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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood II, el cruzado (18 page)

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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¿El objeto de sus afectos? Osric. Su primo lejano, mi voluminoso administrador, ha traído el gozo a su corazón después de varias semanas de torpe cortejo, con frecuencia demasiado patético para ser presenciado por un anciano. Finalmente, ella ha accedido a sus rotundos avances, y ahora se ha trasladado a las pequeñas habitaciones de invitados situadas en el extremo más alejado del patio, donde residen él y su hijo, y se habla de una boda en la próxima primavera. Estoy contento por ella, pero no puedo decir que entiendo las razones de su amor por él: es un cazurro feo, escrupuloso hasta la exasperación, y la última flor de la juventud se ha marchitado en él hace largo tiempo. Es una de las últimas personas que elegiría como compañía para los años que me restan sobre la tierra; en tanto que ella, tan sólo cinco años más joven que Osric, conserva aún la cintura y los ánimos de una novia juguetona. Pero le ama. ¿Qué es lo que puede haber suscitado ese ardor en ella?

—Es un buen hombre, Alan, y por eso he decidido casarme con él. Es sólido, honrado y cariñoso, y nunca me abandonará —me dijo Marie con una sonrisa orgullosa— y quiero que tú también le quieras. Ha salvado Westbury trabajando muy duro; has de intentar pensar en él como en otro hijo.

Eso, pienso, es muy improbable. Pero, por el bien de Marie, intentaré tener con él una actitud más amistosa.

Se acercan las Navidades: la época de las fiestas y de la frivolidad. Hemos matado a la mayoría de los cerdos adultos, y grandes jamones redondos, lonchas de tocino y largas ristras de gruesas salchichas cuelgan de unos ganchos de hierro, secándose y ahumándose encima del hogar, situado en el centro de la sala. Tenemos leña cortada más que suficiente para pasar el invierno; Osric y sus hijos pasaron una semana cortando árboles muertos del bosquecillo del arroyo y acarreando la leña hasta la casa, en la carreta tirada por los bueyes. La despensa está repleta de barricas de buen vino de Aquitania, y Marie ha cocinado grandes empanadas de carne y pasteles en el gran horno del patio. La semana pasada, tuvimos la primera nevada, y se avecinan más: puede parecer extraño, pero espero con delicia una gran tormenta de nieve que me deje bloqueado en la sala, delante de un fuego rugiente y provisto de comida y bebida en abundancia.

Sin embargo, en mi horizonte hay una nube negra: Osric me ha informado de que Dickon, mi veterano porquero, me ha estado robando. Al parecer, pocas semanas después de que las marranas parieran, apartó a uno de los lechones de su madre, y no es la primera vez que lo hace, por lo visto, o bien lo vende de inmediato, o bien, si es lo bastante grande, lo cría él mismo para su propio consumo. Siempre cuenta que la madre ha aplastado a su cría estando dormida y que el lechón ha muerto, y como mis marranas pueden tener entre ocho y dieciséis crías en un parto, nadie se había dado cuenta del robo hasta ahora. Según me cuenta, Dickon, ese viejo loco manco, alardeó de su robo después de emborracharse en la taberna, y Osric lo oyó. Ahora Osric pretende reunir a un jurado de doce hombres del pueblo y juzgar a Dickon por sus crímenes en la próxima sesión del tribunal de la mansión, justo antes de Navidad. A mí el asunto me disgusta: ¿por qué tanto jaleo por un lechón robado de cuando en cuando? No los he echado de menos antes, todavía me quedan muchos cerdos por criar, y tengo toda la carne de cerdo que necesito, y más aún. Marie dice que lo que está en juego es el principio, y que soy demasiado blando con los aldeanos; asegura que fue culpa mía que Westbury decayera tanto en los años anteriores a la llegada de Osric. Como señor de la mansión, dice, debo hacerme temer y respetar por los aldeanos. ¿Cómo, si no, se abstendrán de robar y de reírse de mí a mis espaldas? Osric dice que, como a lo largo de los años Dickon ha plantado su única mano buena sobre ganado de mi propiedad por valor superior a un chelín, puedo acusarle de felonía: si lo declaran culpable, la pena para el viejo Dickon sería la muerte en la horca. A veces me pregunto lo que haría Robin en mis circunstancias. ¿Colgaría a un hombre por un lechón? En los viejos días de Sherwood, tocar siquiera el cofre del dinero de Robin significaba pena de muerte. El tribunal de la mansión se reunirá dentro de dos semanas: tengo que pensar más sobre el asunto hasta entonces.

Encuentro encantador, aunque me desconcierta por completo, observar juntos a Marie y Osric: ella tan feliz y rejuvenecida, él un bobo sin remedio con cara de topo. Parapetado en mi ceño, contemplo sus tiernas miradas y la manera en que juntan sus manos y sus hombros, con discreción, siempre que les es posible. Me recuerda la época de mi primer auténtico amor, la primera vez que experimenté aquel sentimiento sobrecogedor y vertiginoso, el vacío en mi pecho en presencia de mi amada, el gozo exultante al verla sonreír y el dolor físico de su ausencia. Creo que, como viejo chocho que soy, su felicidad me pone en verdad un poco celoso.

♦ ♦ ♦

Cuando hablo de mi primer verdadero amor, desde luego no me refiero a la hija de Reuben, Ruth, Dios la tenga en su seno. Sólo la conocí durante unos pocos días, en circunstancias extraordinarias y terribles, y aunque su muerte dejó en mi espíritu una huella indeleble, lo que predominaba sobre todo lo demás era el sentimiento de culpa. Me había gustado, admiré su belleza y, deseoso de representar al héroe caballeresco, le prometí defender su vida con la mía. En los meses siguientes, me sentí abrumado por una acuciante sensación de culpa por su muerte, que caía sobre mis hombros como una pesada capa de plomo, y por un enjambre de preguntas sin respuesta que revoloteaban por mi cabeza: ¿No pude ser más rápido en el manejo de la espada? ¿Debía huir de las lizas del castillo de York en el momento en que lo hice? ¿Habría sido más honroso quedarme y morir a su lado? También sentía una punzada de odio… hacia Robin. Estaba convencido de que él hubiera podido salvada de haber decidido hacerlo, aunque probablemente eso habría significado abandonar a Reuben a su suerte.

Hablé con mi buen amigo Tuck a nuestro regreso a Bradfield, extensamente y en privado. O tan en privado como es posible en un castillo abarrotado por cuatrocientos hombres atareados en la preparación de una campaña inminente.

—Es un hombre con un gran sentido práctico —me dijo Tuck cuando le hube contado toda la historia y le confesé mis sentimientos de vergüenza, culpabilidad y rabia. Estábamos los dos sentados sobre un gran arcón de madera, en el rincón en penumbra de la esquina nordeste de la iglesia de San Nicolás—. Y en su corazón no queda mucho espacio para el sentimentalismo. Cuando ve que es necesario hacer algo, lo hace, sea cual sea el precio para sí mismo o para otro. Como los dos sabemos muy bien, puede ser despiadado.

Había un grupo de arqueros de pie junto a la pila bautismal mientras el sacerdote, un hombre inocuo y un poco simple llamado Simón, salpicaba sus armas con agua bendita antes de nuestra marcha a la guerra; pero quedaban fuera del alcance de nuestras voces.

—Y habrás de interrogarte a ti mismo, Alan, con toda honestidad, y preguntarte de qué te habría servido salvar a la chica —añadió el monje. Yo lo miré confuso. ¿No era sin la menor duda salvar a la chica, o a cualquier ser humano, un fin noble en sí mismo?

—Quiero decir, en una perspectiva a largo plazo. —Tuvo la gentileza de bajar los ojos al suelo, pero aun así era evidente la vergüenza que sentía al pronunciar esas palabras—. Al salvar a Reuben, Robin estaba protegiendo a su ejército. Sin los contactos de Reuben con los judíos de Lincoln, que desde entonces nos han prestado cantidades fabulosas de plata, no habríamos podido partir hacia Francia el mes que viene ni sumarnos a la Gran Peregrinación para rescatar Tierra Santa. De haber salvado él a la chica pero perdido a Reuben, al no tener su soldada nuestros hombres de armas se habrían vuelto a sus casas o a los bosques, y el ejército se habría desintegrado; y Robin habría decepcionado al rey Ricardo con su desobediencia. Habría perdido su favor; es posible incluso que fuera proscrito de nuevo por deserción de sus obligaciones. No, tal como lo has contado y con tantos enemigos rodeándole, y tan poco tiempo a su disposición, su obligación era salvar a Reuben…

Yo seguí con la vista clavada en el suelo. Tuck calló durante un rato y luego dijo:

—Recuerda siempre que, aunque nosotros no podamos verlo ni comprenderlo, Dios Todopoderoso siempre tiene un plan, Alan. Tal vez esa pobre chica debía morir, y sin esa muerte quizá Robin no hubiera podido llevar a sus hombres a rescatar la ciudad santa de Jerusalén para la verdadera fe.

Entendí el razonamiento de Tuck, pero no quise mostrarme de acuerdo con él; todavía sentía en la boca del estómago un nudo enorme hecho de rabia por la facilidad aparente con la que Robin había decidido sacrificar a la muchacha.

—Dime una cosa con sinceridad, Tuck —dije por fin—. ¿Será acogida Ruth en el cielo por Nuestro Señor Jesucristo? Sin duda era un alma inocente.

Tuck emitió un largo suspiro, parecido a la última exhalación de un moribundo; luego me miró, y sus bondadosos ojos de color avellana buscaron los míos.

—Me temo que no —dijo por fin—. Era judía, y Nuestro Señor nos ha enseñado que el único camino para alcanzar un lugar en el paraíso es el de Su gracia.

Yo aparté la vista de mi amigo, con lágrimas en los ojos, y me encontré mirando en el muro una gran pintura de Cristo en la cruz, una hermosa imagen del Salvador sufriendo y muriendo por nuestros pecados. Sólo pude sentir agradecimiento hacia Tuck por no haberme mentido. Pero entonces, para mi sorpresa, añadió:

—Pero Dios es inefable y misericordioso, Alan, y su capacidad de perdón no tiene límite. En su sabiduría, tal vez encontrará una forma de acogerla en su seno.

Sus palabras me consolaron. Cristo predicó el amor. ¿Cómo podía dejar de mostrar su amor hacia una persona tan claramente inocente, asesinada por enemigos poseídos por el diablo?

♦ ♦ ♦

Partimos de Kirkton el último día de abril y nos dirigimos a Southampton para embarcar allí hacia Normandía. Robin cabalgaba al frente de una larga doble hilera de jinetes, ciento dos hombres aguerridos, cada uno de ellos enfundado en una cota de malla recién bruñida, provisto de un yelmo de acero claveteado de cimera plana, y armado con un gran escudo en forma de cometa, una espada y una lanza de doce pies. Junto a Robin, cabalgaba sir James de Brus, el comandante de la caballería, ceñudo como de costumbre y mascullando para sí mientras se revolvía en la silla de montar para vigilar las filas de nuestros jinetes. Detrás de la caballería, desfilaban los arqueros, ciento ochenta y cinco hombres con sus arcos largos sin montar, que llevaban bolsas repletas de flechas y espadas cortas a la cintura, y reían y bromeaban al tiempo que caminaban animosos bajo el sol primaveral. Eran el orgullo de Owain, hombres que él mismo había seleccionado por su fuerza y su habilidad en el manejo del arco de batalla; el canoso capitán galés presumía de que eran capaces «de colocar una punta de acero entre los ojos de un hombre a cien pasos, y otra en su vientre antes de que caiga al suelo».

Después venía el tren de la impedimenta: diez grandes carretas tiradas por bueyes grandes y de movimientos lentos, cargadas hasta un punto inconcebible de víveres, vino, cerveza, tiendas de campaña, ropa, arreos para los caballos y armas de repuesto. Cuatro de las carretas iban cargadas sólo con flechas, en paquetes de a docena apilados y cuidadosamente atados a los traqueteantes vehículos de madera. Por último, desfilaba la retaguardia; noventa y tres lanceros con uniforme de cuero mandados por Little John, con lanzas de dieciséis pies de largo y punta triangular afilada, hachas de combate en el cinto y, a la espalda, escudos redondos a la antigua usanza. Eran los responsables de la seguridad del tren de la impedimenta, y de conducir el rebaño de ovejas que nos alimentaría de camino; tenían órdenes de avanzar a su propio ritmo, sin preocuparse de mantener el contacto con el grueso de las fuerzas de Robin.

Nuestros ánimos estaban tan altos como un halcón en el cielo: partíamos para cumplir una noble misión, obedientes a la voluntad de Dios y con la perspectiva frente a nosotros de aventuras, gloria, botín y mujeres fáciles… y la seguridad del paraíso para aquellos que murieran en la empresa. No había entre los nuestros un solo soldado que no se sintiera orgulloso de formar parte de nuestra compañía.

Arrastrado por la excitación de la marcha, me olvidé momentáneamente de que estaba furioso con Robin; la sombra de Ruth se hizo más tenue y cabalgué detrás de él y de sir James con la espléndida sensación del inicio de un viaje grande y apasionante.

La alegría, sin embargo, no era universal. A mi lado cabalgaba Reuben. Parecía haber envejecido diez años desde los días terribles del castillo de York y, para ser sincero, a pesar de que su edad sólo alcanzaba la mitad de la treintena, empezaba a parecer un anciano con su delgado rostro moreno surcado por las profundas arrugas de aquel dolor reciente. Robin le había convencido de que nos acompañara a esta gran misión a Tierra Santa como nuestro tesorero y físico personal de Robin, y Reuben, quizá por sentirse demasiado deprimido para discutir, había aceptado venir con nosotros y velar por las cuestiones financieras del ejército de Robin, además de cuidar de la salud de mi señor. Me contó con voz apagada que, ahora que su hija había muerto, nada le retenía ya en Inglaterra, y deseaba ver los desiertos de su patria natal una vez más, antes de ser demasiado viejo. Ahora rara vez hablaba, y cuando miré sus ojos enrojecidos mientras cabalgábamos juntos aquella mañana de primavera, me di cuenta una vez más de que había estado llorando…, y sentí una nueva punzada de mi sentimiento de culpa.

Dejamos detrás de nosotros, en Kirkton, a Goody, a Marian y al hijo recién nacido y heredero de Robin, Hugh. La condesa de Locksley había dado a luz dos semanas antes de nuestra marcha; el parto fue laborioso, un día entero de encierro en sus aposentos con Goody, una sirvienta y la comadrona del pueblo, sin que trascendiera a la sala nada más que algún raro gemido ahogado y la petición de más agua caliente. Robin, siguiendo su costumbre en los momentos en que cabía esperar que se vería arrastrado por la fuerza de emociones muy intensas, había mantenido una calma helada a lo largo de todo el proceso, y esperado hora tras hora en la sala, leyendo un pergamino con romances sentado en un gran sillón profusamente decorado con figuras talladas, casi un trono, y rogándome en ocasiones que le cantara algo o charlara con él de cosas intrascendentes. Comió y bebió muy poco, y no se movió de su asiento hasta que Goody abrió la puerta de la alcoba y salió corriendo, chispeantes los ojos, el rostro sofocado, y gritó:

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