Read Robin Hood II, el cruzado Online

Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood II, el cruzado (10 page)

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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—Pero el rey ha decretado desde entonces que vuestro pueblo está bajo su protección personal —dijo Robin—. ¿No os tranquiliza eso?

—El rey está en Francia —respondió Reuben, sombrío—, y muy pronto estará de camino a Ultramar. No se preocupa por nosotros; somos simplemente su rebaño, listo para ser esquilado a su real capricho. La noche pasada, la chusma salió de la ciudad y prendió fuego a la casa de mi amigo Benedicto. Está muerto, ¿sabéis?, murió al volver de Londres, de las heridas sufridas en el alboroto de Westminster, pero ahora también lo están su mujer y sus familiares, que fueron arrastrados fuera de la casa y despedazados en la calle, como animales. Su tesoro ha sido robado; los libros con el dinero que se le debía, destruidos. Temo que, cuando llegue la noche, nosotros, Ruth y yo, seamos los siguientes. Pero la mataré yo mismo antes que dejar que caiga en manos de una chusma cristiana.

Hablaba apenas sin emoción, pero un músculo que temblaba en su mejilla revelaba sus verdaderos sentimientos.

—Pero ¿qué ocurre con John Marshal? —pregunté yo—. Como alguacil, su obligación es mantener la paz del rey en el condado de York.

—Es un hombre débil y debe demasiado dinero a los judíos —dijo Reuben—. No creo que sienta demasiados remordimientos si todos nosotros somos asesinados y él queda libre de deudas. Pero puede que sea injusto con él. En estos días, es difícil distinguir entre amigo y enemigo; todos los cristianos me parecen iguales.

Sonrió a Robin para dejar claro que hablaba en broma, por lo menos en parte.

—Pero tú has venido aquí a hablar de dinero —continuó—. Hablemos de oro y de plata, y no de muertes. ¿En qué podemos servirte mis amigos y yo?

Robin me hizo una seña y yo me apresuré a excusarme y levantarme de la mesa —Robin prefería que sus tratos financieros fueran privados—, y me encaminé al extremo más alejado de la sala para examinar un tapiz particularmente bello que colgaba en aquel lugar: mostraba la Ciudad Santa de Jerusalén, en lo alto de una colina, contemplada desde el cielo por los ángeles, los arcángeles y los antiguos profetas, y al verlo, me asombró comprobar lo mucho que tenían en común, en materias de fe y de tradición, los judíos y los cristianos. Tuck me había dicho que la mayor parte de la Biblia era sagrada también para los judíos. Desde luego yo estaba convencido entonces, y sigo estándolo ahora, de que los judíos están condenados para la eternidad por no haber aceptado a Jesucristo Nuestro Señor en sus corazones. Pero también sabía que Reuben era un buen hombre, un hombre amable y un amigo leal de Robin, y no veía ningún motivo para que él y su pueblo fueran perseguidos y asesinados. Me volví a mirar a Robin y Reuben, con las cabezas muy juntas y hablando en voz baja en el extremo de la sala. Sabía qué opinión tenía Robin de la muerte de los judíos: prestaba poca atención a los dogmas religiosos y le importaba una higa que murieran mil judíos, o mil cristianos, si no tenía con ellos una relación personal; pero Reuben era un amigo, un antiguo aliado, y lo defendería hasta la muerte frente a cualquier enemigo, cristiano, judío, pagano o sarraceno.

Al observar a Robin y Reuben, me di cuenta de algo curioso. Reuben mostraba a Robin una bolsa pequeña llena de cristales blanquecinos. Robin tomó uno y lo olisqueó antes de devolvérselo a Reuben. Este tomó una pizca de aquella masa blanco amarillenta con unas tenacillas de plata, y la acercó a la llama de una vela colocada sobre la mesa. Hubo un chasquido, y brotó una pequeña nube de humo blanco sobre la mesa; unos instantes después, llegó hasta mí el aroma —rico, fragante como de flores quemadas, y familiar—, y supe que lo había olido antes en un contexto diferente. Pero no conseguí precisar dónde.

Robin vio que los miraba a ellos y la rápida desaparición del humo blanco, y frunció el ceño. Me di la vuelta otra vez y reanudé mi estudio del hermoso tapiz. ¿Qué era aquella misteriosa sustancia aromática, y por qué estaban tan interesados en ella Reuben y Robin?

Un cuarto de hora más tarde, más o menos, Robin me llamó. La bolsita de cristales blancos había desaparecido, supuse que en alguno de los pliegues del voluminoso manto de Reuben, y Robin y el prestamista curandero se estrechaban las manos con solemnidad.

—De acuerdo, entonces —dijo Robin—. Alan, tenemos un pequeño encargo que cumplir antes de volver a casa: vamos a escoltar a Reuben y a Ruth al castillo. Allí estarán a salvo hasta que pase este arrebato homicida de fervor religioso.

Mientras Reuben recogía sus rollos de pergamino, sus libros de cuentas y otros objetos valiosos, y Ruth empaquetaba la comida y la ropa, me asomé a mirar afuera desde una ventana del segundo piso. Disfrutaba de una buena vista de la ancha calle que pasaba frente a la casa y de la puerta fortificada del puente sobre el Foss. Del otro lado de las murallas de la ciudad, hacia la derecha, vi brillar el Minster a la luz del sol poniente; mientras lo miraba maravillado, las grandes campanas de la catedral empezaron a llamar a vísperas, seguidas de inmediato por las de todos los campanarios de York. En el atardecer dorado quedaron suspendidos los ecos de la música de Dios, que convocaban a las oraciones de la noche, y aquel sonido confortó mi corazón. ¿Cómo puede nadie pensar en odios y muertes con ese glorioso repique en los oídos?

—Vamos, Alan, deja de soñar despierto o nos cerrarán la poternas —gritó Robin desde abajo. Tenía en las manos las bridas de los caballos, incluido uno de carga con el equipaje de Reuben, y yo corrí a reunirme con mis amigos.

Llegamos a la poterna en el momento en que la guardia empezaba a girar las grandes puertas de roble para cerrarlas. Nos dejaron pasar con un gruñido y una mirada sombría a Reuben y Ruth, que, a pesar de estar bien embozados en sus mantos, de alguna manera fueron reconocidos al instante como judíos. Cuando entramos en la ciudad y nos dirigimos hacia el castillo, al sudoeste, me di cuenta con creciente alarma de que seguía habiendo mucha más gente en las calles de lo natural a aquella hora. Algunos paseantes gritaron insultos contra Reuben y su hija, pero lo más inquietante fue que muchos empezaron a seguirnos mientras conducíamos al paso a nuestras monturas por las estrechas calles que llevaban al castillo. En aquellas callejas cada vez más oscuras, empezamos a arrastrar una procesión de pésimo aspecto. Me llevé la mano a la empuñadura de la espada, pero Robin me vio y sacudió negativamente la cabeza. Un joven airado vestido con una túnica roja y parda de campesino se alzó la falda e hizo un gesto obsceno, empujando con las caderas, en dirección a Ruth.

—¡Amigos de los judíos! —nos gritó a nosotros, y el resto de la multitud que se iba juntando repitió el grito: «¡Amigos de los judíos, amigos de los judíos!». Un hombre que pasaba escupió un enorme salivajo hacia nosotros, que salpicó la grupa del caballo de carga. Quise poner mi montura al trote, pero de nuevo Robin me hizo seña de que continuara avanzando al paso. Luego, por el rabillo del ojo vi que otro hombre recogía del suelo una piedra suelta y, al grito de «¡Muerte a los que mataron a Cristo!», la lanzaba en nuestra dirección. Acertó a dar a Ruth en la espalda, y ella gimió de dolor. De inmediato, hundí el talón en el flanco de
Fantasma
, me volví contra el agresor de Ruth y, picando espuelas, cargué directamente contra aquel bellaco.
Fantasma
lo embistió, y el hombre rodó por el suelo y fue a caer bajo los cascos de mi montura. Oí con toda claridad el crujido de un hueso al romperse y un gemido ahogado, y entonces desenvainé mi espada, me detuve un instante sobre su cuerpo retorcido, y busqué durante unos instantes a alguien en la multitud cada vez más compacta que se atreviera a sostener mi mirada. Nadie lo hizo. De manera que hice volver grupas a
Fantasma
de nuevo y troté hasta ocupar mi lugar en nuestro pequeño cortejo.

Me sentía complacido conmigo mismo, pero al derribar al apedreador desencadené algo peor. Los gritos de aquel gentío cambiaron, y de aislados pasaron a ser aullidos masivos, y se hicieron más y más fuertes. Otro guijarro pasó silbando junto al cuello de
Fantasma
, y otro más, y luego uno golpeó a Robin en el muslo, con un ruido sordo. El no abrió la boca, se limitó a empuñar su espada y a indicarme que ahora debíamos avivar el ritmo. Empezamos a trotar, y las herraduras metálicas de los caballos resonaron contra los guijarros, y forzaron a apartarse de nuestro camino a aquella turba furiosa. Volaron algunas piedras más, que cayeron en el camino delante de nosotros, pero aunque poco a poco dejábamos atrás a la multitud rabiosa que nos seguía, más y más personas aparecían al frente. Un inválido, con la espalda retorcida de un modo innatural, que se ayudaba para caminar de una gran muleta de madera, se interpuso directamente en nuestro camino señalando con el índice a nuestro grupo y gritando: «Judíos, judíos, judíos…». Cuando nos acercábamos al trote, levantó su muleta contra Robin, que era el que tenía más cerca, y lanzó un golpe de lado que le habría aplastado el cráneo de llegar a su objetivo. Pero Robin paró el golpe con facilidad con su espada, y respondió con otro de arriba abajo, un movimiento clásico que Little John me había hecho practicar cientos de veces. La hoja penetró en el cuero cabelludo del jorobado, surgió un chorro de sangre y el hombre cayó como un saco sobre el suelo empedrado.

Hubo un rugido de rabia en la multitud que nos seguía, un sonido profundo, bestial, que erizó los cabellos de mi nuca, y luego un grupo se colocó al frente y nos cerró el paso.

—Más cerca —dijo Robin, alzando la voz por encima del tumulto—. Más cerca, Alan, y tienes permiso para atacar a cualquiera que se cruce en nuestro camino.

Yo le respondí con una sonrisa nerviosa. Mientras él hablaba, un hombre saltó desde la ventana de la casa ante la que pasábamos. Se tiró sobre mí, y estuvo a punto de derribarme de la silla; hizo presa en mi cintura, y antes de que yo tuviera tiempo de reaccionar, se había plantado sobre los cuartos traseros de
Fantasma
y me apuñaló en la espalda con un cuchillo corto, buscando los riñones. Por fortuna, Dios sea loado, la cota de malla que llevaba debajo de la capa impidió que la hoja penetrara en mi carne. Sin pensar, me giré deprisa y le propiné un fuerte codazo en la sien. Sentí que su presa se aflojaba, y entonces cambié el sentido de la espada que empuñaba en mi mano y la dirigí contra mi propio cuerpo, empujé hacia atrás pasándola por el hueco entre mi brazo y mi costado izquierdo, y la hundí en su costado. Cayó hacia atrás, gritando y chorreando sangre. Picamos espuelas y nos libramos de la presión de los atacantes; de pronto, estábamos solos y galopábamos sin obstáculos, con las espadas ensangrentadas en nuestros puños, en dirección al castillo, cuyas puertas estaban ya a tan sólo doscientos pasos. Detrás de nosotros, la multitud aullaba como una manada de lobos, y nos perseguía a la carrera.

Vi a un hombre grueso, de pelo negro, colocado en mitad del camino, acariciando una enorme hacha danesa y que se balanceaba ligeramente, pasando de uno a otro pie la carga del peso del cuerpo. Lucía una gran sonrisa maligna, mientras esperaba a que nos abalanzáramos sobre él; sin duda su plan era echarse a un lado en el último momento y desjarretar a uno de nuestros caballos a su paso, haciendo caer al suelo al jinete. De pronto, su expresión cambió, la sonrisa desapareció y los rasgos de la cara se fundieron como la cera de una vela al entrar en contacto con el fuego. En el mismo instante, vi brotar de su ancho pecho el mango negro de un cuchillo lanzado de frente; dobló las rodillas, el hacha resonó al caer sobre el empedrado, y pasamos de largo. A mi izquierda, apareció entonces un hombre que me atacó con su lanza; aparté a un lado la punta herrumbrosa, y lo rajé con mi puñal. Robin tajó en dos sin esfuerzo aparente a un hombre que blandía un gran mandoble antiguo, y un instante después cruzamos las puertas de la muralla exterior y entramos sanos y salvos en las lizas, el recinto situado entre los muros exterior e interior del castillo de York.

Jadeantes, refrenamos a nuestras monturas en el centro de aquel amplio espacio…, y nos dimos cuenta de inmediato de que algo iba mal. No había hombres de armas montados para recibirnos y preguntarnos qué deseábamos; de hecho, casi no había nadie, y las pocas personas a la vista vestían ropas de criados. ¿Dónde estaba sir John Marshal? Habíamos esperado que mesnaderos bien adiestrados cerraran las puertas a nuestra espalda, decididos a guardar el castillo frente a la turba enfurecida. Pero el lugar aparecía ante nuestros ojos casi desierto. Me volví a mirar hacia la puerta. Seguía abierta de par en par, y una columna de ciudadanos furiosos y vociferantes que ocupaba todo el ancho de la calle, cientos de ellos, se acercaba rápidamente. Habían encendido antorchas para iluminarse, y al parpadeo de su luz pude ver por un instante un hábito blanco sucio en las primeras filas del gentío. Luego me encogí instintivamente, al ver un aluvión de palos, piedras e incluso algunas flechas que venían volando hacia nosotros.

—A la Torre, a la Torre del Rey —dijo Reuben sin aliento—. Todos los demás están en la Torre.

Volví la vista a la derecha, hacia la severa y altiva mole de la Torre del Rey, la robusta atalaya de madera del castillo de York. Y picamos espuelas para dirigirnos a ella. Se alzaba sobre un montículo de tierra de casi diez metros de altura, y sus muros altos y gruesos se elevaban unos siete metros más desde el suelo. Parecía lo bastante fuerte para durar hasta el día del Juicio Final, y cuando entramos en la rampa de troncos y tierra apisonada que comunicaba las lizas con la torre, empezamos a sentirnos un poco más seguros. Guiamos a nuestros caballos por el empinado tramo de escaleras final que daba acceso a la atalaya, y después de cruzar la estrecha puerta forrada de hierro que se abría en el muro, fuimos recibidos por un hombre alto y calvo, de barba gris y con el cráneo cubierto con una gorra negra, que nos saludó amablemente.


Shalom aleichem
—dijo el anciano—. Mi nombre es Josce de York, y sois bienvenidos a este lugar.

La gran puerta de roble se cerró con estruendo detrás de nosotros, amortiguando el zumbido de la muchedumbre enfurecida, y el pesado cerrojo se corrió hasta encajar en su posición con un chasquido tranquilizador.

Capítulo IV

E
n la Torre del Rey, se habían refugiado todos los judíos de York que habían podido hacerlo. Desde ancianos vacilantes hasta jóvenes robustos y bebés que mamaban en brazos de sus madres, podía haber en total unos ciento cincuenta apretujados en los tres pisos de la torre como arenques en un barril. Y dos buenos cristianos, además. En fin, un cristiano y Robin. Nunca antes había visto tantos judíos juntos, y para mí fue una experiencia extraña. Hablaban entre ellos en francés o en inglés, pero de vez en cuando dejaban caer algunas palabras en una lengua gutural que no conseguí entender; muy pocos de ellos habían venido armados a la Torre, lo que me pareció extraño en hombres que estaban expuestos a la amenaza de una violencia extrema, aunque aquel detalle no tenía importancia porque la fortaleza estaba bien provista de armas de todo tipo. Además, discutían por cualquier motivo, pero lo extraño era que podían estar reprendiendo a gritos a sus amigos o a los miembros de su familia en un momento dado, y un instante después los abrazaban y los besaban y todo volvía a la calma; por otro lado, nunca se enredaban a golpes entre ellos, por fuertes que fueran los insultos que se intercambiaban. Yo estaba atónito. En una comunidad cristiana, el tono agresivo de sus disputas habría bastado para que empezaran a volar los puños.

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