Ritos de muerte (29 page)

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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

BOOK: Ritos de muerte
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Garzón me miró.

—Muy bien, inspectora, muy bien. Está claro que yo sirvo para interrogatorios en los bajos fondos, pero cuando hay que hacer frente a cosas de altura...

—No se minusvalore, Garzón, ¿quién encontró y logró que cantara el detective? Por cierto, ¿cómo lo logró?

—Por medios rupestres, lo acojoné.

Sonreí.

—Digamos que formamos un equipo equilibrado.

—Muy bueno lo de Al Capone. ¿Cómo se le ocurrió? Masderius se puso a morir.

—Puras ganas de joder. Además, acabo de descubrir que es positivo poner en los interrogatorios un pequeño toque surrealista.

—¡Un equipo cojonudo, tiene usted razón!

—No cante victoria, Garzón, este caso es un lío de la hostia que no hace más que enfollonarse cada vez más.

—No desespere, al final veremos la luz.

—¿Un fogonazo en los ojos le parece esclarecedor?

—Es usted pesimista.

—¿Por qué no aplica al caso esas maravillosas dotes de deducción? ¡Estaría ya resuelto!

Se rió bonachonamente frente a mis ironías.

—¡Al Capone, hay que ver!

Su panza gelatinosa se agitaba como un budín de York. Sentí una enorme corriente de simpatía hacia él y luego de pronto me quedé helada. ¿Era aquel hombre mi hermano, mi amigo, mi cómplice? ¿Acaso no había existido en su vida profesional un lado oscuro, viciado, siniestro? Noches de interrogatorios brutales en comisaría, represión, golpes a los detenidos, humillaciones, abuso de poder ¿Había sido acaso un alma benéfica que levitaba por los pasillos sin rozar la podredumbre? Era preciso borrar esa imagen si pretendía continuar aquella investigación.

—¿Tomamos una copa? —atajé.

Fuimos al Efemérides donde Hamed nos obsequió con dos cócteles de nombre: «
Dócil oasis
». Era el día de descanso semanal, pero disfrutábamos de bula como clientes. De cualquier modo, duró poco la impresión de palmeras frondosas porque, Pepe se empeñó en poner la televisión.

—Hacen el programa de Ana Lozano.

—¡Te lo ruego, apágalo!

—¡Pero si sois la atracción principal! Hace semanas que no se ocupan más que de vosotros.

Me reí, ¡qué más daba a fin de cuentas! Mi risa, desgraciadamente, tardó tan poco en verse sofocada, como un fuego de sartén. Salomé fue la primera imagen que llegó a nuestros ojos. Era una entrevista en solitario, a todo bombo y platillo. Algo natural, ¿por qué no sacar un poco de pasta como los otros? Contestaba con cara de tragar sapos vivos, pero lo hacía. Una y otra vez, entregando porciones de dignidad a Ana Lozano.

—¿Ha sido todo esto muy duro para ti?

Se quedó absorta en sus manos vacías y quietas.

—Muchas veces me he arrepentido de haberlo denunciado.

Aquello era lo peor que hubiera podido decir, el último de los eslabones que me ataba al cuello una cadena llamada depresión. Me sentía como un desgraciado naufrago de Delacroix elevando los brazos al cielo. Era demasiado para mí, no podía llegar hasta el final.

—Apágalo, Pepe.

Garzón me miró con cara rencorosa.

—¿Se da cuenta, Petra? Ni siquiera ha mencionado que usted pagó su fianza.

—Se arrepiente de haber puesto el caso en manos de la policía. Si de verdad piensa eso ¿por qué iba a estarme agradecida?

Salí del bar andando despacio. Era un atardecer tornasolado y calmo. ¿Cuándo podría volver a pasear, mezclarme entre la gente sin prisas, permitirle a mi mente vagar sobre imágenes inocuas, dejar de barajar aquellos elementos obsesionantes? Paré temiendo pasarme, estaba en Muntaner. Mis pasos me habían llevado hasta allí casi inconscientemente. Levanté la vista, en el despacho de Masderius la luz se hallaba aún encendida. Cuando en el ascensor apreté el botón del quinto piso, sólo tenía una aspiración: que su secretaria se hubiera marchado. Era lo suficientemente tarde como para que eso fuera posible. Quizá por una única vez desde que nací, Dios estaba de mi parte y fue el propio Masderius quien abrió. Se quedó pasmado, paralizado por el horror de verme, pero no me cerró la puerta en las narices.

—Sabe perfectamente que si no es en presencia de mi abogado no voy a hablar.

—Un error.

El uno frente al otro, yo en silencio. Estaba cansado.

—Señor Masderius, estoy convencida de que no ha sido usted quien mató a ese chico. Déjeme pasar, enseguida me iré.

Contra toda previsión, me franqueó el paso. Se internó en su despacho, le seguí. Se sentó, me hizo un gesto con la mano para que hiciera lo mismo.

—Piénselo bien. Si sigue negando que contrató a ese detective, las evidencias se amontonarán sobre usted convirtiéndose en sospechas. Después será difícil rectificar sin incurrir en contradicciones. Cada vez será más complicado, créame.

Bajó la cabeza, se quitó las gafas montadas en oro y empezó a masajear sus párpados en ademán derrotado. Luego mantuvo los dedos apretados sobre los ojos y empezó a hablar.

—Sí, yo lo contraté. Pretendía que encontrara a Jardiel antes que la policía, pero no lo encontró.

—¿Cómo pudo ocurrírsele una cosa así?

—Quería darle de palos, incluso castrarlo, no sé... luego abandonarlo sin sentido delante de una comisaría.

—Pero, usted es un hombre civilizado, Masderius, no puedo comprender...

Levantó la cara violentamente.

—¿Qué puede saber usted? Desde que violaron a mi hija no he podido dormir, no trabajo, no como, es una obsesión. Pensé que cuando Cristina estuviera lejos me sentiría mejor, pero no ha funcionado. Es inútil, mi vida ya no es la misma ni volverá a serlo nunca más. ¿Cree que me ha consolado que ese pobre diablo esté muerto? Le juro que no, sigo despertándome a media noche y sé que aquello ocurrió, ocurrió realmente.

—Pero la vida...

Se pasó la mano desmayadamente por el pelo.

—No me hable de la vida, se lo ruego.

Quedamos en silencio. Nunca había visto a nadie tan profundamente abatido, tan exhausto.

—Es posible que, una vez localizado ese tipo, no hubiera sido capaz de tocarlo. Pero, al menos, pagando al detective hacía algo ¿comprende?, no me quedaba mano sobre mano, desesperándome.

Un hombre de acción. Y ahora, si un psiquiatra no lo atendía pronto, no tardaría mucho en romperse.

—Señor Masderius, si alguna vez le cita el juez, dígale exactamente lo mismo que acaba de contarme, se lo aconsejo.

—Yo no lo maté.

—Le creo.

Me puse en pie e hizo un tímido ademán de acompañarme.

—Déjelo, sabré salir.

Quedó hundido en su sillón de cuero color cereza. Cuando alcancé la puerta oí que decía:

—Ahora nadie podrá probar definitivamente que era el auténtico violador y no pagará públicamente su delito.

No respondí, quizá llevaba razón. En cualquier caso era ridículo hacer promesas de cumplimiento del deber a un hombre descorazonado.

Una vez en casa, tuve serios problemas para encontrar algo comestible. Cuando todo se hubiera acabado, haría una gran compra, una compra monstruosa capaz de mantenerme viva durante una glaciación: verduras frescas, cereales, quesos de veinte países, una pata de lechón, docenas de huevos de codorniz y pan, montones de pan: pan moreno, pan blanco, pan inglés... Como la despensa de un buque al comienzo de travesía. Pero, por el momento, me conformaría con un paquete de galletas y una taza de té. Era ya noche cerrada, salí al jardín. Encendí la luz para regar los cadáveres de geranio y, de repente, me fijé bien. Tuve que ponerme de rodillas para estar segura de que no era una falsa apreciación, pero no, allí, en uno de aquellos tallos hirsutos se veía: pequeños abultamientos verdes, yemas que pugnaban por brotar. Entré corriendo en la casa y llamé a Garzón.

—¿Qué ocurre, Petra?

—Son los geranios, subinspector, no estaban muertos, empiezan a verdear, usted logró revivirlos.

—¡Hostias, qué susto me ha dado, creí que había pasado alguna desgracia más!

—Perdone, lleva razón, no he debido molestarle por una tontería. ¿Qué estaba haciendo?

—Cenar.

—Lo siento mucho, disculpe, fue un arrebato infantil.

—No se preocupe demasiado, la patrona no se ha esmerado hoy: judías verdes aguadas y una tortilla pequeña.

—¡Búsquese un apartamento, libérese!, verá cómo encuentra la manera de hacerse comidas deliciosas.

—Quizás, inspectora, quizás.

Abrumada por el calibre de mi mentira y envidiando las judías de Garzón, me metí en la cama muerta de sueño. No hubiera podido permanecer despierta ni un segundo más, me convertí en un leño en cuanto caí.

A las cinco de la mañana un timbre me despertó. Dormía tan intensamente que, al coger el aparato, mi voz se negaba a salir de la garganta.

—¿Inspectora Delicado? La llamo de comisaría. Siento despertarla pero el comisario ordena que se presente inmediatamente en la siguiente dirección. ¿Tiene algo a mano para apuntarla?

—¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé. Las órdenes son avisarla a usted y al subinspector Garzón. Escriba, voy a dictarle.

Mientras conducía, un rosario de posibilidades lúgubres se desgranaba frente a mí. Estaba desorientada. Sin embargo, sentía un extraño pálpito que se destacaba sobre cualquier pensamiento lógico: se había suicidado Masderius. Pese a mi primer convencimiento, sí era culpable de haberse cargado a Jardiel. Incapaz de encarar públicamente el crimen cometido, viéndose arrinconado por las pruebas, lleno de culpabilidad, lo más digno era quitarse de en medio. De ese modo, el doble caso quedaría resuelto por vía de su propia fuerza destructiva, Garzón y yo no habríamos hecho entonces más que correr como cazadores tras piezas que cobrábamos siempre muertas.

Desde lejos vi los coches celulares, las barreras móviles, policías que se movían en el amanecer. Acercándome más distinguí al comisario y la silueta rotunda de Garzón. Aparqué el coche y bajé. Fue entonces cuando descubrí el bulto tapado con una manta que había en el suelo. Era claramente el contorno de un cadáver, ¿Masderius?

—Buenos días, señores. ¿Qué ha pasado?

Garzón tenía los ojos borrosos por el sueño o el estupor. El comisario me miró gravemente.

—Ya ve, Petra, de ésta no salimos, otro asesinato.

—¿Quién es?

—Salomé, la primera chica que violaron.

Noté cómo la sangre se quedaba quieta en todo mi cuerpo, sin fuerza para circular.

—Le dieron un fuerte golpe en la cabeza y luego la degollaron. Terrible, ¿no es cierto?

—No logro entender...

—Pues espere, aún no he acabado. Tenía las faldas subidas y las bragas arrancadas.

—¿Una violación?

—Una violación y el mismo violador.

—¿Cómo dice?

—Lo que oye, compruébelo usted misma.

Se agachó y apartó la manta del cuerpo exánime. Allí estaba Salomé, blanca y frágil como una muñeca rota, con el cuello torcido y una gran mancha negra que se extendía hacia abajo por toda su ropa. Tragué saliva con dificultad. El comisario tomó su brazo y enfocó con una linterna hacia un punto concreto. Allí, junto a una marca antigua y reseca, había una nueva flor, tumefacta, sangrante, idéntica a la grabada meses atrás. Miré a Garzón, que seguía sin decir palabra. Me devolvió la mirada, grave y flemático.

El comisario dijo que no era necesario que nos quedáramos hasta el levantamiento legal, pero quería hablarnos. Fuimos a tomar un café a un bar que acababa de abrir. Buscó una mesa apartada.

—Señores, ya ven cómo están las cosas. Este caso se complica cada vez más. Naturalmente, ni se me pasa por la cabeza relevarlos a estas alturas. Al contrario, renuevo mi confianza en ustedes, creo que están haciéndolo bien. Sin embargo, las circunstancias me obligan a tomar una decisión a la que suelo ser contrario. Verán, he pensado en pedir ayuda a otra comisaría.

—¿Cree que es necesario? —pregunté.

—Mire, Petra, los acontecimientos han tomado una seriación que va a ser interpretada de la siguiente manera por la sociedad: la policía sigue la pista a un violador hasta que, aparentemente, da con él. Lo señala frente a todo el mundo con el índice y dice: «
Aquí está
». Eso provoca que alguien tenga un sujeto contra quien descargar sus iras vengativas, de modo que va y lo asesina. Muy bien, pero da la casualidad de que el auténtico violador no era Jardiel, sino un tipo X que está libre y asiste alborozado a esta ceremonia de la confusión. Por supuesto tal individuo está completamente loco y decide poner en jaque a la policía de la que ya se ha burlado. Riza el rizo, ahora violará de nuevo a las mismas víctimas por segunda vez, y no sólo eso sino que, encima, las asesinará. Suena lógico, ¿no les parece? Es como si fuera la propia policía quien ha liado los hilos y propiciado los delitos.

—Todo eso no es más que apariencia.

—Una apariencia que no podemos permitirnos. Hay que hacer algo aunque sea de cara a la opinión pública.

—Pero antes de pedir ayuda a otra comisaría... —empezó a decir Garzón. El comisario lo interrumpió con voz decidida.

—Lo siento, Garzón, la ayuda ya está pedida. Mañana nos envían un inspector desde la jefatura de Gerona. Creo saber quién es, un hombre joven muy competente, un primer espada que les vendrá bien como refuerzo.

—¿Y el mando?

—Será conjunto con la inspectora Delicado, como es natural.

En buena lógica aquello hubiera debido preguntarlo yo, pero no me sentía con ánimos de andar preocupada por mis galones. En realidad, el comisario había sido muy comprensivo con nosotros y aun era de agradecer que, en vez de enviarnos un primer espada, no nos hubiera destinado directamente a las armas del picador.

Mandé que se prestara vigilancia y protección a las otras dos chicas violadas. Si aquel extraño juego continuaba, ellas eran el próximo objetivo. Garzón presentaba el aspecto de un hombre derrotado.

—¿Tenemos tiempo para un café? —preguntó.

—Ahora no, subinspector. Van a hacer inmediatamente la autopsia del cuerpo de Salomé. Quiero estar allí en cuanto haya datos.

Media hora más tarde estábamos en un pasillo del Instituto Anatómico Forense. Nos sentamos en un banco a esperar. A lo lejos se oían los ruidos del tráfico. Allí reinaba un silencio espeso. Me anegó una oleada de tristeza, Salomé, un ratón más que desaparecía de aquella ciudad. Una vida corta y absurda, miserable.

—Me recuerda el día que esperábamos en el hospital —dijo Garzón.

—Horrible, ¿verdad?, es como si estuviéramos siempre en el principio.

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