopló:

—¡Cualquiera podría seguir haciéndolo, o nadie, no sé!

—Al ser un material anticuado, fuera del servicio normal, ¿no cree que podría haber algún pequeño o viejo taller, alguien un poco apartado de las novedades, que siguiera empleándolo?

—Es posible.

—¿Se le ocurre a usted quién?

—¡Dios Santo!, ¿sabe lo que está preguntándome? hay un montón de pequeños talleres anticuados en Barcelona.

—No pido que me conteste ahora. Tómese su tiempo. Quizá pueda elaborar una lista sobre la que pudiéramos trabajar.

—Sería una larga lista.

—¡Hágala, por favor!

—Está bien, la haré, pero no estoy seguro de que tal cosa vaya a llevarlos a ninguna parte. Hay pequeños talleres diseminados por toda la ciudad. Hay incluso profesionales que trabajan en una habitación de su casa sin licencia. Hacen chapuzas, arreglos de parientes o conocidos; ya pueden imaginarse que es imposible tener ningún censo de ellos.

—Tenemos razones para pensar que el hombre que buscamos no habrá recurrido a nadie que lo conozca. Es más probable pensar que desearía el anonimato de un lugar público.

—Esa lista requiere un trabajo tremendo por mi parte y sigo creyendo que puede no servir para nada.

—Eso ya es cosa nuestra —dijo el subinspector.

Me pareció bien, era justo lo que había que decir. Garzón conocía las fórmulas, las muletillas idóneas y el momento justo de soltarlas. Además, su presencia de búho ensimismado daba a los interrogatorios una índole verosímil que yo hubiera sido incapaz de imprimirles. Salimos de nuevo a la noche húmeda.

—Vaya tipo, ¿eh?

—Todo el que colabora con la policía es un poco mamón.

—¿Cómo es posible que diga eso, Fermín?

—¿Cómo me ha llamado?

—Fermín es su nombre, ¿o no?

—Pues es la primera vez que me llama por mi nombre.

—Creí que le daba igual.

—Y me da igual, sólo que de vez en cuando viene bien una cierta personalización, le quita hierro a eso del trabajo.

—¿Quiere que nos hablemos de tú?

—No, eso jamás, usted es inspectora y yo subinspector. No sería correcto.

Me reí. Aquel subinspector estaba como una chota o se hallaba en un proceso irónico de desestimación de lo trascendental. Ya se parecía menos a aquel individuo correoso del principio que parecía llevar guardadas en el chaleco las tablas de la ley.

—¿Quiere que vayamos a tomar una copa?

—Hoy no, estoy cansada.

—¿Se va a dormir tan pronto?

—Leeré un rato.

—Pues yo pasaré por el Efemérides.

—¿Qué le dan allí?

Se subió las solapas de la gabardina. No sabía si contestar. Por fin se sinceró.

—Quizá no se haya fijado, pero la mayor parte de la gente habla siempre de lo mismo y de la misma manera, hasta con las mismas palabras. Tengo cincuenta y siete años y eso significa muchas horas de conversación. Estoy hasta los cojones ¡qué le voy a decir! Con esos muchachos nunca se sabe qué tema van a proponer. Hablamos de agricultura, de tribus abisinias, de la Biblia. ¿Sabía que Hamed conoce muy bien la Biblia? Es una especie de renegado, dice que le resulta mucho más entretenida que el Corán.

Me miró de pronto:

—¿Sabe a qué me refiero?

—Creo que sí —contesté.

—Por eso es por lo que voy.

Asentí sonriendo. Él se despidió. Estuve mirándolo mientras se alejaba. Su pinta de tonelillo de whisky le procuraba una aureola cordial. A lo mejor cualquier día de aquellos uno de sus traficantes de tabaco le pegaba un tiro y lo mataba. Entonces nada variaría, y probablemente nadie se acordaría de él. Pero quizás algún cliente del Efemérides le dedicara una necrológica extraña, una frase lapidaria o un versículo bíblico. Eso debía darle ánimos para seguir.

A la mañana siguiente me desperté pronto porque había muchas cosas pendientes. Fui a visitar a todos los médicos que habían atendido a las chicas curándoles la marca de la flor. En ninguna de las heridas se habían presentado síntomas de alergia. Era consciente de lo poco que aclaraban aquellas visitas, de que me encontraba metida en un pajar y ni siquiera era seguro que la aguja estuviera dentro. En la última clínica encontré al señor Masderius.

—¿Qué está haciendo aquí? —me espetó.

—Aún no hemos podido interrogar a su hija.

—No hay prisa, está reponiéndose.

Me odiaba como si la violadora fuese yo.

—Oiga señor Masderius, si nos encontramos es porque estoy investigando y supongo que eso debería parecerle bien.

—Investigue lo que quiera pero lejos de mi hija.

—Sabe que eso es imposible, que su hija tiene que comparecer oficialmente.

—Lo hará. Mientras tanto no quiero que se acerquen a ella, que tenga tratos que puedan recordarle lo que le ha sucedido.

—No es tan fácil borrar las cosas.

—¿Le he pedido su opinión? Usted ya tiene su jodido caso otra vez, puede divertirse, salir en los periódicos, dedicarse a su maldita profesión o colgarse de un pino, me da igual.

—La semana que viene llamarán a su hija para que preste declaración.

—Está convaleciente de una operación de estética.

—Debería usted haber pedido permiso a la policía para realizar esa operación, ha hecho desaparecer pruebas del caso.

Se puso encarnado. Estábamos cerca de recepción y la recepcionista nos miraba con alarma. Él levantó la voz aún más:

—¡No tiene el menor derecho sobre el cuerpo de mi hija!

—¡Tampoco usted!

Se acercó la chica disimulando su espanto:

—Señor Masderius, por favor, ya tengo preparadas las facturas para que pueda pagarlas, ¿por qué no me acompaña?

Se contuvo. Yo debía estar congestionada también, tenía un maldito calor que me subía desde el pecho.

—Ha sido un placer —dijo Masderius y me clavó en el cuello las garras invisibles de su odio.

Llegué al aparcamiento con la respiración alterada. A aquel tipo de trifulcas me iba a costar acostumbrarme. Una cosa es fingir que se está enfadado, baladronar dominando la situación, y otra muy distinta dejarse arrebatar por la ira. Algo estaba demostrándose ante mí diáfanamente: un policía no es Papá Noel. Nadie parece quererlo, ni las víctimas, ni los testigos, ni sus superiores, ni los periodistas, ni la sociedad... Todo policía haría bien en comprarse un perro con tal de asegurarse un mínimo amor.

En comisaría me esperaba Garzón con Sonia y Patricia. A Salomé su madre no había querido dejarla venir, si queríamos hablar con ella teníamos que desplazarnos hasta su casa. Yo aún no estaba recuperada de la escena con Masderius, así que procuré no cabrearme y sonreí a las chicas.

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