Roma de los Césares (25 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

BOOK: Roma de los Césares
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Los carros la cruzan casi simultáneamente. Un grupo de jueces y testigos intercambian sus opiniones, deliberan y comunican al presidente su conclusión. El heraldo, a indicación del presidente, levanta la banderola azul. El pregonero proclama la victoria de los azules gritando los nombres del auriga y de su caballo «funalis».

El graderío es un hervor. Los partidarios de los azules se abrazan entusiasmados y cantan a coro canciones de victoria. Los hinchas de los otros colores permanecen pesarosos, se remueven inquietos en sus asientos y lanzan furibundas miradas al adversario triunfante. Algunos se enzarzan en acres discusiones. Lo mismo que en nuestros estadios, no faltan los camorristas que llegarían a las manos si no interviniese oportunamente la policía. En la mente de todos están los lamentables sucesos de Pompeya, el año 59, narrados por Tácito. El graderío se convirtió en un campo de batalla. Un espectáculo bochornoso y de lo más antideportivo. Nerón, disgustado, castigó a los pompeyanos suspendiendo sus «ludi» durante diez años. Los gobernantes de entonces eran más severos que los de ahora.

El más espléndido marco de las carreras de carros fue sin duda el circo Máximo, comenzado por Julio César y acabado por Augusto, aunque Nerón lo remodelaría hasta darle una capacidad de doscientos cincuenta mil espectadores. Su emplazamiento aprovechó las espléndidas condiciones que brindaba el terreno en una vaguada de seiscientos metros de largo por cien de ancho que se extendía entre las colinas del Palatino y el Aventino.

Este circo tuvo tres pisos, el más bajo de piedra, los otros de madera. En él se ofrecieron muy memorables espectáculos, no sólo de carreras de carros, sino también de los llamados juegos troyanos («ludi troiani»), simulacros de batalla entre jóvenes aristócratas; carreras individuales de caballos («desultores»), y hasta carreras pedestres de fondo o de relevos.

Gladiadores

Las luchas de gladiadores tenían por escenario el anfiteatro. Este tipo de edificio, claro precursor de las modernas plazas de toros (aunque el redondel era ovalado), fue un diseño específicamente romano. Los primeros anfiteatros fueron de madera, como el construido por Pompeyo en el siglo
I
a. de C., o aquel tan famoso que se desplomó en el año 27 ocasionando la muerte de muchos miles de espectadores. A partir de entonces la autoridad competente adoptó enérgicas medidas para evitar que se repitiesen catástrofes semejantes. Al empresario, un tal Atilio, lo desterraron y en adelante se estipuló que el que quisiera ejercer tal oficio había de disponer de un capital superior a los cuatrocientos mil sestercios con el que hacer frente a posibles responsabilidades.

El primer anfiteatro de piedra fue construido por Augusto el año 29 a. de C. en el Campo de Marte. No obstante, el símbolo más universal de Roma sigue siendo el Coliseo o anfiteatro Flavio, inaugurado por Tito en el año 80 y luego remozado en el siglo
V
. Tenía cuatro pisos y en su graderío podían acomodarse hasta cincuenta mil espectadores.

¿Cuál es el origen de los combates de gladiadores? Los etruscos, al igual que otros pueblos de la antigüedad, solían sacrificar prisioneros sobre la tumba de los caudillos para que los espíritus así liberados los acompañaran y sirviesen en la otra vida. Una evolución de este rito trajo consigo los combates de gladiadores («ludi gladiatorii»), cada vez más secularizados y convertidos en mero espectáculo. A pesar de ello podemos asegurar que su carácter funerario no se perdió nunca del todo. Los «ludi» privados, por ejemplo, estaban presididos por el busto del difunto al que se dedicaban. Muy a menudo era el propio difunto el que, en sus disposiciones testamentarias, señalaba el número de parejas de gladiadores que quería para sus juegos funerarios; un proceder similar, salvando las naturales distancias, al de los devotos que señalan el número de misas de difuntos que desean en su funeral. Otras pervivencias rituales: a los juegos gladiatorios se asistía con la cabeza descubierta, como a los sacrificios religiosos, y los afectados de apoplejía (la enfermedad sagrada) podían beber en caliente la sangre del gladiador moribundo o conservar como talismán salutífero el hierro que lo había matado.

Como todo lo sagrado, los juegos acabaron convirtiéndose en un asunto de Estado («ludi stati») y formaron parte de los espectáculos con que el emperador entretenía al pueblo romano para que no prestase atención a los problemas sociales y se desinteresase de la actividad política. Los juegos se atenían a un calendario fijo: los «Ludi apollinares», consagrados a Apolo desde el 212 a. de C., se celebraban del 6 al 12 de julio; los «romani», en honor de Júpiter, entre el 4 y el 19 de septiembre; los «plebeii», del 4 al 17 de noviembre.

Éstos eran los más importantes, pero hubo otros («cerealia, megalenses, floralia, saeculares, Dea Mater, Dea Flora», etc.). Al margen de estas ocasiones oficiales, durante el imperio se puso de moda que particulares ricos costearan combates de gladiadores sin otro motivo que el de granjearse el aprecio de las masas.

El pretexto podía ser un acontecimiento familiar o simplemente sus votos por la salud del emperador («pro salute Principis»), en cuyas manos quedaba, por otra parte, el monopolio de los «ludi» desde la época de Julio César.

La pieza fundamental en el engranaje de los juegos es el empresario o «lanista», que se ocupa de contratar gladiadores y de adquirir fieras. Suele ser un hombre de oscuros orígenes pero enriquecido por el oficio. Es tan despreciado socialmente como los tratantes de esclavos, aunque, por otra parte, nadie discute que su labor es muy importante y necesaria. Íntimamente relacionado con el empresario está el «editor» u organizador de los juegos y los «curatores ludorum», funcionarios imperiales que los supervisan. A partir de Marco Aurelio, el crecido impuesto gladiatorio pasará del «editor» al «lanista», en un intento de abaratar los precios, que han ido disparándose y amenazan acabar con el espectáculo.

Muchos días antes de la celebración de los juegos, los empleados del «editor» redactan carteles anunciadores y los fijan en los lugares más concurridos de la ciudad y de las poblaciones del entorno. Esta y otras muchas peculiaridades nos resultan familiares porque recuerdan a la fiesta de los toros. Los carteles especifican el motivo de los juegos, el nombre del empresario, el número de parejas de gladiadores que van a actuar, el lugar, la fecha, la hora e incluso menudencias tales como si habrá toldo o no. Porque en los días de mucho calor el anfiteatro se cubría con un gigantesco toldo que moderaba los ardores del sol, comodidad hoy desconocida para los que asisten a las corridas de toros.

También suele añadirse la expresión «si el tiempo no lo impide» («qua dies permittat»). Veamos algunos ejemplos de carteles:

Por la salud del emperador Vespasiano César Augusto y de sus hijos y por la consagración del altar, la compañía de gladiadores de Nigidus Mayo combatirá en Pompeya, sin posible aplazamiento, el cuatro de julio. Habrá lucha de fieras. Se tenderá el toldo
.

Otro cartel:

Treinta parejas de atletas; cuarenta parejas de gladiadores; una cacería: toros, toreros, jabalíes, osos, y una segunda cacería con fieras diversas. Los aficionados acudían al anfiteatro la víspera de los juegos con objeto de ocupar los mejores asientos
.

Llevan con ellos ropa de abrigo y comida y pasan la noche y las largas horas de espera en alegre algarabía.

Tan alegre que no dejan dormir al vecindario. En una ocasión el temperamental Calígula hizo que la guardia pretoriana desalojase el circo a cintarazos porque la plebe allí congregada perturbaba el sueño de sus caballos.

Pero no todo el mundo llega al anfiteatro la noche antes. Los mejores aficionados pueden concurrir, con permiso del «lanista», al banquete («cena libera») que el editor ofrece a sus gladiadores la víspera del combate. Esta cena, ocioso es decirlo, será la última para muchos. No se trata de un regalo desinteresado: tiene la finalidad práctica de restaurar las fuerzas de los luchadores y criarles sangre, que buena falta les hará cuando empiecen a tajarse.

Las clases privilegiadas no tienen que hacer cola: ya tienen su asiento reservado en el circo o el anfiteatro.

Las mejores gradas, las más próximas a la arena, están reservadas a los senadores y a sus familias; las siguientes, a los caballeros, y las sucesivas, a magistrados provinciales, mujeres, personas de luto y otros grupos más o menos favorecidos. El resto, hasta la bandera, a la plebe, que toma sus posiciones al asalto.

A una hora prudencial, cuando ya el bullicioso público que abarrota los graderíos empieza a dar señales de impaciencia, hace su aparición en los palcos de honor el emperador y su séquito, seguido de una cohorte de autoridades, pretorianos y servidores. La música se acomoda en su lugar. Notamos con sorpresa que incluso llevan un pequeño órgano de brillantes tubos.

Va a comenzar el espectáculo. Era la antigua costumbre que en esta ocasión el pueblo aclamara o abucheara a sus gobernantes, de acuerdo con la favorable o contraria opinión que le mereciesen sus medidas de gobierno. Pero en la época imperial la democrática institución está muy decaída y los abucheos han desaparecido por completo, excepto cuando se dirigen al «editor» sospechoso de estafar al pueblo con un programa más bien flojo.

Van a comenzar los juegos. Se abre, a los acordes de la música, un desfile de participantes que nos recuerda inevitablemente el paseíllo taurino. Cuando llegan frente al palco imperial se detienen, presentan armas y gritan a coro: «Ave Caesar, morituri te salutant!». (Ave, César, los que van a morir te saludan). A continuación viene el sorteo público de las parejas de gladiadores y el «editor» cumple con el expediente de examinar las armas («probatio armorum»), pues es el responsable de que estén bien afiladas y aguzadas. Según van pasando el examen, los gladiadores se distribuyen por la arena y se dedican a realizar ejercicios de calentamiento: hacen fintas, dan carreras, se flexionan, amagan las estocadas reglamentarias, lanzan redes, clavan los tridentes en el aire.

Cada cual procura captar la mirada de los aficionados con lo mejor de sus habilidades gladiatorias. En esta fase algunos espectadores se lanzan a la arena y se unen a sus campeones favoritos en el combate simulado. Es buena ocasión para despertar admiraciones entre el auditorio femenino.

El lector se percatará de que el toreo de salón no es cosa de hoy. No obstante, los que habrán de combatir de verdad dentro de un instante procuran no derrochar inútilmente sus fuerzas porque saben que les queda por delante todo un día en el que habrán de esforzarse para salvar el pellejo, a veces a pleno sol, con la cabeza encerrada dentro del yelmo, que se calienta como una plancha, sobre la candente arena y desangrándose por las inevitables heridas.

Suenan trompetas, se retiran funcionarios y curiosos y quedan los gladiadores solos en el redondel. Las parejas se distribuyen para no estorbarse mutuamente. Se ponen en guardia. El respetable público guarda silencio por vez primera en muchas horas. El combate ha comenzado. Los buenos aficionados conocen las ventajas y los inconvenientes de cada tipo de gladiador y saben las fintas y engaños de que disponen para superar al contrario. De acuerdo con el desarrollo de la lucha, animan a uno, imprecan al otro, insultan, aconsejan, se excitan, jalean, se desesperan… los más exigentes se impacientan y, a la menor sospecha de tongo, comienzan a gritar como energúmenos: «¡Están peleando como en la escuela!». «¡Hasta los condenados a las fieras derrochan más valor que ellos!». «¡Pero si parecen polluelos!».

Los gladiadores profesionales han recibido en sus escuelas un código ético muy estricto. En palabras de Cicerón: «Prefieren recibir un golpe a esquivarlo en contra de las reglas. Lo que les interesa en primer lugar es complacer tanto a su amo como al espectador. Cubiertos de heridas, preguntan a su amo si está satisfecho; si les dice que no, están dispuestos a dejarse degollar».

El público quiere sangre y la pide a voces. Séneca nos transmite los gritos de los espectadores: «¡Mátalo, hiérelo, quémalo!». «¿Por qué va hacia el hierro vacilante?». «¿Por qué muere de tan mala gana?».

La suerte suprema, la de morir dignamente, debe ser memorablemente ejecutada por el gladiador vencido. El caído tiene que representar su propia muerte de manera gallarda y heroica.

«Odiamos a los gladiadores débiles y suplicantes —escribe Cicerón—, a los que con las manos extendidas ruegan que les permitamos vivir». Plinio, por su parte, alaba «las bellas heridas y el desprecio de la muerte que hacen aparecer incluso en los cuerpos de esclavos y delincuentes el amor a la gloria y el deseo de triunfar».

Pero dejemos por un momento la compañía de tan ilustres aficionados y prestemos atención a lo que está sucediendo en la arena. Un «secutor» ha esquivado la red de su oponente y lo persigue. El «retiarius» da un traspié y cae al suelo, herido. Esto o perder el arma son las dos situaciones en que un gladiador queda a merced de su adversario. Reconociéndolo, arroja la defensa de su mano izquierda, sea red o escudo, y levanta el pulgar de esa mano mirando al palco presidencial. Cada espectador consulta el caso con el de al lado. Algunos vecinos de asiento discuten acaloradamente sobre los méritos y defectos del gladiador que pide gracia.

Hay división de opiniones. Los que piensan que ha luchado bien sacan señuelos y los agitan al aire mientras gritan: «Missum!» (sálvalo); pero si, como suele acontecer, están descontentos y no quieren indultar a tan flojo luchador, muestran el puño derecho con el pulgar hacia abajo y gritan: «Iugula!» (degüéllalo). La autoridad que preside los juegos decide sobre la vida o la muerte del hombre teniendo en cuenta el parecer de la mayoría de los asistentes. Claro que su decisión final es a veces muy criticada, como suele ocurrir también en las corridas de toros. Existe un proverbio brutal que está en la mente de todos y que daja poco espacio para la misericordia: «Mata al vencido, sea quien sea» («ut quis quem vicerit occidat»), pero a pesar de ello y de las protestas de la airada afición, son muchos los gladiadores indultados, aunque quizá sea por motivos económicos más que humanitarios. Esto no cuenta en los combates previamente anunciados como «sine missione». En éstos no se perdona jamás la vida del vencido.

Cuando un gladiador muere sobre la arena, su cadáver es recogido por unos esclavos que ocultan el rostro detrás de la máscara de Caronte, el barquero de los muertos. A través de la puerta consagrada a Libitina, la diosa de la muerte, conducen al difunto hasta el depósito («spoliarium»). Mientras esto ocurre, los espectadores aclaman al vencedor, que da la vuelta al ruedo («discurrere») llevando una palma en la mano.

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