—No, si usted no me lo dice...
—Es mi primer ex marido. Y no piense que estoy equivocándome al denominarlo. Tengo dos ex maridos y éste es el primero.
Solté una carcajadilla presuntamente pícara y simpática. Había conseguido darle en la línea de flotación. Su mandíbula se desencajó un poco y en las pupilas se le dibujó un chispazo de curiosidad.
—Ya —comentó sin inmutarse—. Pues yo soy viudo, gracias a Dios.
—¿Gracias a Dios?
Dio un respingo infantil.
—Quiero decir que afortunadamente nunca tuve que divorciarme de mi esposa, permanecimos juntos hasta que ella murió.
Parecía que había una seria censura en su modo de hablar. Me cabreé. Di por terminado mi afán contemporizador. ¿Acaso debía aguantar a todos los que me hacían reproches? ¿Era como Segismundo, ya condenada antes de nacer? Tragué el té de un golpe y lo miré con perversidad.
—Hablando de otra cosa, Garzón, ¿tiene alguna idea de por qué nos han encargado este caso precisamente a usted y a mí?
Quedó por completo desmarcado. Me apresté a darle el puntillazo sin compasión.
—Pues ya que no lo sabe se lo diré: nos lo han encargado porque no tenían a nadie más, así de sencillo. Me he enterado esta mañana. El resto de compañeros está realizando una operación muy complicada, algo de drogas. Una de esas historias con fotos finales en el periódico y mucho material incautado. —Parecía haber recibido el proyectil pero remoloneó—. Como de costumbre no quieren gente de otra comisaría, y de no haber sido por la falta de personal, nos hubieran dejado donde estábamos a
fulltime,
yo en mi archivo y usted con su alijo. No creo que tuvieran confianza en nosotros para un trabajo de tanta responsabilidad. Al fin y al cabo usted es casi un jubilado y yo sólo soy una mujer.
Mi maldad hizo que su rostro se pareciera al de un muerto.
—Aún me falta tiempo para jubilarme, pero de todos modos, yo siempre cumplo lo que me ordenan sin preguntar nada.
—Eso es perfecto para mí puesto que ahora yo soy su jefa. De manera que empecemos de inmediato a hacer algo provechoso; vaya a buscar el coche para desplazarnos al Tutelar, supongo que el director accederá a recibirnos.
Estaba encantada con mi propio estilo castrense. Se acabaron las treguas. Si Garzón era un pingüino que no permitía roturas de hielo a su alrededor, tendría toda la dureza que una mujer es capaz de prodigar en sus cometidos. A mí no me pagaban por llevar guantes blancos. Sin duda había estado muy preservada de prejuicios en el servicio de documentación donde las secretarias siempre te sonreían al pasarte un libro. Pero aquello ya no era un remanso tranquilo, aquí estábamos en la vida exterior, en la brega salvaje, policías tradicionales, delincuentes, violadores... había que dar varias vueltas al látigo por encima de la cabeza cuando a alguien se le ocurriera acercarse para dar los buenos días.
El tráfico estaba denso y torpe como de costumbre; esperábamos en los semáforos, aguantábamos oleadas de claxonazos, pero Garzón iba imperturbable al volante, como un chófer de carroza fúnebre. El director del Tutelar era una mujer, de unos cincuenta años, elegantemente embutida en un sastre de cheviot, joyas discretas... Cuando le expuse el motivo de nuestra visita se sonrió al estilo sardónico.
—Por supuesto que tengo chicos acogidos con algún cargo de tipo sexual, parece obvio. No querrán entrevistarse con todos...
—Pensábamos que sería suficiente con seleccionar a los que están con libertad provisional, algún permiso...
—Oiga, inspectora, si quiere que sea sincera le diré que estoy un poco harta de la dinámica que siguen ustedes en la policía. En cuanto una joven aparece violada en esta ciudad, el primer sitio a donde se les ocurre venir es aquí.
—¿Y no le parece normal?
—Esto es un centro de reinserción, se supone que devolvemos a esos chicos a la sociedad, pero si ustedes se empeñan en perseguirlos...
No estaba preparada para aquella reacción intempestiva. Definitivamente aquello no era el servicio de documentación. Habría que lucir coraza y armas ofensivas si no quería perder el respeto de mi subordinado.
—Entiendo lo que quiere decir, pero tampoco está usted al frente de la Ciudad de los Muchachos, aquí hay delincuentes y me permito recordarle que, esta vez, la violación se ha producido en este mismo barrio.
Garzón asistía silencioso al inesperado cruce de réplicas violentas que se había generado. La directora puso cara de odio infinito, levantó las manos a ambos lados de la cabeza y dijo aparentando paciencia:
—Está bien, no se me ponga en plan oficial. Iré a ver si puedo hacer algunas averiguaciones. ¿Cuál me dijo que era la fecha?
Cuando salió, tensa y con la cara ligeramente coloreada, susurré por lo bajo:
—Deben ser unos santos, sus chicos.
Mi compañero seguía imperturbable poniendo cara de recogimiento conventual. En su caletre estaría pensando que las mujeres tendíamos de modo innato a la histeria y al enfrentamiento fratricida. Era cuestión de ir acostumbrándome a ser fiera. Garzón defendía lo suyo, fuera lo que fuese lo suyo, al igual que la directora defendía a sus acogidos con auténtico espíritu de equipo. En aquel mundo nuevo para mí debía buscarme algo que defender, y empezar por mi autoridad no estaba mal.
—Ángeles benditos, deben ser todos —murmuré de nuevo aparentando mal humor.
De pronto, Garzón respondió:
—Quizá tampoco sean todos diablos. A alguno reinsertarán.
—Usted sabe que la escoria se deshace en cuanto intentas tocarla.
Lo que hasta aquel momento había sido sólo prevención contra mí, empezaba a convertirse en inquina cerval. Garzón me detestaba. Volvió la directora suspirando.
—Vamos a ver... —Papeleó entre listas y folios.
—Con cargos sexuales sólo salió uno ese día, Jorge Valls. Pero dudo que tenga nada que ver. Es un chico que se porta espléndidamente. Lleva un año con nosotros siempre demostrando buena conducta. Ha aprendido informática en este tiempo, también ayuda cada día a limpiar la cocina. Ni una desobediencia, ni una trifulca... desde hace tres meses le dejamos salir algún fin de semana. Sinceramente no creo que...
—¿Por qué lo ingresaron?
—Un caso curioso, según los psicólogos, impropio de su edad. Se dedicaba a esperar a niñas a la salida de los colegios y les enseñaba material pornográfico, grupos en plena orgía, desnudos...
—¿Eso es impropio de su edad? —preguntó Garzón.
La directora le dirigió una mirada afable:
—Se considera una perversión más adecuada a personas mayores, incluso viejos me atrevería a decir. Suplen sus incapacidades físicas por medio de esas prácticas indirectas. Los jóvenes suelen pasar a la acción, algunos se masturban o se exhiben, pero éste... —Volvió a mirar entre sus papeles—. No, Jorge tampoco se exhibió.
—Es curioso, ¿a qué lo atribuye?
La directora parecía contenta de haber encontrado en Garzón un interlocutor civilizado y sensible. Él estaba obviamente a punto de demostrarme cómo es posible tratar a la gente sin agredirla.
—Verá, no sabemos a qué atribuirlo con exactitud, los psicólogos son cuidadosos en sus interrogatorios, a veces las cosas tardan muchos años en salir. Pero él proviene de un cuadro familiar desastroso. El padre es un alcohólico desempleado, la madre desaparece durante meses sin dar ninguna explicación. En fin, un horror. Ese chico ha vivido en un ambiente de derrumbe moral.
—De modo que ha habido culpa de la sociedad —dijo Garzón como un progre de antaño.
La directora contestó sin pensarlo dos veces:
—Siempre la hay. —Y ambos se miraron con satisfecha comprensión y posaron después sus ojos sobre mí como si fuera una pobre apestada.
Apreté los dientes y pregunté:
—¿A qué hora salió ese día?
—De cinco a once.
—Tengo que hablar con él.
—Lo siento, pero pronto servirán la cena.
—Será sólo un momento.
Admitió la exigencia, que profundizó algo más su animadversión hacia mi persona.
La sala de visitas era tan lóbrega como el resto del lugar. De la pared pendían cuadros y fotografías que, evidentemente habían sido realizadas por los internos como trabajos manuales: paisajes bucólicos, pájaros. En un rincón se veía una piña seca, con una pequeña perla artificial pegada a cada gajo leñoso. Un esfuerzo inútil, sin rastro de belleza. Se respiraba el vacío polvoriento. Al cabo de muy poco llegó Jorge Valls, un muchacho de ojillos penetrantes, vestido con absoluta vulgaridad. Me presenté. Parecía acobardado y cruzó las piernas, conservando una mano en el bolsillo.
—Te han dicho lo que buscamos, ¿verdad?
Asintió.
—Entonces quizá puedas decirnos dónde estabas a la hora y el día que nos interesa.
—Sí, estaba en casa, con mi madre.
—Por lo visto te portas muy bien. Has aprendido a manejar ordenadores y no buscas peleas, haces lo que debes hacer. Por lo menos aquí dentro.
—Fuera también.
—Claro que a veces debes estar cansado de ser siempre un santo.
Se puso colorado, estiró el cuello, incómodo.
—Estaba con mi madre, viendo la televisión.
—Una madre es una madre, a lo mejor a ella no le costaría mentir.
—También había vecinas, y me vieron.
—¡Vaya, te acuerdas perfectamente!
—Las vecinas pasan todas las tardes a visitar a mi madre por si pueden ayudarla en algo.
—Buena gente.
—Pues sí. —Empezó a envalentonarse un poco ante la persistencia de mi ironía—. Además, cualquiera se daría cuenta de que no ando violando a chicas por ahí, nunca lo haría.
—De eso estoy convencida.
Me miró sin comprender, Garzón también.
—No andas violando chicas porque no puedes.
—Pero ¿qué dice?
—Que no se te levanta o la tienes minúscula, algo así.
El chico se volvió implorante hacia Garzón como si de repente lo erigiera en juez del asunto.
—Oiga, dígale que deje de faltar, yo a ella no la he insultado.
Garzón titubeó sin saber qué hacer, por fin dijo:
—En fin, eso de tu madre y las vecinas se puede comprobar.
Hice como si no hubiera oído a ninguno de los dos.
—Llevas un año dándoles la lata a los psicólogos y lo único que pasa es que no se te levanta.
Se puso de pie, empezó a gritar.
—¡Quiero irme, no tengo obligación de estar aquí ni de contestarles, eso lo sé muy bien!
Hizo ademán de salir, lo atajé.
—Lo comprobaremos, y te juro que si eso de las vecinas no es verdad, voy a venir por ti para cerciorarme personalmente de si puedes o no puedes violar.
Se fue de la sala desencajado. Garzón tenía los ojos fuera de las órbitas, como si hubiera estado presenciando un accidente múltiple en la autopista. Nos invadió un silencio que llegaba de lejos. Flotaba el olor típico de la verdura hervida, canallesco y familiar.
—¿Nos vamos, subinspector?
Se puso a caminar junto a mí, algo aturdido. Intenté provocarlo, quizás ahora sí iba a responder.
—¿Cree que me he excedido?
Emitió un gorgoteo indefinible.
—¿Piensa que la intensidad de trato fue correcta?
Bufó:
—¿Por qué le dijo esas cosas?
—Para ponerlo nervioso.
—¿Para qué?
—Siempre es mejor que estén nerviosos, ¿o no? De cualquier modo, ese tipo está aquí por andar intentando pervertir a colegialas, no creo que merezca un trato especial. ¿No le parece?
—No sé, inspectora. Si usted me lo permite prefiero no dar ninguna opinión.
Se encapsuló de nuevo en su actitud de «órdenes son órdenes». Seguimos deambulando hacia la salida por los tétricos pasillos del edificio gris. Ramos de flores sintéticas, ceniceros de suelo, un limbo despersonalizado y hueco por el que la gente se paseaba con la única esperanza de salir alguna vez. No se dejaba engañar aquel jodido subinspector, resistía en su respetuoso desprecio. Serían necesarias más representaciones sangrientas para convencerlo de lo que era capaz.
Al llegar a casa me serví una copa de chinchón. Tumbada en el sofá, empecé a preguntarme quién era en realidad mi nuevo compañero. Un polizonte total, uno de esos cincuentones que se han pasado la vida tomando cafés con leche en la esquina esperando órdenes de un superior. Y, por supuesto, brutal con detenidos y sospechosos, a mí no iba a pegármela. Sólo que le resultaba intolerable que esos mismos métodos los empleara yo. Se espera otra cosa de una mujer. Comprensiva con los débiles, solidaria con su sexo, recatada en la expresión, lamentando que en el mundo exista tanta maldad. Pobre Garzón, iba a encontrarse con un bocado difícil de roer, y ni siquiera conocería a Shakespeare, ni a Don Juan Manuel, con lo que la doma de la bravía no le serviría de guía espiritual. Horizontes limitados, vida lineal, nada que ver con las profundas simas y súbitos remontes de la mía. Y bien, ahora tenía un caso, algo que había deseado desde siempre, era imprescindible creerme mi papel, instalarme en los tiempos en los que pensé que ser policía convertiría mis días en algo interesante, cercano al meollo de las cosas. Pero quizás el caso llegaba demasiado tarde, como toda ilusión que se cumple. Me cogía a contrapelo, en época de cimentación, una casa con patio trasero, el propósito de resistir los embites de la pasión amorosa, algo así como presentarse en el banquete de la vida convencida de que te sentaba mal comer. Pero es difícil retraerse ante la pujanza de la acción; la piedra siempre salpica al caer sobre el lago tranquilo. De cualquier modo, era inútil pensar, ese caso nos sería quitado de las manos tarde o temprano, lo esperaba y para cuando llegara el momento estaba segura de que me daría igual. No sería lo mismo para Garzón, por mucho que él dijera que estaba de vuelta de todo, recién trasladado además, y le interesaría poner un buen colofón a su carrera impecable y gris. Aunque quizá sólo deseaba que lo licenciaran de una vez, poder volver a su casa donde le esperaría una sopa caliente, y disfrutar de las reuniones de jubilados para jugar al billar. Un plan razonable, tranquilidad para los dos. Pero yo no podía decirle: «
Venga subinspector, dejémonos de coñas, cumplamos el expediente y a otra cosa
». No, debía permanecer allí batallando por mi deber, demostrando que era una mala bestia capaz de llevar las riendas de una investigación; una mujer no puede permitirse el lujo de cejar, sobre todo si es paracaidista, policía o conductora de autobús. Y en cuanto a Garzón, él debería aguantar las órdenes de una niñata como yo después de haberse arrastrado por todos los callejones del país deteniendo a borrachos y encarcelando a putas. Demasiado para ambos, ojalá nos quitaran pronto el caso.