—No, no ha tomado contacto con comisaría.
—Está bien. Cuando salgan los inspectores del interrogatorio, dígales que he ido a unas diligencias.
Se cuadró con un movimiento rápido mientras yo me alejaba avergonzada por ser el objeto de tanta marcialidad.
La señora Jardiel me recibió mal, lo cual no era una novedad, pero al menos me dejó entrar en su casa, me invitó a sentarme en el salón. Ni una sola pregunta salió de sus labios.
—Su hija va a ser acusada de asesinato.
No hubo la menor reacción.
—Del asesinato de Juan Jardiel.
—¿Ha confesado ella eso?
—Va a confesar. Le hemos encontrado entre sus cosas el reloj que utilizaba el violador. Juan era el violador; ella, como venganza, lo mató.
—¿Y la violación que hubo después, y la otra muerte?
—Eso se está investigando. Mis compañeros la interrogan desde hace rato, yo he preferido venir aquí.
—¿Para qué?
—¿Sabía usted que Juan estaba en contacto con su ex marido?
La piedra impenetrable de su rostro se agrietó por las comisuras de los labios.
—¿Sabía usted que él averiguó dónde estaba su padre? Se presentó en su bar, se dio a conocer. Iba a menudo a verlo, charlaban, se tenían cariño. Cuando buscábamos a su hijo fue su ex marido quien lo escondió.
—Eso no es verdad.
—Sí es verdad; Ricardo Jardiel ha estado detenido, lo interrogué anteayer, él me contó todas esas cosas. Ahora se enfrenta a una acusación de obstrucción a la justicia y complicidad por haber dado ayuda a un prófugo.
Se apretó las manos en el regazo. Se levantó y abandonó la habitación. Volvió al cabo de un rato con una caja metálica. Se sentó, la abrió, estaba llena de fotos. Fue echándomelas encima una a una. Fotos de Luisa y Juan cuando eran pequeños. Dos niños altos y tristes, con ropas desgarbadas, zapatos pesados. Posando el uno junto al otro en un balcón. Juan solo, erguido y despistado, un poco patético, con la mirada perdida en un lugar entre la sonrisa y el miedo. Los dos juntos de nuevo, en la plaza de Cataluña, rodeados de palomas que les picoteaban las manos y la cabeza. Figuras desangeladas y dóciles, dejando caer el disparo de la cámara sobre ellos, resignados y atónitos. Nunca cazados de improviso en una escena gozosa de juego. Sentí pena, pobres de ellos, pobres de todos nosotros, heredando generación tras generación los odios y el pecado, trasmitiéndolos después sin más consciencia que el propio horror. Puso una ampliación frente a mi cara. Era Luisa vestida con un aparatoso traje de primera comunión.
—Nunca les faltó de nada, jamás. Me he descornado, ¿comprende?, descornado por ellos, sin ayuda, sin protestar, sin contarle mis penas ni a las vecinas para que nadie tuviera que compadecernos. Toda la vida así, toda la vida.
Su voz era seca y potente, sin una vacilación, sin un sollozo.
—Pero al final las cosas son como son. Él es hijo de un cabrón, ella de una puta, ¿qué se puede esperar? Siempre supe que algo así pasaría. Cada día cuando me despertaba me preguntaba si era aquel el momento en que se destaparían de verdad. ¿Que él ha violado? No me extraña. ¿Que ella lo mató? Supongo que es muy capaz. Yo no quiero saber nada, ¿comprende?, hice lo que pude, tengo la conciencia bien limpia. Ahora es como si los dos se hubieran muerto.
—Acompáñeme a comisaría, señora Jardiel. Es conveniente que hable con su hija.
—No tengo ninguna hija.
—¿No va a verla siquiera una vez?
Agrió su gesto terrible, reflexionó.
—Sí, una vez sí. Después no me lo pida más.
Fue lo último que dijo. Durante todo el trayecto hasta comisaría estuvo callada, parapetada en su abrigo gastado que olía a polvo. Pregunté al guardia si mis compañeros estaban aún interrogando a la sospechosa.
—El inspector García del Mazo acaba de salir. El subinspector Garzón está con la chica, creo que firmando su declaración de hoy.
Entré en el despacho, hice un aparte con Garzón.
—¿Ha dicho algo nuevo?
—Ni una palabra.
—Localice inmediatamente a García del Mazo y vengan los dos. Creo que puede pasar algo importante. Hizo gesto de marcharse.
—Subinspector... no tenga demasiada prisa en localizarlo. ¿Me comprende?
Asintió, salió. Luisa estaba sentada en su silla, ni siquiera nos miraba. Hice llamar a su madre. En cuanto la vio sus rasgos se aflojaron, pero no dijo nada. Se encararon la una a la otra.
—Hola madre, ¿cómo está?
Había incertidumbre en su voz, miedo, demanda de cariño.
—Tú has matado a Juan, ¿verdad?
Los ojos de Luisa se abrieron al pánico.
—No, no haga caso de lo que le digan, yo no fui.
—Lo has matado porque era un cerdo, ¿verdad?
—¡No!
—Pues has hecho muy bien, ahora sólo falta que te mueras tú. He venido para decirte que no se te ocurra llamarme, ni volver por casa, ni ponerte delante de mí. Es una lástima que todo el pan con que os alimenté no se lo hubiera dado a los perros. No tengo nada más que decirte.
Me miró:
—¿Puedo marcharme ya?
Asentí. Tenía el pulso acelerado y hacía esfuerzos para que no se me desbocara la respiración. Salió dando un portazo. Luisa se sentó. Encendí un cigarrillo luchando con mi mano. Era el momento de atacar.
—Ya ves cómo están las cosas, Luisa.
Tenía los hombros hundidos, la mirada fija en el suelo.
—Usted le ha dicho...
—Yo no le he dicho nada, ¿pero no te das cuenta? El juez te va a acusar de asesinato, con las pruebas que tiene es más que suficiente, igual que Juan, van a acusarle de violación. ¿Crees que las cosas no van a salir a la luz aunque tú no hables?
Me pareció ver que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Tu madre sabe lo del reloj, ¿es que no te parece bastante prueba el reloj? ¿Piensas de verdad que alguien va a creerse la historia del hombre desconocido? ¡Por Dios, Luisa, vuelve a la realidad, se ha descubierto el pastel, métete eso en la cabeza! ¡Se acabó!
Las lágrimas empezaron a resbalarle por la cara.
—Tu madre lo sabe, yo lo sé, todos sabemos que mataste a Juan, lo único que falta por saber es si alguien te ayudó, y si ese alguien violó y se cargó después a Salomé.
Se tapó la cara con las manos. Yo echaba de menos a Garzón.
—Tú quieres mucho a tu madre, ¿verdad Luisa?
Afloró el primer sollozo.
—La quieres y sabes que es muy importante para ella la reputación, ¿no es cierto? Así que cuando supiste que Juan era un violador perseguido por la policía te horrorizaste. ¿Cómo había podido hacer una cosa así? Luego él te llamó desde su escondite y tú decidiste matarlo. Era la única manera de salvar su honor y proteger a tu madre de aquella pesadilla. Quedaste con él por teléfono. Era inútil que te jurara que era inocente. Tú sospechabas en parte su perversión, habías visto a veces pornografía bien escondida en su cuarto, sabías que era raro, que estaba reprimido. Te fue fácil apuñalarlo, ¿cómo había caído tan bajo? Después le quitaste el reloj de las púas y lo sustituiste por uno nuevo que acababas de comprar. Primer paso para demostrar ante la opinión pública que él no era culpable. El segundo fue matar y violar a Salomé, así quedaba alejada de él cualquier sombra de sospecha. ¿Quién te ayudó, Luisa?
Sacó la cara de detrás de sus manos. Me asusté, el llanto contenido había hecho que sus facciones se hincharan, enrojecieran.
—Fui yo sola —musitó.
Las palabras salían de su garganta lentas y claras.
—La tenía que matar para que no pudiera hablar.
—¿Y la violaste?
—Después de matarla, sí, con un pomo grande de puerta que compré en una ferretería.
—Pero ¿por qué justamente esa chica, por qué no otra cualquiera, escogida al azar?
Ahora estaba distraída, miraba hacia la puerta. Repetí la pregunta.
—Me daba igual, y de ésa ya tenía todos los detalles, la tele dijo a qué hora la violaron, dónde vivía, qué camino hacía cada noche. ¿Para qué buscar más?
Estremecedor, como todo lo simple, lo que parece tan evidente que podría haberse evitado. Quedamos en silencio, las dos con los ojos fijos en el mismo lugar, el suelo gastado de la sala.
—Tendrás que repetir esta declaración, Luisa, y contestar a todas las preguntas que te haga el juez.
—¿Me condenarán a muerte?
—No existe la pena de muerte en este país.
—Bien, entonces iré a la cárcel.
—Te juzgarán.
—En la cárcel estaré bien.
No lloraba, no accionaba, dejó de hablar, quedó investida de una indiferencia casi catatónica. Me levanté despacio, salí. En ese momento llegaban Garzón y García del Mazo.
—¿Cómo han tardado tanto?
Garzón gesticulaba histriónicamente.
—Ha sido ridículo, de verdad, media hora jugando al escondite detrás del inspector. ¿Yo lo buscaba en archivos?, él acababa de marchar, ¿salía a tomar un café? en ese instante nos cruzábamos. ¡Creí que no nos encontraríamos en la vida!
García del Mazo no lo escuchaba.
—¿Qué ha sucedido? —me preguntó.
—Luisa acaba de confesar.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Hice venir a su madre, fue muy dura con ella, por fin se derrumbó.
—¡Magnífico!, ¿está ahí?
—Tómale tú declaración escrita, yo no he entrado en detalles.
Se precipitó hacia el interior del despacho. Garzón y yo nos quedamos solos. Me dirigí hacia un banco, me dejé caer.
—¿Se encuentra mal, Petra?
—Deme un cigarrillo, me he dejado los míos dentro. Buscó su paquete solícitamente, me lo encendió.
—Perfecto, Garzón, ha tardado usted el tiempo necesario para darle verosimilitud.
—Petra, yo ya sabía que usted...
Dejó la frase ahí, no veía la necesidad de hacer más esfuerzos para agradecerme la obstrucción a García del Mazo.
—Así que confesó.
—Confesó. Ella mató a Juan Jardiel, a Salomé.
—¿Y la violación?
—La violó con un pomo de puerta.
—¿Sólo por venganza?
—Y por salvar el honor.
—¿El honor de quién?
—De todos, Fermín, de su madre, de Juan, el suyo propio, el honor no es un concepto individual, salpica a todo el mundo, exactamente igual que la corrupción.
Asentía, pensando intensamente. Me apreté los ojos con los dedos, estaba mareada, demasiado tabaco, demasiado café, demasiado cansancio.
—¿Le ocurre algo?
—No sé, la vida es tan fea... todo es tan miserable...
Puso su manaza de oso pardo sobre mi espalda y empezó a darme palmaditas incongruentes.
—Consuélese, Petra... —decía—... siempre ha sido así.
Era un triste consuelo. Dejé caer mi cabeza sobre su hombro, y, como llevaba una americana con refuerzos muy gruesos, me sentí mejor.
Hubo interrogatorios de todo tipo, el del psiquiatra resultó el más esclarecedor. La declararon responsable de sus actos, sin posibles atenuantes de enajenación, pero su caso se consideró psicológicamente complicado. Una experiencia traumática como el abandono de sus padres en la infancia hubiera sido suficiente como para dejarla seriamente tocada, pero luego vino todo lo peor. Su madre adoptiva allanó el camino hacia un carácter rozando lo patológico. El dominio total de una mujer dura y amargada, llena de odio. Los continuos recordatorios de que era una niña recogida, proveniente del pecado, hija de la mujer que había causado en parte la desgracia de aquella casa. La educación castrante, basada en el miedo, en la culpabilidad. Las represiones sexuales, la falta absoluta de ternura. Y a su lado, Juan. Se creó entre ellos un sentimiento de complicidad, de cariño, y en ambos una deificación de la figura materna, un acatamiento de sus principios como única salvación de la culpa que tenían impresa. Contradicciones terribles con sus auténticos deseos, con las pulsaciones naturales de la vida. Siempre, según el psiquiatra, Jardiel violaba a las chicas llevado del típico odio no confesado hacia su madre, que se derramaba contra todo el sexo femenino. Las marcaba intentando dejar en ellas su sello, su influencia, él que no estaba autorizado ni a exhibir una fotografía en la pared de su habitación. En su caso lo patológico había penetrado más profundamente. Se trataba de un psicótico que, con toda seguridad, hubiera sido declarado no responsable de sus actos por el juez.
El comisario nos felicitó.
—¡Caso cerrado! —dijo frotándose las manos—. ¡Y no estaba nada fácil, ésa es la verdad! Descubrir que una mujer comete una violación no es tema de todos los días. Entre los tres han formado un equipo muy bueno.
—Gracias, señor... pero quiero que quede constancia de que el caso lo hemos resuelto el subinspector Garzón y yo solos, sin necesidad de ayudas foráneas.
—Soy consciente de ello —dijo muy serio.
Entró García del Mazo y todos guardamos silencio, estaba pictórico, feliz.
—Antes de volver a Gerona quiero que cenemos juntos. Porque no queda ningún último fleco por cortar, ¿no es cierto, compañeros?
—Creo que no. El juez ha dejado en libertad sin cargos a todos los sospechosos.
—Entonces podemos considerarnos satisfechos. ¡Caso cerrado! Y con los periodistas, ¿qué vamos a hacer?, habrá que convocar una rueda de prensa. Claro que, después de la polémica que este caso ha despertado, no podemos mandar un portavoz a secas, pienso que te corresponde comparecer a ti, Petra.
—¿A mí?, ¡ni hablar!, he estado negándome a colaborar todo el tiempo por una cuestión de principios, y ahora que el asunto está resuelto me lanzo al estrellato. No, no quiero que nadie piense que busco el aplauso.
—Entonces... tendré que hacerlo yo. ¿Hay algún inconveniente?
—Me parece bien.
El comisario me miró con ironía. Por supuesto a García del Mazo ni siquiera se le ocurrió ofrecerle a Garzón aquella posibilidad de hablar al público. Nunca se había visto que un marinero diera conferencias de prensa cuando podía hacerlo el patrón.
Pasamos el resto del día descansando, o al menos eso era lo que hubiéramos debido hacer, pero resultaba muy difícil encontrar un poco de solaz con mi compañero rezongando y maldiciendo. Que García del Mazo apareciera victorioso frente al cuarto poder era más de lo que podía soportar.
—Lo sabía, sabía que este tío iba a acabar plantándose las medallas que no le corresponden.
La historia de las medallas era una auténtica obsesión. Inútilmente yo bromeaba, ponía en cuestión las medallas, su utilidad, hacía jocosas listas de ellas: medallas que héroes renqueantes exhiben en los desfiles treinta años después, medallas olímpicas, de concurso canino, del corazón de Jesús. No le hacía ninguna gracia, seguía pensando que yo hubiera debido rehabilitar mi honor públicamente usando el mismo medio que me lo robó. Pero todos aquellos reproches no fueron más que un murmullo de agua manando comparado con lo de más tarde. Cuando García del Mazo hubo celebrado la rueda de prensa vino la catarata, el torrente, la corriente indómita, el maremoto, el geiser, el aluvión.