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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood II, el cruzado (20 page)

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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Will había tenido a su cargo una patrulla de veinte hombres montados, un
conroi
, como se llaman esos escuadrones, pero yo había oído que tenía dificultades para que sus hombres le obedecieran. Era más joven que la mayor parte de sus subordinados, y si ha de decirse toda la verdad, por más que fuera un ladrón de talento, como soldado carecía por completo de él. Ni siquiera era un buen jinete. Al parecer, sus hombres habían llegado a una iglesia vacía en una patrulla de exploración, y habían convencido a Will de que hiciera saltar el cerrojo del cofre donde se guardaba la plata de la iglesia. Era una locura cuando apenas se había cumplido una semana del edicto de Robin, sobre todo porque sus propios hombres le traicionaron luego e informaron del caso a sir James. Pero supongo que Will quería demostrar a los hombres bajo su mando que había algo que sí sabía hacer bien.

En buena parte, la culpa era de Robin. Will Scarlet no era el hombre adecuado para mandar un
conroi
de veinte jinetes rudos y veteranos, y Robin tendría que haberlo previsto. El joven pelirrojo —tenía mi misma edad, quince primaveras— había recibido aquel mando como recompensa por haber servido fielmente a Robin durante su época de proscrito. Pero Will fue tonto, además: en primer lugar, confió en que sus hombres mantendrían en secreto el robo; también creyó que si se mostraba buen compañero con ellos, se ganaría su respeto; por último, estaba convencido de que su larga relación con Robin le serviría de protección. Se equivocó en las tres cosas.

Fue desnudado sin contemplaciones hasta quedar sólo con las
braies
y las calzas puestas, y atado al tronco de un árbol en un tranquilo claro de un bosque. Y ante la vista de sir James, de Robin y del
conroi
de William, Little John hizo trizas su espalda con un látigo de montar. Aunque eran viejos amigos, Little John golpeó con furia: no tenía escrúpulos sobre robos en iglesias, pero no le gustaba que se desobedeciesen las órdenes de Robin.

Will gritó desde el primer latigazo, que despertó ecos de carne tajada en el claro, y para cuando Little John llegó al número asignado de veinte latigazos, y la sangre corría en abundancia por su blanca espalda desollada y empapaba sus
braies
, Will había perdido misericordiosamente la conciencia.

El muchacho fue atendido luego por la extraña mujer Elise, que lavó con mucha suavidad su espalda hasta limpiarla de sangre, la cubrió luego con un ungüento preparado con grasa de oca, y la vendó con una tela limpia. Se dio a toda la columna un día de descanso. Antes de que el
conroi
de Will rompiera filas, Robin se dirigió a ellos:

—Habéis caído en desgracia —dijo en tono frío—. No sólo habéis robado una iglesia, contra mis órdenes expresas, sino que habéis traicionado a vuestro capitán, cosa que en mi concepto es un crimen mucho peor. Debería colgaros a todos. —Los hombres clavaban la vista en el suelo mientras sujetaban las bridas de sus monturas, con la vergüenza escrita en el rostro—. Pero no voy a hacerlo. —Hubo un suspiro colectivo de alivio, audible desde el lado opuesto del claro, donde estaba yo montado en
Fantasma
—. En lugar de eso —siguió diciendo Robin—, he decidido eliminar este
conroi
. Esta unidad no forma ya parte de mi ejército. Los hombres que deseen marcharse podrán devolver su caballo, su silla de montar y sus armas a John Nailor y abandonar esta compañía de inmediato, al punto, a pie, para no volver nunca. A los que deseen quedarse, sir James los asignará a un nuevo
conroi
; si es que el oficial admite a traidores como vosotros. Estáis despedidos.

Calló, les volvió la espalda y se alejó.

Los hombres del
conroi
caído en desgracia, algunos de ellos con aire de haberse quitado un gran peso de encima, fueron repartidos entre otros escuadrones; sin embargo, me pareció interesante el hecho de que ni uno solo de ellos eligió abandonar el ejército. También me gustó que Robin se hubiera mostrado benigno; pero una voz en mi interior me decía que mi señor era consciente de que no podía permitirse sacrificar tantos hombres por algo que, la verdad, no dejaba de ser un asunto muy trivial.

Will se recuperó con rapidez y, al cabo de dos días, estaba de nuevo en la silla, como jinete ordinario, desde luego. Se curó de sus heridas sin quejarse, pero se mantuvo extrañamente silencioso, y no hablaba más que cuando era necesario. El episodio dejó un poso amargo en todos nosotros, pero pronto cayó en el olvido debido a una nueva crisis: una semana más tarde, alguien intentó, una vez más, matar al conde de Locksley.

♦ ♦ ♦

En nuestra marcha a través de Francia y Borgoña hasta Lyon, evitábamos castillos y ciudades, en parte para mantener a los hombres apartados de la tentación y en parte porque, como ya nos había ocurrido en Inglaterra, un grupo numeroso de hombres armados hasta los dientes no suele ser bien recibido en ningún lugar habitado. De modo que cada tarde nuestros exploradores nos guiaban hasta el lugar elegido para acampar aquella noche, por lo común un prado extenso junto a un río o unos terrenos comunales. Muy de tarde en tarde, nos dejábamos caer por alguna granja aislada, donde Reuben silenciaba las protestas del granjero con un regalo de plata, y nos apretujábamos todos para pernoctar en las dependencias, que nos garantizaban una noche pasada en seco. Pero la mayor parte de las veces montábamos las tiendas de campaña, veinte hombres en cada una, y preparábamos la cena en grandes fogatas. Robin tenía su propia tienda, y un par de arqueros montaban guardia permanente ante ella. La tienda era en principio sólo de Robin, pero hasta que se retiraba a descansar era el centro de todas las idas y venidas del campamento. Los oficiales, e incluso algunos de los hombres, los que le conocían desde su época de proscrito, entraban y salían de aquella tienda libremente cuando les parecía. Sólo cuando él se retiraba a dormir, por lo general bastante después de la medianoche, aquel recinto quedaba para él en exclusiva.

Una noche, nos encontrábamos en algún lugar próximo a la gran ciudad de Tours y, después de haber interpretado una
cansó
nueva para mi señor, vi que estaba cansado, de modo que recogí mi viola y mi arco, y le dejé descansar solo. Anudé los lazos de la pieza de tela que servía de entrada a la tienda, y cuando había dado apenas un par de pasos en dirección a la mía, oí un agudo grito de dolor seguido de una serie de ruidos de golpes metálicos, exactamente como si alguien se batiera a espada en el interior de la tienda. Sin molestarme en volver a desatar los nudos, rasgué con mi puñal la lona y entré a gatas en la tienda con un arma en cada mano.

La vela estaba aún encendida y su luz me permitió ver a Robin, con el torso desnudo, sentado en el borde de su litera, con la espada en el suelo frente a él, apretándose el antebrazo y maldiciendo en voz baja, entre dientes. El escaso mobiliario de la tienda parecía haber sido desplazado hacia los lados, y en el centro del espacio libre se retorcía una serpiente delgada de color negro reluciente, que originalmente tendría más de dos o tres pies de largo, aunque ahora había sido cortada en tres pedazos sanguinolentos.

—Llama a Reuben —balbució Robin. Su brazo derecho se había vuelto de un color rojo intenso y empezaba a hincharse.

—¿Estás bien? —pregunté, estúpidamente.

—No, no lo estoy…, ve… y trae a Reuben… deprisa —dijo Robin de forma entrecortada por el dolor, y yo me maldije a mí mismo por mi vacilación y corrí fuera de la tienda. En menos de treinta segundos, tuve a Reuben, con el pelo revuelto por el sueño y los ojos enrojecidos, arrodillado al lado de Robin y examinando dos orificios hinchados en la parte exterior de su antebrazo derecho. El judío empuñó un cuchillo (como de costumbre, no llegué a ver de dónde lo había sacado), cortó una tira de la camisa de Robin y la anudó muy prieta alrededor del brazo del conde, por encima del codo. Luego empujó con suavidad a Robin hasta tenderlo boca arriba en la litera y ató el brazo herido a una de las patas de la cama. Entonces, con Robin muy pálido tendido en posición horizontal y con el brazo derecho atado más bajo, Reuben empezó a empapar con cuidado las heridas de la mordedura con vino rebajado con agua.

—¿Vas a sajar la herida y chupar el veneno? —pregunté a Reuben, quizás en un tono un poco macabro. Un antiguo proscrito me había dicho en cierta ocasión que era la única forma de impedir la muerte después de la mordedura de una serpiente. El único problema de aquel remedio infalible era que, en el caso de que te mordieran en la zona anal, nadie se prestaría voluntariamente a salvarte, añadió en broma.

—Por supuesto que no —contestó Reuben de mal humor—. ¡Qué idea tan ridícula! Ahora que está herido, ¿he de hacer más grande la herida para que el veneno se extienda? Y desde luego, no quiero para nada esa sustancia en mi boca. Tráeme unas vendas, Alan, y deja de decir tonterías.

En ese momento, Robin se volvió hacia el lado del brazo herido y vomitó copiosamente sobre el borde de su litera, de forma que a punto estuvo de manchar las incisiones que con tanto cuidado estaba lavando Reuben. Yo fui en busca de vendas limpias y volví con ellas y con un poco de agua apresuradamente bendecida por el padre Simón, para que mi señor la bebiera.

A mi regreso, Robin estaba inconsciente. Su rostro estaba blanco, sudaba abundantemente, y su brazo tenía un color purpúreo y aparecía muy hinchado por debajo del torniquete. Reuben estaba sentado en un taburete, a su lado, y bebía con calma una taza de vino.

—¿Vivirá? —pregunté a Reuben, esforzándome en disimular el temblor de mi voz.

—Eso espero —dijo Reuben—. Aunque estará enfermo algunos días. Es joven y fuerte, y a pesar de que las víboras matan, suelen ser los viejos, los muy jóvenes y las personas débiles las víctimas mortales de sus mordeduras. Pero hay una pregunta más interesante: ¿cómo fue a parar la víbora dentro de su cama?

—¿Podría haberse arrastrado aquí dentro para esconderse de la gente, o quizá para dormir? —sugerí, pero ya conocía la respuesta antes de que Reuben formulara la pregunta.

—Ninguna serpiente entrará por su voluntad en un campamento con cientos de hombres, esquivará todos esos pares de botas claveteadas y decidirá echar una cabezada en una litera alzada dos pies sobre el suelo —dijo Reuben, mordaz—. Alguien la puso ahí. La cuestión es: ¿quién?

Fue una cuestión que analizamos sin resultado a lo largo de los días siguientes. Estaba claro que había habido un intento de asesinato, por chapucero que fuera, pero ¿quién podía haber sido el responsable? ¿Otro arquero dispuesto a reclamar las cien libras de plata alemana de Murdac? Casi todas las personas del campamento tenían acceso a la tienda de Robin, y la gente entraba y salía de ella en todo momento. Habría sido relativamente fácil introducir en un cesto una víbora dormida y dejarla entre las mantas de Robin, sin que nadie se diera cuenta.

Desde entonces, colocamos a dos soldados a la puerta de su tienda todas las noches. Y les vigilé para asegurarme de que no se dormían. También les dije que Little John les desollaría vivos si otro asesino conseguía burlar su vigilancia, una advertencia innecesaria porque todo el campamento estaba indignado por aquel cobarde atentado contra la vida de Robin, y cualquier asesino potencial, una vez desenmascarado, habría sido despedazado en breves instantes por la multitud.

Little John asumió el mando, y no dejamos que el estado físico de Robin retrasara la marcha. Sencillamente, lo sujetaron a su litera todas las mañanas con fuertes correas de cuero y fue cargado a hombros por cuatro fornidos arqueros, en el centro de nuestra columna. El primer día, al verlo tendido allí, inmóvil, con la cara lívida y el brazo herido envuelto en vendas, tuve la horrible sensación de que estaba muerto, y que llevábamos su féretro en una procesión ceremonial. Sentí una inesperada y muy intensa punzada de pena, un dolor físico en mi pecho, antes de decirme a mí mismo con firmeza que debía sobreponerme. Poco a poco Robin mejoró, y al cabo de dos días la hinchazón de su brazo empezó a remitir.

Cuando llegamos a las cercanías de Lyon, había recuperado el sentido pero se encontraba aún tan débil como un recién nacido. A pesar de ello, insistió en montar a caballo, y con el aspecto de un cadáver de tres días recorrió una y otra vez todo el largo de la columna para mostrar a sus hombres que se encontraba bien y en perfecta forma. Ellos lo vitorearon, Dios les bendiga, y Robin consiguió de alguna manera alzar la espada con su brazo vendado para devolverles el saludo.

♦ ♦ ♦

Mientras recorríamos el valle del Saona en dirección a la ciudad de Lyon, situada en la frontera misma del Sacro Imperio Romano, resultó evidente que no éramos la primera tropa importante que había pasado por allí en las últimas semanas. El rey Ricardo y el rey Felipe habían confluido con sus nutridas fuerzas en Vézelay, unos doscientos kilómetros al norte, en Borgoña, pocas semanas antes, y marchado juntos hacia Lyon, en una magnífica exhibición de su fuerza conjunta. El camino estaba polvoriento y removido; la hierba de los lados, pisoteada y cubierta por los desechos del paso de una multitud: tazas de barro rotas, huesos y restos de comida, botas abandonadas, capuchas, harapos, incluso algunas mantas en buen estado habían sido arrojadas a su paso por la poderosa hueste en marcha.

Pocos días después, al coronar una cuesta divisé desde lo alto la mayor asamblea humana que jamás había visto. Me quedé sin respiración; atónito de que hubiera tanta gente en el mundo entero, y todos apretujados en un espacio tan pequeño de tierra. Entre los cursos del río Saona y el poderoso Ródano, se había concentrado toda la caballería de la Europa occidental; más de veinte mil almas, la población de una gran ciudad, estaban acampadas allí en un gigantesco despliegue de tiendas multicolores, destellos de acero, barro y un hormigueo de humanidad que se extendía casi hasta donde podía alcanzarse con la vista. Filas de caballos, pendones ondeantes, escudos bruñidos, toscas construcciones de troncos y paja, pabellones listados de colores vivos para los caballeros, herreros trabajando bajo techos de lona en la reparación de yelmos; barberos que arrancaban muelas, escuderos afanados en sus tareas, heraldos con casacas de colores diversos que anunciaban con vibrantes toques de trompeta la llegada de sus señores. En un extremo del campo, tenía lugar una carrera de caballos, presenciada por damas y caballeros vestidos con sus mejores galas. Caballeros revestidos de sus armaduras se ejercitaban en el combate, mesnaderos que se habían sentado a beber un trago al sol veraniego en el exterior de tabernas improvisadas, rameras en busca de clientes que se exhibían en ropas provocativas, sacerdotes que dirigían los rezos de grupos de personas, frailes mendicantes de hábitos pardos que pedían limosna para los pobres, perros que ladraban, mendigos que imploraban, niños que jugaban al escondite entre pirámides de lanzas en reposo…

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