—Sería necesario que se personara en comisaría, Petra, se la reclama para una gestión.
Preguntar: «
¿Ha pasado algo malo?
» me parecía una inapropiada gilipollez, pero lo cierto era que no estaba acostumbrada a requerimientos imprevistos y no sabía qué demonio decir. El comisario advirtió por el hilo mi desconcierto y exclamó:
—Ya sé que son más de las diez.
—Eso no es ningún problema, voy para allá.
Seguramente el pobre pensaba que estaba descomponiendo algún cuadro familiar: yo sentada junto a mi esposo viendo la televisión, o ayudando con las matemáticas a mi hijo pequeño, o perpetrando los últimos preparativos de un
soufflé
... Nadie en mi trabajo sabía nada de mi vida privada. Me parecía una condición indispensable para no perder el respeto general. Había visto a algunas compañeras dar consejos a sus niñeras por teléfono en presencia de todos. «
Échale en la papilla un puñadito de arroz, tiene el vientre algo flojo
.» Pensaba que no podía ser de esa manera, por mucho que después fueran capaces de resolver el enigma de los diez negritos; aquellas mujeres olvidaban que existía aún un largo camino de formas por recorrer. Nunca había descubierto a ningún inspector macho llamando a su casa preocupado por la gastronomía infantil. Y las cosas no habían llegado al punto neutro en el que se puede mostrar sin consecuencias cierta debilidad.
—Tardaré lo que el tráfico permita, descuide usted.
Quizá todos aquellos años mis superiores habían creído estar haciéndome un favor. Metida en un servicio que no requería «salir a la calle», con horario fijo y preservada de los delitos y su fealdad. Buen puesto para una mujer. Pero yo no tenía asuntos domésticos que atender ni bebés que alimentar, con ninguno de mis dos maridos había pasado veladas frente al televisor y, aunque no había renunciado del todo a los
soufflés,
era ésa una práctica que podía ser simultaneada con una dosis moderada de acción.
Me vestí de nuevo y me enfundé en una gabardina con forro de piel. El suelo estaba encharcado y sucio, con feas rodadas de coche junto a los bordillos. Ahora ya caía más agua que nieve, y sólo en los dos o tres árboles de la calle se amontonaba blanca y brillante, mágica, como si aquella noche sucediera en un bosque noruego, lejos de las cocheras de Poblenou. Una noche para oír a Chopin.
Cuando llegué, la comisaría estaba tranquila, sin trazos de asalto o hecatombe. Me pregunté una vez más por qué me habrían llamado.
—El inspector González ha tenido un accidente esquiando. Quiero que, mientras él esté de baja, usted ocupe su puesto.
Aquello explicaba la llamada, no la negligencia de encargar un cambio a horas intempestivas. Pero ni se me ocurrió indagar.
—Muy bien —contesté.
—Si se espera aquí un momento le presentaré al subinspector Garzón que va a ser su compañero; quiero decir que estará bajo su mando.
Eso era lo que quería decir el comisario e hizo bien en precisarlo, porque si yo era inspectora se debía a los méritos de mi graduación, jamás había tenido a nadie bajo mis órdenes desde que empecé.
—El subinspector Garzón acaba de llegar destinado de Salamanca. Un hombre muy agradable.
Asentí. Pensé que, por lógica, el tal Garzón debía de ser un barbilampiño al que pretendían desasnar. No me hacía muchas más ilusiones sobre «la tropa» que pudieran poner a mi disposición. Y de todos modos las cosas seguían sin aclararse: ¿para qué me habían hecho ir hasta allí? ¿Para realizar urgentemente una presentación de credenciales al estilo imperial? Quizá sí, el comisario tenía fama de retórico y majestuoso.
—Es un hombre bragado que la secundará bien. Tiene mucha experiencia de servicio en la calle.
La teoría del novato barbilampiño cayó. El comisario se levantó de la silla y abrió la puerta del despacho. Cambiando completamente de registro dio un bramido descomunal:
—¡López, avise a Garzón que venga!
En el pasillo nadie contestaba, el comisario se impacientó:
—Pero ¿dónde coño...? ¡¡López!!
Mientras yo pensaba qué pronto puede echarse por tierra una reputación de diplomacia, apareció un policía nacional con cara de asustado haciendo el saludo militar. El comisario desistió de averiguaciones y repitió su orden con cierto mal talante. Luego sonrió de nuevo y se volvió hacia mí:
—Está siendo una noche difícil, aunque no lo parezca.
Por fin entró Garzón. Enseguida pensé que, más que un individuo bragado, era un tipo necesitado de braguero o cualquier otro adminículo ortopédico debido a su edad. Casi sesentón, cincuenta y siete como mínimo. Me había equivocado en cuestión de años, pero la idea de no hacerme ilusiones servía igual. Estaba a punto de jubilarse, entrecano, tirando a paleto, barrigón. Me dio la mano remiso, como si nos hubiéramos peleado infantilmente y estuviéramos obligados a hacer las paces otra vez.
—Le presento a Petra Delicado, nuestra joya intelectual. Desde que ella entró en documentación todo está perfectamente fechado y organizado. Ha hecho gestiones y ahora recibimos revistas extranjeras y libros editados por la ONU, la UNESCO, la INTERPOL y el FBI.
—Mmmm... —musitó Garzón.
—Y éste es Fermín Garzón, un hombre experimentado que trabaja de firme. Se entenderán.
Dije «
Mmmm...
» yo también. Aunque la apariencia permitiera esperar lo contrario, su mano no estaba húmeda y fláccida como la de un polizonte de provincias, sino tibia, seca y fuerte. Ambos nos quedamos callados.
—Ya se imaginan que no les he sacado a estas horas de casa para esto nada más —descubrió sus cartas el comisario—. Lo cierto es que quiero que se hagan cargo de un caso de violación. La víctima ya ha prestado las pertinentes declaraciones y habría que interrogarla de nuevo antes de dejarla marchar.
Como dos autómatas sincronizados Garzón y yo asentimos a la vez.
—El subinspector Garzón ya ha tenido ocasión de revisar el expediente y la informará de los hechos. Luego, les sugiero que tomen una cerveza juntos para empezar a conocerse.
Aquello era nuevo. El comisario Coronas se permitía ir un poco más allá en su estricto cometido profesional ocupándose de las cervezas de nuestro tiempo libre. No me gustó. Juraría que a Garzón tampoco le gustó. Lanzó hacia mí una mirada de reojo e hizo una mueca sonriente que era como el corcho viejo en una botella, difícil de extraer.
No tenía gran cosa que decirle a mi nuevo compañero cuando salimos al pasillo. Afortunadamente fue él quien empezó a hablar.
—Bueno, el caso no requiere muchas explicaciones. Una chica de diecisiete años ha sido víctima de una violación. Iba a recoger a su madre que es cocinera en un asilo de ancianos. Cuando estaba esperando en la calle, un hombre joven la abordó. Le puso la punta de una navaja en el cuello y la obligó a entrar en un portal.
—¿La maltrató?
—En cierto modo, aunque sólo tiene una herida en el brazo, ya lo verá.
—¿Fue una violación normal?
—Sólo penetración.
—¿Reconocería la chica a ese joven?
—¿Por qué no entramos a interrogarla?
Era poco comunicativo, o le incomodaba dar detalles cuando no existía necesidad acuciante. Eso resultaba, en principio, un dato esperanzador. Detesto la tendencia laboral de hablar sin ser sustancioso, la costumbre de repetir cien veces las mismas ideas con distintas capotas sinonímicas. No empezábamos mal.
En un despacho frío nos esperaban la víctima y su madre, una mujer bastante miserable con grasa maloliente impregnada en la ropa, que se enjugaba los ojos todo el tiempo. La chica era blanca y desvalida como un ratón de laboratorio. Se sentaba con los hombros desinflados y miraba al suelo. Formaban un conjunto extraño las dos, como si entre ellas no existiera la más mínima relación. Coronas, un hombre de edad media con ínfulas innovadoras, había logrado una dotación económica para cambiar los aspectos decorativos de la comisaría. Unos meses antes había aparecido ante nuestros ojos atónitos un camión de mudanzas. Se llevaron los antiguos y sombríos muebles de oficina, todos menos los archivos que, como no hubo dinero suficiente, se quedaron allí. Trajeron sillas geométricas y mesas de diseño barato, con patas de metal y mucho plástico coloreado. El resultado fue ambiguo y no logró borrar la sordidez, si bien el ambiente fúnebre de cualquier comisaría se vio hermanado con un cierto aire de consultorio de la Seguridad Social. Testigos del pasado quedaron los panzudos archivadores de madera con quemaduras de cigarrillo ancestrales y agujeros taladrados por generaciones de carcoma.
—Mi hija no ha hecho nada —fue lo primero que dijo aquella mujer al verme entrar—. Ella no lo provocó.
—Siéntese, por favor.
Hojeé de nuevo frente a ellas el expediente, miré a la chica y pregunté:
—¿Le has visto la cara?
—No.
—¿La llevaba tapada?
—Con un pasamontañas, sólo se le veían los ojos.
—¿Y cómo los tenía?
—No sé. Era delgado y alto, no sé nada más.
—¿Te habló?
—Dijo que si no me estaba quieta me mataría.
—¿Tenía algún acento, algo especial?
—No lo sé, el pasamontañas le tapaba la boca y hablaba en voz baja.
—¿Esperas a tu madre siempre en el mismo sitio?
Intervino la madre:
—No viene todos los días. Yo no quiero que vaya sola a esas horas, pero ella se empeña.
Ni siquiera la miré. Seguí dirigiéndome a la víctima.
—¿Le habías dicho a alguien que esa noche ibas a ir?
La madre volvió a inmiscuirse.
—¿Por qué iba ella a contar nada a nadie? Es una chica formal, lo que ocurre es que yo tengo que trabajar porque mi marido ya murió, ¿comprende?, pero ella no provocó a ese cerdo ni anda a esas horas por la calle.
Me puse de pie y subí ligeramente la voz.
—Si no deja de interrumpir tendré que echarla, señora.
Apretó la boca y dijo algo que no pude entender. Entonces me oí decir:
—Márchese y espere fuera.
Yo misma estaba sorprendida por mi arranque, pero no hubiera sido capaz de seguir soportando a aquella Gorgona empeñada en dejar bien clara su autoexculpación. Observé que mi nuevo compañero permanecía estático y boquiabierto, parado junto a mí. La madre hizo un gesto soberbio con la cara y, al salir, tocó imperceptiblemente a su hija en el brazo. Me fijé entonces en que lo llevaba vendado un poco más arriba de la muñeca.
—¿Es eso lo que te hizo el violador?
—Sí —dijo.
—¿Un navajazo?
—No. Cuando ya se marchaba y creí que no iba a hacerme daño acercó su brazo al mío, apretó fuerte y noté un dolor muy agudo.
—¿Podemos ver la herida?
Hubo un momento de estupefacción. El médico acababa de atenderla y la cura estaba terminada. El subinspector Garzón habló por primera vez.
—Hay un informe del forense y fotografías. Para verla ahora tendríamos que desvendarla.
—Da igual, prefiero verla con mis propios ojos, después puede volver al dispensario.
No esperé a que nadie me diera su consentimiento, se suponía que quien mandaba era yo. Fui deshaciendo el vendaje despacio, en medio de un silencio absoluto.
—Es interesante —exclamé.
Se trataba de algo muy extraño, una herida superficial con una forma curiosa, nada parecido a un rasguño o navajazo. Era en realidad un círculo perfecto hecho por minúsculos alfilerazos, unos junto a otros.
—¿Ha visto, Garzón?
Se acercó y miró por encima de mi hombro. Noté el roce y calorcillo de su potente barriga.
—Nunca me había encontrado con nada parecido —dijo.
—¿Te fijaste en cómo te lo hizo o si llevaba algo en la mano?
—Sólo sé que se me acercó, pero no vi nada.
—¿Qué movimientos hizo?
—Sólo presionó.
—¿Te habló, te dijo algo?
—Casi nada.
—¿Hablaba en voz baja?
—Como si gritara en voz baja.
—¿Dirías que la intentaba distorsionar para que no la reconocieras?
—No lo sé.
Recapacité. La cara impasible de la muchacha no me animaba a seguir ningún camino concreto.
—¿Tuviste en algún momento la sensación de que lo conocías?
—Ya le he dicho que no lo vi.
—Lo sé, pero pudo haber un gesto, su forma de andar...
—No.
—¿Ningún detalle que te resultara familiar, ni siquiera una remota sospecha?
—No.
Suspiré.
—¿Siempre esperas a tu madre en el mismo sitio?
—Sí.
—¿Y a la misma hora?
—Sí.
—¿Pasa mucha gente a esa hora?
—Muy poca.
—¿Habías visto días antes a algún hombre sospechoso, a alguien que te mirara o que se cruzara contigo repetidamente?
—No.
—¿Eres despistada? Quiero decir, ¿podía haber pasado un tipo cada día y tú no darte cuenta?
—A lo mejor.
—¿Estaba nervioso ese hombre cuando te atacó?
—No lo parecía.
—¿Tuviste miedo, la sensación de que podría matarte?
—Sí. Parecía muy seguro, no iba de farol.
La miré a los ojos.
—¿Lo pasó bien cuando te violó? Entiendes lo que quiero saber. Quiero saber si estaba excitado, suspiraba, o si parecía sólo una obligación.
Me miró con asco. Quizá pensaba que todo aquello me divertía, que sentía simple curiosidad malsana.
—Ya le he dicho que era frío y tranquilo.
Ella también era fría. Contestaba sin emocionarse, sin alteraciones. Resultaba muy evidente su pensamiento: mis preguntas no servirían para nada, era un interrogatorio inútil. Lo único que de verdad deseaba era marcharse.
—Está bien. Vuelve al médico, te pondrá la venda de nuevo.
Se levantó despacio, sujetándose un brazo con el otro, arrastrando un trozo de gasa por el suelo. Iba encorvada y estaba pálida. Cuando pasaba a su lado, Garzón le lanzó una sonrisa desmañada y dijo:
—No te preocupes, cogeremos a ese cabrón.
—Me da igual —respondió la chica, y sus ojos inexpresivos y lánguidos se fijaron en el cenicero vacío, que siempre estaría vacío porque en aquel despacho estaba prohibido fumar.
Salimos al pasillo. La madre de la víctima se levantó al vernos y preguntó ostentosamente a Garzón:
—¿Podemos irnos ya?
—Sí, señora, un coche celular va a acompañarlas.
Pasó por delante de mí, a pocos centímetros de mi cara, y me lanzó una furibunda mirada llena de desprecio y odio. Creí que, de un momento a otro me escupiría, pero se controló.