—Con lo que se demostraría algo que yo siempre he pensado, y es que los asuntos de coño vienen a su vez de otros asuntos de coño.
Di un respingo.
—Pero ¿qué dice, Garzón?
Me miró, inocentemente sorprendido.
—Usted dijo que no le importaba oír tacos.
—Pero eso es una impertinencia y una vulgaridad impropia de usted.
Se puso muy serio y malhumorado como un crío. Renegó entre dientes:
—No es nada sencillo saber lo que es pertinente y lo que no lo es.
Me levanté y cogí el bolso.
—Parece que ha tenido usted una mala tarde. Ya nos veremos mañana.
Estaba más enfadada por la indiferencia de Garzón hacia mis averiguaciones que por la malsonancia en sí. Era difícil hacerle comprender que cuadrando el perfil psíquico de un violador, el caso podía considerarse resuelto. Pero los motivos psicológicos eran poco contundentes para él. Hubiera comprendido mejor que un tipo violara por simple maldad, por sexo. En cualquier caso, aquella deformación familiar que a mí me iluminaba las cosas como un rayo de luz, no significaba para el subinspector más que un asunto de coños. Alabadas fueran las mentalidades primarias. Y todo ello pocas horas después de haberse comportado como un caballero andante frente a Hugo. No hay nada peor que seguir conviviendo con un héroe después de perpetrada su heroicidad.
Entré en mi casa de franco mal humor. Busqué en la nevera algo para comer. Las provisiones empezaban a escasear y pensé que debería hacer algo para evitarlo, pero no aquella noche. Aquella noche sólo necesitaba dormir. Sin embargo, a las doce me despertó el teléfono. Reconocí una voz estropeada por la vida.
—Al habla Fermín Garzón.
—¿Qué ocurre, le han cogido?
—No es eso, sólo quería decirle que lo siento sinceramente.
—¿Cómo?
—Ya sabe, lo que dije antes, lo del asunto de..., en fin, ha sido una tontería y debería haberme dado cuenta de que iba a sentarle mal. Pero ¿sabe lo que me ocurre?, pues que cada vez me cuesta más darme cuenta de que estoy con una mujer.
—Gracias, eso es muy halagador, pero no sé cómo tomármelo.
—Tómeselo bien. ¿Estaba dormida?
—Sí.
—Pues ahora ya tengo dos razones para pedirle perdón.
—Olvídelo, volveré a dormirme enseguida.
—Buenas noches, inspectora, mañana la veré.
Me acurruqué en la almohada y apagué la luz. De pronto me acometieron unas incontenibles ganas de reír. Y reí, moviendo rítmicamente el colchón. Era la primera vez que reía de ese modo, en la cama, sola, en medio de una total oscuridad.
Durante la semana siguiente continuó la búsqueda de Juan Jardiel. A pesar de tener tantas unidades alertadas a nuestro servicio no había ni rastro del presunto violador. Los periodistas permanecían al acecho, sin olvidar el caso. Yo daba rodeos antes de llegar a comisaría y hacía lo mismo de vuelta a casa, sin perder nunca la sensación de que estaban siguiéndome. Con el faro de alarma social aún encendido, no podía permitirme el lujo de enviar a ninguno de los informadores al infierno. Pepe, por su parte, me ponía al corriente de las visitas de la periodista televisiva al Efemérides. No parecía importarle demasiado que se paseara por allí. Llegué a sospechar que le divertía, que alentaba aquella presencia intermitente fingiendo saber. Yo estaba estática, dándole vueltas continuamente a los datos que teníamos. Pensaba, como si pensar por sí mismo fuera a hacernos avanzar en la investigación. Garzón no seguía mi ejemplo, se movía, acompañaba a algunas patrullas mientras buscaban, se entrevistaba con el juez. Andaba como siempre metido en sus contactos con confidentes, tras aquel alijo misterioso del que ni a mí me informaba por no quebrantar el secreto profesional. Admiraba su capacidad para la acción.
Una mañana fui al banco para ingresar mis tres millones. Ése sería el último dinero inesperado que iba a llover sobre mí, de modo que pensé hacerlo durar, el último esplendor del pasado proyectaría su sombra benefactora aún durante un tiempo. Pero el ahorro comenzaría después de haber cumplido mis promesas con Garzón. Fui al Liceo y compré entradas para
Aida.
Cuando se lo comuniqué a mi compañero por teléfono quedó emocionado y concretamos una cita para el día siguiente.
Era una noche helada de febrero. Habíamos acordado encontrarnos en las Ramblas. Cuando llegó Garzón, tuve que mirarlo dos veces para estar segura de que era él. Estaba vestido con un traje tan compacto como la armadura de un caballero medieval, gris oscuro, surcado de rayitas blanco lechoso, camisa amarilla, corbata azul traspasada por un alfiler de perla y, en el ojal, una minúscula insignia de la policía. Resultaba impactante, como un
capo
de la mafia en un día de boda. Tenía el pelo cuidadosamente engominado, peinado hacia atrás, y el bigote colocado en orden de cepillo como una lustrosa foca rescatada por Greenpeace. Yo me había encasquetado mi sastre negro de las ocasiones y el collarcito de oro, así que, a su lado, quedaba un tanto deslucida, víctima de cierta desvaída discreción.
Estaba nervioso como un niño, loco ante aquella posibilidad de ver ópera, entrar en el Liceo, pasearse por lo que para él parecía ser casi un santuario. Me preguntaba por qué en aquella mente tan cartesiana entraba la imagen rutilante de la ópera como una mitología decisiva. Hizo que sacara las entradas del bolso y se las mostrara. Me rogó que, al final de la noche, se las entregara para guardarlas como recuerdo.
—Le habrán costado una pasta —dijo.
Yo le comenté que él hubiera podido ir al Liceo cuando hubiera querido, porque no era tanto el dinero como para no gastárselo llegada la ocasión.
—Nunca hubiera ido solo. Me impone demasiado ese lugar que no es el mío, hubiera estado todo el rato temiendo hacer el ridículo, cometer alguna incorrección. Tampoco hubiera sido capaz de tomar la decisión de gastar dinero en algo tan poco necesario.
—No tiene que rendir cuentas a nadie.
—Es verdad, pero después de pasarse tantos años cumpliendo con el deber, uno queda imposibilitado para hacer lo que le da la gana.
Me eché a reír. El subinspector era certero y sentencioso como un santón. Había algo ciertamente mágico en él, una especie de potencia positiva capaz de avasallar cualquier incertidumbre. Pero aquella noche estaba especialmente brillante y profundo.
Cuando entramos en el teatro, cogimos los programas de mano y nos paseamos por el majestuoso
hall,
Garzón se encontraba en algún séptimo cielo insondable del que emergían radiaciones y haces de luz. Literalmente refulgía y si lo hubieran colgado del techo hubiera parecido una lámpara más. Estaba reconcentrado en sí mismo, avaricioso de cada momento, atesorador, ni siquiera se fijaba en otras personas, su trance era privado, un transporte feliz. Susurraba frases inconexas: «
... años y años de lujo, armonías y reservados, Mariona Rebull...
». Me costaba creer que el lustre ancestral de la burguesía catalana fuera el motivo de su embeleso, pero no le hice ninguna pregunta y lo dejé disfrutar. Durante la representación estuvo también tocado por la gracia, aunque no más que al pasear por los salones, escalinatas y
foyer.
En los entreactos no me habló, no se atrevió a fumar ni un cigarrillo. Reconozco que la ópera nunca ha sido mi pasión, pero tuve que verla con tanta ausencia de distracciones que llegué a una concentración total.
A la salida Garzón flotaba en el aire húmedo de mar, tenía los ojos levemente velados. Seguía sin decir palabra, ahuecado y místico, sin notar el frío que mordía los huesos.
—¿Le ha gustado, Fermín?
—Ha sido inolvidable.
Los elegantes espectadores empezaban a mezclarse con la gente que paseaba por las Ramblas. Caminábamos sin rumbo fijo.
—¿No piensa hablar en toda la noche?
Despertó de su sueño.
—Perdóneme. He sido una mala compañía, un aburrido, pero estaba tan metido en el espectáculo. Tengo que estarle agradecido, Petra, gracias a usted...
—No se ponga solemne y dígame dónde le apetece cenar.
—Donde usted quiera, quizá la emoción no me deje comer.
—Estoy segura de que lo superará.
Lo superó, y comió con enorme apetito: aguacates rellenos de gambas y chuletitas de cordero lechal. Pedí una botella de cava que, antes de que hubieran servido el postre, se acabó. Encargué otra sin que Garzón protestara. Entraba bien, hacía bailar los pensamientos sobre un cojín efervescente.
—¿Se da cuenta, Petra? La felicidad debe ser algo así.
—¿Ópera y champán?
—No exactamente. Me refiero a que debe ser magnífico haber heredado de tus antepasados tanta finura y dinero que ya no sea necesario preguntarse si es lícito disfrutar de los placeres.
—A nadie le está vedado disfrutar.
—Yo debo pertenecer a la octava o novena generación de esclavos, siempre se me ha indicado el valor de las cosas, siempre el deber, siempre trabajar para pagar lo poco que tengo. Cuando la cosa viene de atrás es mejor.
—Se supone que usted hubiera podido variar su suerte.
—Y puede que sea verdad, pero ¿para qué me hubiera servido descornarme si mi madre no habla francés? Eso ya no tiene remedio. Lo vi una vez en una película, el colmo de la clase es que tu madre hable francés.
—Es usted la hostia, Garzón.
—Salvadas las distancias, puede que lo sea.
Nos reímos de buena gana. Él rellenó las copas alegremente, vació la suya de un trago.
—Vámonos, la nuestra es la única mesa que queda con gente, me siento culpable por eso. Ya ve que me siento culpable por todo, también cuando me extralimito disfrutando de algo ¿Qué le parece si tomamos una copa en otro sitio? Esta vez la invito yo.
Atravesamos el restaurante ante la mirada extrañada de los camareros. Obviamente no formábamos la pareja ideal. Una vez en la calle el subinspector se libró a toda serie de fantasías humorísticas. Ambos estábamos achispados.
—¿Se imagina, Petra, que ahora nos encontráramos con el violador? Yo me arrojaría sobre él, le haría una llave de judo y le obligaría a morder el polvo. «
¡Atrás, cabrón...! —le diría—: ...no te atrevas a tocar de nuevo a esta dama!
». Entonces usted saltaría a su vez sobre mí y respondería, ofendida: «
¡Garzón!, ¿aún no se ha enterado de que es humillante intentar salvar a una mujer?
».
Estaba sembrado, Garzón, y un poco borracho también.
—Luego el inspector jefe nos felicitaría: «
Muy bien, muchachos, un policía debe estar siempre alerta, incluso después de haber visto Aida en el Liceo
».
Se reía como un bendito.
Entramos en un local donde sonaba una suave música de jazz. Garzón pidió un coñac doble, se serenó.
—Nunca he entendido el jazz, es una música para intelectuales.
Dejamos fluir en silencio el chorro lánguido de un cuarteto clásico, punteo de piano, zumbido de bajo...
—Hábleme de la culpa, Garzón.
—¿De la culpa?
—Sí, de ésa que siente cuando se extralimita. Se le borró la sonrisa, bebió coñac.
—Es una vieja historia, Petra.
Se frotó los ojos enrojecidos por el humo del tabaco. Suspiró.
—Mi madre era muy religiosa. Me enseñó que nunca debía sentir demasiado placer. «
Cuando te comas un buen trozo de carne, piensa que hay gente que no tiene nada que llevarse a la boca
—me decía—:
Cuando estés calentito en la cama acuérdate de los que no tienen donde dormir.
» Siempre cosas por el estilo, y si le contestaba: «
Madre, no conozco a ningún necesitado
», saltaba como si le hubieran picado y contestaba: «
¡Pues los hay!, aunque sea muy lejos, en el Perú. En el mismo momento en que a ti se te deshace una onza de chocolate en la boca, en ése mismo momento, un niño pobre está muriéndose de hambre, en ese instante, dando el último suspiro, entregando el alma a Dios
».
Apartó sus ojos cansinos de su recuerdo y los fijó en mí.
—¡Qué barbaridad! —dije por decir algo.
—Pues ya ve. Lo malo era que yo no podía hacer nada por aquellos batallones de hambrientos que llegaban hasta Perú. Pero daba igual, la merienda ya no me sentaba bien. A veces tiraba el chocolate a una cloaca con vistas a que, cuando el niño de turno expirara, a mí me cogiera comiendo sólo pan. Creo que por eso me hice policía, para ayudar a los más débiles. Y luego, lo que son las cosas, me he pasado toda la vida jodiéndolos y enviándolos a chirona. Porque casi siempre son los más débiles o los más pobres los que cometen delitos ¿o no?
—Supongo que así es.
—Y no era sólo la merienda o el calorcito de la cama lo que me echaba en cara, luego estaba todo lo demás: las diversiones, los amigos. Hasta me casé con la mujer que más me convenía espiritualmente, y no con una que me gustara de verdad.
—Pero usted ha sido muy feliz con su mujer.
Se quedó callado un momento. Apuró el coñac y pidió otro al camarero. Cuando se lo trajeron dio a la copa un trago vehemente que era casi un mordisco.
—Eso he querido pensar siempre para no volverme loco. Pero mi mujer era igual que mi madre, o peor, porque con mi madre no tenía que compartir la cama y con ella sí. Sus manías de limpieza, su beatería, su estupidez, sus remilgos. A saber por qué siempre le fui fiel. No se podía hacer el amor en viernes, ni en Cuaresma, ni por Navidad, porque era indecoroso estar haciendo «esas cosas» mientras nacía nuestro Salvador. Y cuando la operaron de los ovarios y no pudo tener más hijos, entonces argumentaba: «
¿Para qué Fermín, para qué vamos a estar juntos si Dios ya no nos quiere como marido y mujer?
». No se imagina lo que es para un hombre aún joven y fuerte acostarse bien afeitado, con pijama limpio y agua de colonia para recibir siempre la misma respuesta.
Me miraba sin verme. Supe que no debía decirle nada, sólo dejar que hablara.
—Luego llegaba a comisaría y me veía metido en aquel ambiente de miseria mental. Los compañeros bromeando con las putas que a veces deteníamos. Las cenas de homenaje cuando alguno se jubilaba, todos borrachos en la mesa, muertos de risa, operando de fimosis a una salchicha. Eso ha sido mi vida, Petra, poca cosa. Así que ahora, cuando sería el momento de sentirme a gusto con mis recuerdos, sólo pensar en ellos me pone a parir.
—Tiene usted a su hijo.
—¿A mi hijo? Cuando fui a verle a Nueva York no sabía qué hacer conmigo. Me presentaba a gente que sólo hablaba inglés. Al cabo de quince días se le notaba que andaba loco porque me fuera y le dejara libre el sofá de su pequeño apartamento. Sólo tenía amigos raros, gente con quien yo no hubiera podido estar ni cinco minutos. Ahora apenas me escribe. A lo mejor también está traumatizado por la educación que le dio su madre, como yo, como usted dice que le pasa a ese violador que perseguimos.