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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood II, el cruzado (13 page)

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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La rampa estaba ahora sembrada de ciudadanos muertos y heridos, incluidas algunas mujeres arrastradas al combate por el fuego del fanatismo. Más y más cristianos avanzaban por la rampa desde las lizas y ocupaban el lugar de sus vecinos caídos, bullendo en torno a la pequeña puerta forrada de hierro y golpeándola con hachas, espadas e incluso simples estacas de madera. No servía de nada. Las nubes veloces y espesas de virotes negros se abatían como un enjambre mortal sobre los cuerpos desprovistos de armadura de las gentes de abajo, y el resultado era una terrible carnicería. Robin, a mi lado, había recuperado su arco. Tenía una flecha enhebrada en él y buscaba entre la multitud un blanco especial. Yo sabía a quién buscaba. Richard Malvête, rodeado por sus hombres, animaba a la multitud a avanzar desde detrás de la escalera de acceso a la puerta, con juramentos y grandes gritos de «¡Dios lo quiere!». Vi a Robin apuntar, tirar de la cuerda hacia atrás para tensarla el último par de pulgadas hasta rozar la comisura de sus labios, y soltar. La flecha voló recta y precisa, pero en el último momento el soldado que estaba junto a Malvête interpuso su escudo en forma de cometa y la flecha fue a impactar en él con un golpe sordo, una o dos pulgadas por debajo del borde superior curvado. Robin soltó una maldición y extrajo otra flecha de su bolsa. Vi que Malvête nos miraba directamente a nosotros, y sus ojos ferinos se iluminaron con un relumbre de locura; luego empezó a retroceder agachado, abriéndose paso de espaldas entre la gente, como una anguila. Nos dedicó una mirada llena de puro odio como despedida, se dio media vuelta y desapareció por el terraplén que bajaba a las lizas.

La lucha no había concluido aún, pero había signos de que el ardor de los asaltantes se apagaba ante la terrible avalancha de virotes y piedras. Un hombre joven, delgado y ágil, con la cara encendida de fervor religioso, intentó a la desesperada trepar por el exterior de la torre con la ayuda de dos grandes cuchillos; los clavaba en la madera de la construcción y los utilizaba como puntos de apoyo en la escalada. Me incliné sobre el parapeto y le disparé en la garganta un virote de mi ballesta. Era mi primer disparo, y vi con algún vago remordimiento cómo caía hacia atrás y rodaba por el terraplén, escupiendo su propia sangre, moribundo, aferrado al grueso palo negro que sobresalía de su cuello.

Y de pronto, todo acabó. Los ciudadanos se retiraron por el terraplén hacia las lizas, ayudando a sus amigos heridos a bajar cojeando, pero dejando medio centenar de cuerpos desperdigados por la hierba ensangrentada de la colina que servía de asiento a la torre. Algunos judíos dispararon aún contra las espaldas de los que se retiraban, pero sin puntería, y Robin gritó:

—¡Dejad de disparar, alto! ¡Ahorrad proyectiles!

Y de pronto fuimos un grupo de hombres sonrientes, jadeantes, sudorosos, que nos felicitábamos y nos dábamos palmadas en el hombro, temblorosos pero vivos y, de momento, victoriosos.

♦ ♦ ♦

El ruido de martilleo era continuo, un batir incesante que parecía atacar directamente un punto situado en la base de mi cráneo. Empezó tan pronto como el último ciudadano se hubo retirado a las lizas, y continuó durante horas. Peor aún que el ruido era saber lo que estaban construyendo: escalas. No les habíamos derrotado en la sangrienta escaramuza desarrollada delante de la puerta; iban a volver, y ahora con una mentalidad mucho más práctica.

Sin embargo, los judíos estaban eufóricos, y cuando una de las compañías fue enviada abajo a descansar, reemplazada arriba por un grupo de guerreros de refresco, hubo muchos cantos y bromas, y hombres que exageraban el número de los que habían matado personalmente. Yo bajé con ellos, fuera de la luz del sol, y tomé pan y queso y una jarra de cerveza que me ofreció Ruth en la sala en penumbra del piso bajo. Ella estaba radiante de felicidad y sus ojos brillaban mientras repartía comida a los hombres hambrientos.

Tuve la incómoda sensación de que pensaba que la batalla había terminado. Pero no pude decidirme a desilusionarla: sabía que tendríamos que superar una lucha mucho más ardua antes de poder considerarnos vencedores. Y cada cristiano que matáramos enconaría los ánimos en nuestra contra cuando sir John Marshal y sus tropas regresaran por fin de dondequiera que hubieran ido.

Robin me encontró dormitando recostado en la pared de la sala; traía consigo a Reuben y a otros tres judíos. Estaban armados con espadas, y dos de los hombres desconocidos para mí llevaban también escudo. La espada de Reuben era distinta de las que yo había visto hasta entonces: era delgada, delicada incluso, y de una forma ligeramente curvada. Asombrado, me pregunté cómo podía empuñar un hombre un arma tan femenina.

—Volverán a atacarnos pronto —dijo Robin sin más preámbulo—. Y atacarán desde todos los lados, con escalas. —Se detuvo y miró pensativo a los tres hombres que acompañaban a Reuben—. Puede que consigamos contenerlos, pero si superan el parapeto, tú, Alan, con la ayuda de Reuben y de estos tres hombres, tendrás que pararlos. Manteneos apartados de la lucha vosotros cinco, y estad atentos a las posibles brechas. Tu tarea será la de un dique, Alan, para taponar como el corcho de una botella cualquier grieta que pueda abrirse en nuestras defensas. ¿Está claro?

Asentí, y Robin me dirigió una sonrisa.

—Alan, tú estás al mando de este piquete, y recuérdalo, todos dependemos de ti.

Otra sonrisa, y se fue. Trepamos por las escaleras hasta el techo y tomamos posición en el centro de aquel espacio abierto. La tarde estaba mediada, e incluso al pálido sol de marzo el ambiente era agradablemente templado allí arriba. Estábamos a unos quince pasos de cada uno de los cuatro costados almenados de la torre, y era fácil comprender la lógica de la decisión de Robin de reservarnos de aquella manera. Si el enemigo conseguía saltar el muro, los cinco podríamos cargar contra él en pocos segundos, y rechazarlo. Saqué de la vaina mi vieja espada mellada y empecé a pasar una piedra de afilar a lo largo de la hoja. El chirrido de la piedra contra el metal sirvió de contrapunto al martilleo de las lizas, en una especie de música marcial irreal. Me di cuenta de que, sin pretenderlo, acompasaba el ritmo de mi trabajo con el eco de los martillos. Y entonces, de repente, el martilleo paró.

Me levanté y me acerqué al parapeto después de decir a mi pequeña tropa de «tapones» que se quedaran quietos donde estaban. El espacio de las lizas estaba de nuevo lleno de gente, pero ahora parecía haber entre la multitud muchos más soldados que lucían los colores escarlata y azul pálido, y menos civiles. Pude ver que las escalas pasaban de mano en mano por encima de las cabezas de la gente, y de pronto sonó una trompeta y toda aquella masa de humanidad empezó a avanzar hacia la torre.

—Aquí vienen otra vez —gritó alguien, y al mirar a derecha e izquierda, vi la angustia en los rostros de los defensores judíos, y sus nudillos blancos aferrados a las culatas de sus ballestas, bien asentadas las piernas sobre el suelo de madera como para resistir un impacto físico. De nuevo insistió Robin en que no dispararan.

—Esperad hasta que empiecen el asalto —gritó—. Esperad a que dé yo la señal… Esperad…

Los atacantes se dividieron en dos grupos e, ignorando la rampa empinada y los peldaños que conducían a la pequeña puerta forrada de hierro que les había derrotado antes, dos torrentes humanos rodearon la base del gran montículo de tierra sobre el que se asentaba la torre. Se mantenían casi fuera del alcance eficaz de las ballestas, y de todas formas Robin insistió en que se economizasen los proyectiles para el momento del ataque. Pero sí estaban al alcance de la voz. Algunos nos lanzaban maldiciones al pasar junto al pie de la colina, otros agitaban lanzas y espadas en el aire y gritaban, y otros aún, ceñudos, nos ignoraban. Formaron en dos cuerpos bastante laxos, uno al oeste, hacia el lado de la orilla del Ouse, y el otro al norte, mirando al terreno raso situado entre la fortaleza y el inicio de la ciudad misma. Entonces se adelantó una figura de la masa de hombres situados al norte, acompañada por un hombre de armas que enarbolaba una bandera blanca. Era sir Richard Malvête. Vi que Robin, con su arco de batalla en la mano izquierda, buscaba una flecha en la aljaba de tela que llevaba colgando de la cintura, y que Josce le ponía una mano en el brazo para retenerlo.

—Oigamos primero lo que quiere decirnos —dijo el anciano judío, en voz baja y tono responsable. Robin frunció el ceño, pero dejó caer en la bolsa la flecha que había cogido.

—Judíos de York —gritó Malvête; su voz llegaba débil pero claramente audible—. Soltad a los niños cristianos que tenéis cautivos, bajad de la Torre del Rey y seréis perdonados.

Hubo un murmullo colectivo de asombro en el techo de la torre.

—¿Qué niños? —gritó alguien—. ¿De qué estás hablando? ¿Te has vuelto loco?

—Soltad a los niños cristianos; devolvednos a los dos chicos que habéis raptado. Dejad que vuelvan sin daño a los brazos de su madre y seremos misericordiosos —tronó sir Richard.

Josce se asomó al parapeto. Hizo bocina con las manos alrededor de la boca y gritó:

—No hay niños cristianos aquí. Quien lo haya dicho, miente. No hay ningún niño cristiano en este lugar. ¿Por qué nos hacéis la guerra?

Malvête volvió la espalda a la torre y se dirigió a la muchedumbre. Un mesnadero se colocó a su espalda para protegerlo, con el escudo levantado para cubrir al caballero.

—Los han asesinado —gritó—. Han asesinado a nuestros ángeles. ¿Les dejaremos en paz? ¿Nos iremos dejando que estos asesinos de inocentes, estos herejes, sigan urdiendo sus conjuras malignas?

Al unísono, la masa aulló una negativa. La trompeta emitió dos toques, y las dos fuerzas del enemigo, la del oeste y la del norte, se abalanzaron hacia la torre con las escalas en alto.

Apenas vi nada del ataque, situado como estaba espalda contra espalda con mis hombres, las espadas en alto, en el centro de la terraza. Pero el ruido fue casi ensordecedor: los gritos de rabia de los atacantes, los gemidos de los heridos, el latigazo y el zumbido de los virotes de las ballestas al ser disparados contra el enemigo, el chasquido ocasional de una espada al chocar con un escudo. Las tres compañías de ballesteros judíos fueron llamadas a la terraza para defender la torre, pero mis piquetes y yo nos manteníamos al margen de la refriega. Un par de postes paralelos con tal vez uno o dos travesaños aparecían por encima de las almenas, y de inmediato un grupo de judíos corría hacia allí, disparaba, recargaba y volvía a disparar a lo largo de la escala, hasta vaciarla de asaltantes. Luego, alguien aferraba la escala y la empujaba al vacío. Aparecía entonces el extremo de otra escala y el mismo juego se repetía. Robin disparaba su arco de batalla, pero con parsimonia. Yo sabía que sólo se había traído dos docenas de flechas y, por su aspecto, la bolsa de los proyectiles estaba ya medio vacía.

A pesar de la feroz energía de nuestros ballesteros, los enemigos eran varios centenares y contaban con docenas de escalas. El lapso que mediaba entre la aparición de una escala y su rechazo por los judíos empezó a crecer, y a veces llegamos incluso a ver asomar alguna cabeza en el extremo de la escala, antes de que un virote se apresurara a atravesarla. Y luego, de pronto, como en un sueño, los enemigos saltaron el parapeto por el oeste y, en un instante, hubo media docena de cristianos en la terraza, y más hombres se aferraban a las almenas, tiraban de otros para ayudarles a subir, enarbolaban sus armas…

Nos lanzamos hacia adelante formando un grupo compacto, conmigo a la cabeza, la espada desenvainada en mi mano derecha y el puñal en la izquierda. Di un duro revés a un hombre en el momento en que se levantaba del suelo de la terraza y le herí en el cuello; luego giré sobre mí mismo y clavé el puñal, de abajo arriba, en el vientre de otro hombre. Sentí el chorro caliente de sangre en mi puño, removí en la herida la hoja de un pie de largo y tiré de ella para sacarla. Paré un golpe dirigido a mi cabeza con la espada, y di una nueva estocada con mi puñal. Oí entonces un grito junto a mi oído, al hundirse la hoja en la carne del muslo de un hombre. Me movía de forma automática, paraba, cortaba, golpeaba, rajaba sin parar, siempre atento, como me habían enseñado, no al golpe de ahora sino a anticipar el contragolpe que iba a venir, la secuencia natural de cada movimiento, y a veces incluso el tercer o cuarto golpe futuros también.

Me sentía como si otro hombre controlara mi cuerpo; los miles de horas de instrucción hacían que mi cuerpo se moviera y reaccionara como un ingenio mecánico. Mi cabeza estaba libre de pensamientos; sólo tajaba, paraba y estoqueaba, y fintaba a un lado y otro en medio de mis enemigos. Brotaba la sangre, gemían los hombres, los rostros aparecían frente a mí y yo los golpeaba con mi espada. Era consciente de que tenía a mi alrededor a varios hombres de armas, pero los dejé para Reuben y el resto de los piquetes y me abrí camino a cuchilladas, adelante, tajando, gruñendo, apartando a empujones a hombres enfundados en armaduras de malla, hasta alcanzar el extremo de la escala que seguía vomitando enemigos armados. Resbalé en un charco de sangre y estuve a punto de caer, pero me rehice y golpeé con el puño de mi espada una cara barbada en el extremo de la escala. Desapareció, y yo me asomé al parapeto y di un tajo al antebrazo de otro hombre situado algo más abajo, aferrado a un travesaño. Una flecha lanzada desde abajo pasó silbando junto a mi cara, y me eché atrás de un salto. La sangre cantaba en mis venas, me sentía exaltado como si estuviera bajo los efectos de una droga poderosa; oía a Reuben y a los otros hombres gruñir y forcejear a mi espalda, en combate contra enemigos a los que yo había herido antes. Pero ignoré aquellas escaramuzas y me concentré en la tarea de derribar la escala, con mis armas todavía en las manos.

Un soldado que estaba ya en la terraza se me echó encima de pronto desde la izquierda, con un hacha en las manos ensangrentadas, y yo lo despaché con dos fintas sucesivas y una estocada a fondo que le atravesó la garganta. Cuando doblaba ya las rodillas, gorgoteando y escupiendo sangre, apareció otra cabeza sobre el parapeto, y yo me volví a la desesperada y lo acuchillé en los ojos con mi daga. Se echó atrás para esquivar el golpe y mi espada impactó en el lateral de su cabeza, protegida por el casco. Debió de quedar medio aturdido porque su mano soltó el travesaño de la escala y cayó al vacío como una piedra, llevándose con él al hombre que le seguía en aquel precario apoyo. Miré por encima del parapeto y vi que la escala estaba casi vacía, a excepción de un hombre muy nervioso en uno de los peldaños más bajos, que no tenía prisa en subir al encuentro de la muerte; de modo que dejé en el suelo mis armas, aferré la escala, y tiré del travesaño superior a la izquierda y luego a la derecha, hasta desclavarlo; luego empujé toda la estructura de madera hacia fuera del muro con todas mis fuerzas.

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