Ritos de muerte (30 page)

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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

BOOK: Ritos de muerte
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—No, ahora es mucho peor.

—Al menos logramos tener a tres personas inculpadas a la vez. Por cierto, ¿soltó al violador fantasma?

—Aún está en la cárcel por sospechoso.

—¿No ha ido nadie a verle, nadie le ha reclamado?

—No sé. La verdad es que me había olvidado de él. Habrá que dejarlo marchar, no ha podido hacer esto estando encerrado.

Un ruido metálico salió de alguna parte, quizás una pieza del instrumental al entrechocar. Era trágico. Las vísceras, la sangre, y sin embargo, no podía permitirme el lujo de pensar en aquella muchacha, o en la muerte. Mi mente seguía dándole vueltas a la ordenación racional de las piezas, como en un juego intelectual. ¿Cómo? y ¿quién? Y si Jardiel no era el violador, ¿por qué el testimonio de su diente negro, y para qué huir? Miré a Garzón, se había dormido. No recordaba cuándo había sido la última noche en que dormí bien, sin sueños, sin sobresaltos, sin tener la sensación de que aquellos alarmantes telefonazos en medio del silencio iban a producirse de un momento a otro. La cabeza del subinspector se vencía hacia delante de vez en cuando. Había entreabierto la boca y el aire producía un rasgueo al pasar por sus dientes. Nunca lo había visto tan cansado, abandonado a su cuerpo gordo y feo. ¿Cuánto le faltaba para jubilarse? Quizás acabara sus días en un asilo, contando a otros ancianos que se había pasado la vida participando en misiones de alto riesgo, de máxima discreción. ¿Y yo? Puede que a mí me aguardara idéntico destino, al fin y al cabo estaba tan sola como él. Y bien, si así era, resultaría más fácil empezar a encararlo con humildad. Estiré las piernas, apoyé la cabeza contra la pared, y me puse a dormitar arropada en mi abrigo.

El forense nos encontró sumidos en un impúdico sopor. Cuando por fin pude reanimarme, el pobre carraspeaba ya de modo preocupante para la salud de su garganta.

—Comprendo que no hay mucho que hacer aquí —dijo diplomáticamente brindándonos una salida airosa.

—Hay paz —contesté arreándole seguidamente un codazo al subinspector.

—Si les parece bien, voy a hacer que les pasen a máquina el informe de la autopsia. No tardará mucho.

—¿Ha encontrado algo?

Se retiró los cabellos de la frente. El olor del desinfectante se mezcló con su loción de afeitar.

—Bueno, es curioso... ha sido violada por penetración de un objeto de contornos lisos. No hay desgarros, ni brutalidad, sólo la introducción limpia de ese objeto. Creo estar en circunstancias de asegurar que ese objeto le fue introducido en la vagina después de muerta. Los tejidos estaban completamente relajados, con lo que, prácticamente, no existió fricción.

—¡Bueno, eso sí es una novedad! ¿Y la marca, doctor, era igual que la anterior?

—Estoy convencido de que sí, exactamente igual, también igual a las fotografías que me han facilitado en comisaría. En fin, si no estuvo hecha con el mismo objeto, cosa que es imposible de determinar, el nuevo objeto era un calco del que siempre había utilizado el violador.

—Interesante. ¿No hubo signos de lucha?

—Me sorprende, pero no, no los hubo.

—¿Por qué le sorprende?

—A veces, la muerte de una muchacha atacada con intención de violación es consecuencia del fracaso del intento. Si el violador es impotente, o sufre un fiasco en el acto, es corriente que haga recaer su frustración sobre la víctima, llegando incluso a matarla. Hablamos de individuos muy desequilibrados, por supuesto, como el que ustedes buscan.

—Si se trata del mismo hombre, ha demostrado en las otras ocasiones no ser impotente.

—Pero hubiera podido estar culpabilizado, asustado.

—¿Cree que si fuera un hombre asustado se atrevería a violar a una víctima de meses atrás? Me cuesta creerlo.

—Cuando se trata de individuos muy locos cualquier cosa es posible, inspectora.

—Sí, supongo que sí.

Se alejó con paso atlético por el pasillo. Garzón se rascaba insistentemente los ojos.

—Ahora sí es momento de tomar un café —le dije.

Mojábamos churritos en nuestras tazas y por el aire se extendía el murmullo agradable de las conversaciones, en contraste con aquel lugar de muerte del que acabábamos de salir. Sin embargo, yo no podía dejar de pensar. Muerta, violada con un objeto después. ¿Por qué? ¿Le había visto esta vez la cara y tuvo que cargársela? Pero aún así, ¿por qué la violó de ese modo? No obtuve ninguna explicación convincente.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó Garzón cuando logró tener la boca vacía de churros.

—No lo sé, le juro que no lo sé. Este asunto del objeto...

—Me refiero al inspector de Gerona.

—¿Y qué quiere que haga?

—¿Va a tolerarlo?

—No le entiendo, Garzón.

—Pensé que protestaría porque nos lo pongan. La verdad, ahora que nosotros nos hemos chupado la peor parte llega ese tío y... ¡zas! se planta aquí para ver lo que pesca. Además, tiene el mismo grado que usted, de modo que intentará mandar más y pisarle terreno.

—Bueno, no importa demasiado.

Se quedó mirándome sin entender ni una sola palabra.

—Pero... ¡usted es una mujer!

Me eché a reír.

—Sí, eso ya lo sabía.

—¿Y no piensa hacer nada, presentar un escrito, demostrar que usted sola puede apañárselas?

—No, no pienso hacer nada.

Dio un trago concienzudo al café. Me divertía, Garzón había pensado que contaba con mis reivindicaciones habituales para resolver su problema de competitividad. Pero no, no contaba, al fin y al cabo yo no estaba resultando muy brillante como policía, aunque fuera una mujer.

12

Garzón me dejó frente a comisaría. Abrí la puerta del coche y bajé. Él se dirigía a darle suelta a su «fantasma», ni por tenencia ilícita de pornografía podía retenerlo más. Di cuatro pasos por la acera y entonces aquel envoltorio humano se precipitó contra mí. No podía verle la cara mientras me zarandeaba por las solapas, pero por su voz aguda y el pelo que se agitaba en el aire, me di cuenta de que era una mujer. «
¡No era él!, ¡no era él!
», chillaba. Intenté rechazarla hacia atrás para saber de quién se trataba. A duras penas lo logré: «
¡No era él!, ¡no era él!
». Luisa, la novia de Jardiel, se agitaba sin dejar de sacudirme con gran fuerza. Los dos guardias que estaban en la puerta de comisaría se dirigieron hacia nosotras, pero había alguien más en la escena, una cámara grababa a distancia prudente. «
¡Usted lo acusó, pero él nunca habría violado a nadie, ahora se ha visto que no era él!
» Los guardias la separaron, pero seguía vociferando: «
¡Asesina!, usted lo ha matado, ¡él no era culpable!
». Una pequeña nube de curiosos se había congregado a nuestro alrededor. Alguien me tomó del brazo, era Garzón.

—Vamos para adentro, inspectora, por aquí.

Me dejé llevar, estaba demasiado desconcertada como para hacer algo coherente por mí misma. Uno de los guardias se acercó:

—¿Detenemos a la chica, inspectora?

—No, déjenla marchar.

En el interior de comisaría Garzón fue a la máquina a buscarme un café.

—Lo vi todo desde el coche, estaba esperándola, pero no me dio tiempo de llegar. ¿Se encuentra bien?

—Sí, no se preocupe, estoy bien. Y la cámara, ¿de dónde salió?

—Le juro que no lo sé, me fijé sólo en la chica, aparté el coche hacia la acera y cuando me acerqué ya estaban allí. No puedo explicarme de dónde habían salido en tan poco tiempo; sin duda la cosa estaba preparada y también la esperaban. Eran dos periodistas.

—De todos modos, como siempre andan siguiéndonos, pudo ser casualidad.

—¿De verdad se encuentra bien?

—Se lo aseguro, vaya a sus cosas, márchese.

—No salga de comisaría sin que yo haya vuelto, es mejor que estemos juntos si estos numeritos tienen que repetirse.

—Dudo que se repitan.

Se fue un poco remiso. Yo tuve que sonreír todo el tiempo y demostrar que la cosa no me había afectado lo más mínimo; lo cual, por supuesto, no era en absoluto así. Notaba el corazón acelerado y un gran calor en el rostro, las manos me temblaban. Pero hubo que seguir disimulando porque uno de los guardias tomó el turno de Garzón.

—¿Quiere un poco de agua, inspectora? ¡Vaya histérica!, ¿eh?

—En fin, ya se sabe. ¿Hay alguna novedad?

—El comisario me dio esta nota para usted.

La puse sobre la mesa para evitar que el papel temblara al ritmo de mi pulso. «
El inspector de Gerona llega mañana. Le he pasado el expediente del caso para que cuando se incorpore cuente con la máxima información

El guardia seguía parado delante de mí.

—¿Algo más?

—Sí, inspectora, una chica joven quiere hablar con usted. A mí no me ha parecido sospechosa, la verdad, pero si quiere me quedo delante cuando entre.

—¡No, por Dios, no será necesario!, espere cinco minutos y hágala pasar.

Carraspeé, ahuequé las manos delante de la cara y empecé a aspirar profundamente mi propio aliento, eso tranquilizaría la respiración. Bien, intentaría pensar un instante. Masderius libre bajo fianza. El juez no le creyó, no contó a su favor la nueva violación. Naturalmente, eran cosas distintas, aunque Jardiel no fuera culpable quien se lo cargó no estaba al corriente, mataba pensando quitar de en medio al auténtico violador. Por eso Luisa me zarandeaba en la puerta, aunque hubiera podido hacerlo cuando apareció su novio asesinado... pero entonces ella también estaba convencida de su culpabilidad. Terrible, aun muerto sigue pendiendo sobre ti el juicio que te hace culpable o inocente, aun fuera de este mundo sus conceptos te persiguen hasta el infierno.

Llamaron a la puerta del despacho. Había logrado tranquilizarme. Mi voz salió firme:

—¡Pase!

Una chica muy joven se hallaba frente a mí, una chica desconocida que, por el momento, no parecía traer intenciones de agredirme.

—¿Cómo está? —dijo.

—Bien, ¿quién es usted?

—¿No se acuerda de mí?

Levanté las cejas, la observé con detenimiento.

—Lo siento, no.

—Soy Esther Sánchez, me vio usted la otra noche, cuando se llevaron a mi novio.

La imagen de la chica delgada en camiseta se me representó ahora con claridad.

—Sí, por supuesto, ya sé quién es.

—Hace varios días que está detenido y él no ha hecho nada, de verdad, puedo demostrarlo.

Hubiera podido decirle que en aquel mismo instante Garzón liberaba a su novio no lejos de allí, pero algo me retuvo, quería oírla hablar, saber en qué fundaba su tono seguro.

—Siéntese.

Sentada parecía aún más infantil.

—Nadie ha ido a verlo, ni a pedir que lo suelten. Su padre no se ha interesado en absoluto por él, ni ha abierto el pico. Es un cabrón. Emilio, mi novio, no quiere que diga nada, él es capaz de aguantar lo que le echen, a lo mejor hasta que lo acusen de asesinato, pero yo no. Al principio me callé, pero ya lleva muchos días metido en la cárcel, se acabó.

Apretaba los puños inofensivos sobre mi mesa.

—¿Qué tiene que decirme?

—Emilio es medio hermano de Juan Jardiel.

La respiración que había conseguido tranquilizar se me aceleró de nuevo.

—¿Cómo?

—Es la verdad. Son hijos del mismo padre. No sé si está usted en el ajo pero el padre de Juan se largó con otra y dejó plantada a su mujer, la madre de Juan. Unos años después tuvieron un hijo, que es Emilio. ¿Me sigue?

—Creo que sí.

—Juan veía a su padre de tapadillo, sin que su madre se enterara. Lo quería mucho, tenía mucha confianza con él. A Emilio también lo veía. Pero el padre es un cabrón, no se ha preocupado por ninguno de los dos. A Emilio casi lo echó de casa, tuvo que buscarse la vida con los pósters porno; no es por decirlo, pero gracias a que me encontró a mí y los dos juntos tiramos.

—¿Y la madre de Emilio?

—Se murió.

—¿Por qué Emilio no lleva el mismo apellido que Juan?

—No estaba legalizado, su padre ni siquiera lo reconoció, lleva los apellidos de su madre.

—Ya.

Mi mente echaba humo, localizaba datos, los contrastaba, intentaba almacenarlos como un ordenador disciplinado.

—Hable con su padre, él sabe todas las cosas de Juan, seguro que le contará historias interesantes. Yo ya me he cansado de protegerlo. Emilio nunca tuvo nada que ver con su hermano, ni siquiera le caía bien. Decía que no era justo que su padre lo prefiriera, que llevara su apellido, que se pasara las horas muertas hablando con él.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—Tiene un bar, el Diamond Pub, está...

—Sí, ya sé dónde está.

Cuando le dije que volviera a casa porque yo personalmente haría que soltaran a Emilio, no me creía. Estaba demasiado escarmentada como para pensar que algo en su vida podía ser fácil. Y llevaba razón, aun no habiéndome dicho nada de todo aquello, su novio hubiera sido liberado exactamente igual. Sólo se trataba de haber esperado. Ahora, hechas las cosas de aquel modo, tendría que soportar sus recriminaciones por haber delatado al padre misterioso. Hay gente que en realidad nunca tiene suerte.

Pedí a dos guardias que me acompañaran y puse rumbo al Diamond Pub. Perder un minuto en aquellas circunstancias podía ser fatal para mí, necesitaba saber. Recordaba perfectamente al tipo esquinado que nos despistó, su cara impenetrable, su aparente cordialidad. No debía hacerme reproches a mí misma, hubiera sido una heroicidad impropia de humanos reconocer en aquel hombre la imagen fotográfica que conservaba la madre de Juan; no tenían nada que ver, sólo la corpulencia, quizá la firmeza de los ojos.

Estaba tras la barra, y únicamente tuve que mirarlo un instante para saber que me había reconocido.

—¿Qué tal, Jardiel?

—¿Cómo dice?

—Ahórreme tiempo, por favor, usted es Ricardo Jardiel.

Se puso a fregar platos bastante flemático. Me miró con actitud achulada.

—Muy bien... ¿y?

—Escondió a su hijo Juan cuando huyó de nosotros, ¿no es cierto?

—Mi hijo está muerto.

—Y a lo mejor usted sabe quién lo mató.

—¿Está loca?

Había levantado la voz. Varios chicos que jugaban al billar se quedaron mirándonos.

—Acompáñeme a comisaría, tendrá que declarar. No me obligue a llamar a los guardias.

Se metió en la cocina y salió con una mujer bastante más joven.

—Quédate al frente, enseguida volveré.

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