Roma de los Césares (20 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

BOOK: Roma de los Césares
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Estos muebles suelen ser tan lujosos como lo consienta la economía del dueño. Uno de los muchos excesos de Heliogábalo consistió en tenerlos de plata maciza finamente trabajada.

Frecuentemente eran obra de afamados artistas y entre los materiales de su composición destacaban las maderas preciosas, el oro, la plata y el marfil. Las paredes de la habitación suelen estar decoradas con frescos que representan animales, peces, verduras o frutas. El mismo escaparate de productos naturales puede repetirse en los mosaicos del suelo.

Los divanes del «triclinium» solían ser tres, con capacidad para nueve comensales, pero si el número de invitados es mayor se pueden arrimar, por el lado libre de la mesa, banquillos y sillas. En cualquier caso, las mujeres, los niños y las personas que guardan luto suelen usar sillas. Desde la época de Augusto en adelante se divulga el diván semicircular («sigma») en torno a una mesa redonda. En este curioso mueble caben hasta ocho comensales. Estamos hablando, como casi siempre, de las clases acomodadas. Los pobres prescinden del mobiliario especializado: se conforman con poder comer, sentados en torno a una mesa, en cualquier habitación de la vivienda o, simplemente, en «la» habitación de la vivienda, pues muchas familias no pueden aspirar más que a un aposento en las superpobladas ínsulas.

La vajilla es otro exponente fiel de la posición social del dueño de la casa. Los ricos la adquieren de materiales preciosos y caros: plata, oro, ónice, electro, incluso «murra», una piedra que se suponía mejoraba la calidad del vino por simple contacto.

La vajilla de los pobres es mucho más sucinta y de barro («vasa saguntina»).

Lógicamente, las personas educadas y las que aspiran a serlo procuran observar ciertas normas cuando se sientan a la mesa. La primera y principal nos obliga a estar de buen humor. Un comensal taciturno o pensativo es considerado grosero. El plato se sostiene con la mano izquierda y los alimentos se toman con la derecha.

Si es sopa se utiliza cuchara («ligula»); si es paté o puré, cucharilla («cochlear»); si es sólido, los dedos.

Aún no se ha inventado el tenedor, que nacerá en Constantinopla en el siglo
XI
. Comer con los dedos no es excusa para pringarse las manos o el rostro. Así lo recomienda Ovidio: «carpe cibum, digitis, est quiddam gestus edendi; ora nec inmunda tota perunge manu». Esas cinematográficas escenas de banquetes romanos en las que vemos a los comensales tirar dentelladas a un trozo de carne que agarran entre las manos, constituyen un infundio: en realidad existía un esclavo dedicado a trinchar la carne («scissor, carptor, structor») hasta reducirla a pequeñas porciones que pudieran introducirse cómodamente en la boca.

Entre plato y plato, los servidores acercan a cada comensal una escudilla de agua para que pueda lavarse los dedos. Además, cada uno tiene a su alcance una servilleta de cumplidas proporciones que no sólo sirve para limpiarse los labios y las manos, sino también el sudor (sudan bastante porque las lámparas dan mucho calor) y hasta para sonarse las narices. Por cierto: es perfectamente legal traer la servilleta de casa para que, al término del banquete, nos sirva para envolver las sobras si queremos llevárnoslas. Andando el tiempo parecerá poco elegante concurrir con la servilleta, como un saqueador, y los más refinados prescindirán de ella. Marcial, bromista, señala que un tal Hermógenes es de los que no llevan servilleta… pero luego roba el mantel.

Capítulo 18

… y vivir para comer

L
os banquetes fueron la institución social más relevante de la Roma de los Césares. En ella se conjugaban dos inclinaciones típicamente latinas: el gusto por la buena mesa y el placer de la pausada conversación con los amigos, la amable tertulia nocherniega adobada acaso con las otras aficiones compartidas: la música, la lectura, el debate, las mujeres… A lo que podríamos añadir la emblemática ostentación de riquezas y el derroche presuntuoso. También puede haber motivaciones electoralistas. Sólo así podemos comprender cabalmente la celebración de banquetes tan espectaculares como el que el joven Julio César ofrece prácticamente a toda Roma al regreso de su campaña de Oriente. Un cuarto de millón de personas concurrieron al festín, que duró varios días. También hay banquetes corporativos, las cenas de los gremios de artesanos o de cofradías religiosas («collegia») o de los colegios sacerdotales, que —si creemos a Varrón— cuando se celebraban incidían negativamente en la cesta de la compra puesto que todos los productos del mercado se encarecían.

Dos tipos de banquetes se usaron en Roma: el tradicional (recta coena) servido en mesas, como Dios manda, y el que se distribuía en cestas individuales («sportula»). Intentaremos asistir a uno de los primeros, lo que sin duda promete ser una de las más inolvidables experiencias que puede depararnos nuestro paso por esta sorprendente ciudad. Se celebra en casa patricia, sita en las amables faldas del Capitolio. Engalanados con nuestra mejor toga llegamos a ella hacia las cuatro de la tarde («hora décima»). Nos acompañan varios servidores de los que sólo uno de ellos, el más joven, educado y agraciado, entrará al comedor para asistirnos personalmente. Como permanecerá a nuestros pies durante la cena, se llama «puer ad pedes». Los otros son de escolta, para protegernos y alumbrarnos en el camino de vuelta a casa, a altas horas de la madrugada.

Entramos en la casa y en el atrio nos atienden solícitos esclavos que se hacen cargo de la toga y nos entregan un manto blanco («synthesis»), cómodo y apropiado para las posturas del diván. Uno de los criados nos lava los pies y luego nos los perfuma y nos calza unas sandalias flexibles de las que sólo sirven para andar por casa.

Los zapatos de calle que traíamos van al guardarropa con la toga. Mientras los restantes invitados acaban de llegar, el atento anfitrión nos introduce en una sala donde, convenientemente expuesta sobre mesas y aparadores, aparece su rica vajilla. Simulando amable atención, escucharemos sus prolijas explicaciones sobre el origen de las más notables piezas allí expuestas y fingiremos admirarnos cuando nos certifique que este vaso perteneció a tal famoso general griego o aquella bandeja a tal héroe troyano. Es posible que el anticuario que le cobró más de cinco veces su valor también estuviese persuadido de la autenticidad de tales reliquias. Cumplido el trámite de alabar la magnificencia de la colección, pasamos al salón del banquete y nos enjuagamos las manos en la palangana que nos presenta un criado.

La sala es bastante oscura pero han encendido una docena de lámparas de aceite cuyo humo y olor acabarán siendo molestos a medida que avance la noche. Para neutralizarlos en lo posible, han adornado la sala con flores y guirnaldas.

Vamos a ser diez comensales a la mesa, quizá porque el anfitrión es observador de la conocida regla: «No menos que las Gracias (es decir, tres) ni más que las Musas (que eran diez)». En banquetes más concurridos, donde se reúne quizá gente de muy distinto nivel social, se puede dar el caso de que el anfitrión establezca enojosos distingos entre los comensales. Los más humildes se sentarán en mesas peor abastecidas, donde se sirven platos más baratos y simples que en las de sus vecinos importantes.

Puede darse incluso el caso de que al banquete asistan parásitos. Los parásitos constituyen una curiosa institución en los banquetes públicos y encarnan, sin duda, el más notable precedente del moderno gorrón. Son pícaros, aduladores, graciosos profesionales a los que la gente seria desprecia y supone capaces de las más abyectas acciones con tal de llenar el estómago. A veces los convidados se divierten gastándoles bromas pesadas o golpeándolos entre pullas y chanzas.

Ellos sonríen, aguantan y no se inmutan. Toman asiento donde pueden, lejos de la mesa, y están pendientes de las sobras o de los potajes especialmente preparados para ellos que les traen de la cocina.

Pero no se alarme el lector: el nuestro no va a ser uno de estos tumultuosos banquetes. Todos los asistentes son personas sosegadas que afectan, en cada uno de sus ademanes, buena crianza y esmerada educación.

Aunque nos acomodaremos teniendo en cuenta la distribución de los divanes según categorías, en esta mesa podremos degustar todos la misma clase de manjares. Sobre el tablero, cubierto ahora de elegantes manteles bordados en oro, sólo hay vinagre, sal y aceite. Después de la oración de la mesa («deos invocare», comienza el banquete. Aparecen los criados más apuestos de la casa, bien vestidos y peinados especialmente para honrar la ocasión, y van depositando ante nosotros las fuentes que contienen los elaborados platos. Se empieza por los entremeses («gustus» o «gustatio»), entre los que no pueden faltar las aceitunas ni el huevo. Para definir el tiempo que abarca la cena hay un dicho: «ab ovo usque mala», es decir «desde el huevo (entremeses) hasta la manzana (postre)». Hay también lechuga, melón y ostras, todo ello acompañado de vino con miel o de cualquier otro caldo ligero pero de buena casta, pongamos por caso un Falerno. Uno de los comensales ha incurrido en la torpeza de mencionar un incendio ocurrido antes de ayer en un comercio de la calle de los Pañeros. Nueve pares de reprobadores ojos convergen sobre el deslenguado: es de mal augurio hablar de incendios cuando se está comiendo; en seguida derramamos agua sobre la mesa y el mal presagio queda convenientemente conjurado. Tampoco sería bueno percibir el canto de un gallo, pero por fortuna estamos en una zona residencial y el corral más cercano queda lejos.

Viene ahora la «prima mensa», que es la cena propiamente dicha. Una serie de elaborados platos van llegando de la cocina. El principal («caput cenae»), en el que el cocinero griego ha puesto su prestigio y el de su dueño, es, supongamos, un ganso rodeado de peces y pájaros. Cuando nos servimos sus gustosas porciones y lo saboreamos, descubrimos regocijados que todo es apariencia y artimaña: en realidad está elaborado exclusivamente con carne de cerdo. Ha sido un guiño cultural de nuestro anfitrión, que ha querido reproducir un famoso plato de la literatura: el del banquete de Trimalción. Aplaudimos educadamente la ocurrencia mientras echamos el ojo al jabalí relleno de tordos vivos, que, transportado por dos robustos pinches, hemos visto desfilar ante la ventana que da al patio. Tan numerosos y variados son los platos que se van acumulando ante nosotros, sobre las mesas auxiliares, que empezamos a protestar, como requieren las normas de la buena crianza, por una cena tan copiosa. Más vale que cedamos la palabra al agudo Plauto:

—Cuando se han sentado a la mesa, los invitados suelen decir: «¿Qué necesidad había de gastar tanto en nosotros? Pero, hombre, si has preparado comida para un regimiento». Y, aunque protestando que te has excedido por ellos, se lo comen todo. No esperes que ninguno te diga:

«Que se lleven esto, que retiren esa bandeja, no pongas aquel jamón, estoy repleto; que se lleven esas albóndigas; este congrio estará bueno frío, que lo retiren». No, no los oirás hablar así, antes bien se estiran y echan medio cuerpo sobre la mesa para alcanzar mejor los platos. Nuestros alegres compañeros de comilona se han atiborrado de manjares y de vino en la «prima mensa». Ahora llegan los postres («secunda mensa») y ya les queda poco espacio para embaular en los atarugados desvanes del estómago. Estos frecuentes excesos se reflejan incluso en la escultura.

¿No han notado ustedes que las estatuas del periodo republicano suelen presentarnos sujetos entecos, mientras que en las del periodo de los Césares abundan los entraditos en carnes? La contemplación de los pasteles de miel, las frutas confitadas o del tiempo y los vinos dulces que hacen el preciso acompañamiento tiene, en medio de estas harturas, un punto de tantálico suplicio. Nuestro vecino de mesa, menos resistente que los demás, está ya borracho, comienza a sudar copiosamente, se coloca la alhajada mano de regordetes dedos sobre el prominente hemisferio estomacal y se queja de que no se siente bien. A una breve señal acude solícito su «puer ad pedes», que lo ayuda a incorporarse y lo conduce, entre tumbos, al excusado, en el patio del peristilo, al otro lado de la casa. Allí, con ayuda de una pluma de ave, vomitará el hombre todo lo que ha comido y bebido. Esta costumbre disgusta al severo Séneca: «Vomitan para comer y comen para vomitar y no quieren perder el tiempo en digerir alimentos traídos para ellos desde todas las partes del mundo». Quizá el lector haya pensado que, entonces como ahora, de buenas cenas están las sepulturas llenas. Nada más a propósito que oír a Juvenal: «El castigo de la gula es inmediato, cuando en el excusado arrojas un pavo entero sin digerir… De aquí se siguen las muertes repentinas de viejos sin testamento».

Bien. Ya hemos levantado los manteles y nadie ha perecido en esta alegre reunión. Nueva ronda de aguamaniles y toallas porque ahora viene la segunda parte. Esta cena se había anunciado «con sobremesa» («cenae antelucanae»), por lo tanto es el momento de comenzar la velada nocturna («comissatio»). La señora de la casa, que ha participado en la cena reclinada al lado de su marido —nueva moda de estos tiempos— y compartiendo sus manjares, aunque no su bebida puesto que las mujeres honestas sólo beben «mulsum», al menos en público, se despide de los invitados y se retira. Lo que sigue es sólo para hombres. Primero libamos a los dioses lares de la casa y luego brindamos por el anfitrión y los asistentes. La fórmula del brindis no deja de admirarnos: el que lo pronuncia eleva su copa y la bebe de un trago, luego la tiende al copero para que la llene de nuevo y se la pasa al camarada por el que se ha brindado, que la apura a su vez. La frecuente repetición de brindis da lugar, suponemos, a monumentales cogorzas. Pero nuestro anfitrión es hombre discreto y previsor. Con una sonrisa chasca dos dedos al aire para que entren los criados y distribuyan ente los asistentes coronas de hiedra y laurel. Todos nos las encasquetamos entre guiños. Como somos romanos estamos convencidos de que su verde fragancia es medio seguro para disipar los vapores malignos del vino y despejar las cabezas. Es el momento de designar a un maestresala («rex convivii» o «arbiter bibendi») que tome sobre sus hombros la nada despreciable responsabilidad de ir indicando discretamente al copero la proporción de agua y vino que debe escanciar en la copa de cada contertulio. El oficio de «rex convivii» es delicado y exige dotes de diplomacia y exquisito tacto por parte del que lo desempeña.

Debe conocer, además, por experiencias pasadas, el carácter de cada invitado y su relativa resistencia al alcohol. Ya se sabe que unos tienen la borrachera agresiva mientras que otros la tienen melancólica. Se trata de mantener a cada cual, a lo largo de la joven noche, en el punto óptimo de su euforia etílica. Lo ideal es que todos estén un poco achispados pues los que beben poco se tornan serios y pueden aguar la fiesta y los que beben en exceso acaban haciendo el imbécil y molestando al vecino. También es recomendable cuidar los temas de conversación, «no deben ser preocupantes sino alegres, variados y de interés general». El programa de estas sobremesas, que se prolongan durante horas y horas, quizá con alguno de los contertulios vencido por el sueño y roncando en el regazo de su amigo, es necesariamente muy variado: se conserva, se juega, se proponen acertijos, se cuentan chistes, se abren regalos, se improvisan loterías… La tertulia a la que estamos asistiendo es, me temo, de las que afectan un cierto aire intelectual. Alguien ha cometido la imprudencia de mencionar a cierto poeta laureado. Aprovechando la ocasión, el anfitrión nos ha contemplado por un momento con una sonrisa beatífica y ha enviado a un esclavo a por el rollo que hay sobre su escritorio.

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