Ésta es una fascinante excursión a la Ciudad Eterna en el tiempo de los Césares, cuando el Imperio Romano abarcaba el mundo conocido.
Con rigor histórico, pero también con humor e ironía, el autor nos introduce en el ambiente vivo y colorista de la ciudad refinada y bruta, cosmopolita y excéntrica. Deambulando sobre este vigoroso y descarnado mosaico, conoceremos los abigarrados foros, las escandalosas casas de vecinos, la promiscua sociedad de los baños y letrinas públicas, las costumbres sexuales, los ritos de la muerte, el comercio de esclavos, la magia, los terribles suplicios, los juegos de azar, las carreras de circo, los banquetes, las luchas entre gladiadores…
Estas páginas invitan a pasear hoy por la ciudad que eclipsó al resto del mundo, la ciudad cuyo brillo cegador dejó un reflejo perenne que todavía ilumina nuestra cultura occidental.
Juan Eslava Galán
Roma de los Césares
ePUB v1.0
Crubiera01.03.13
Título original:
Roma de los Césares
Juan Eslava Galán, 1988.
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
E
ste libro nos propone una fascinante excursión a la Roma de los Césares cuando su Imperio abarcaba casi todo el mundo conocido. Combinando deliciosamente el rigor histórico, la agilidad narrativa y el humor, Juan Eslava reconstruye las costumbres de Roma en el ambiente vivo, y a veces irrespirable, de aquella ciudad refinada y brutal que era compendio de todas las razas y culturas del orbe. De su mano nos internamos en los diversos ambientes de la urbe para captar, con regocijada sorpresa y a veces con un punto de aprensión, los pintorescos detalles de su vida cotidiana.
Los abigarrados foros, las escandalosas casas de vecinos, la amable y promiscua sociedad de los baños y letrinas públicas, el institucionalizado intercambio de esposas entre las clases pudientes, las curiosas costumbres sexuales, los impresionantes ritos de la muerte, el comercio de esclavos, los terribles suplicios, las ceremonias religiosas, la magia, la superstición, la trepidante vida nocturna, los refinamientos gastronómicos, la etiqueta de los banquetes, el turismo, los juegos de azar, las carreras de circo y los sangrientos espectáculos del anfiteatro; el mundo sórdido, pero también heroico, de los gladiadores y de los que se ganaban la vida luchando contra las fieras…
Sobre este fondo colorista contemplamos, en vigoroso y descarnado mosaico, una galería de célebres personajes, como Julio César, Augusto, la seductora Cleopatra, la depravada Mesalina y la dinastía imperial que se hizo famosa por sus vicios y crueldades: Tiberio, Calígula y Nerón.
Ésta es una colección de retratos de ciudades en sus momentos más brillantes, curiosos y significativos.
Su ambiente, su vida cotidiana, sus personajes, sus mitos y anécdotas, la configuración urbana y sus características, el arte y la literatura, los restos más importantes de la época que aún se conservan y que pueden ser objeto de una especie de itinerario turístico, cultural o nostálgico, todo lo que contribuyó a hacer la leyenda y la historia de una ciudad en el período de mayor fama, se recoge en estas páginas de evocación del pasado.
Grandes escritores que se sienten particularmente identificados con la atmósfera y el hechizo de estas ciudades de ayer y de hoy resumen para el lector contemporáneo lo que fue la vida, la belleza y a menudo el drama de cada uno de estos momentos estelares de la historia que se encarnan en un nombre de infinitas resonancias.
Una copiosísima ilustración de planos y mapas, grabados antiguos, reproducciones de obras de arte, fotografías y caricaturas completan admirablemente los textos de los autores.
Siendo mucho más que una simple guía turística y algo muy diferente de un libro de historia en su acepción usual, «Ciudades en la Historia» presenta un panorama ameno y muy bien documentado de lo más profundo, interesante y vistoso que cada ciudad, en su momento de máximo esplendor o de mayor singularidad histórica, puede ofrecernos.
El original en tinta aparece profusamente ilustrado con figuras, fotografías, grabados, etc., estrechamente relacionados con el texto que, hemos omitido.
«A mis padres.
Y a Diana y María, sus nietas romanas»
Un español te lleva de su mano y te repite, oh caminante, en vano: Si entras en Roma no saldrás de Roma.
Rafael Alberti.
Los gemelos que amamantó la loba
L
os romanos, que tan orgullosos estaban de su ciudad, conocían, desde niños, esta leyenda: Érase una vez la diosa del amor, Venus, que se enamoró de un mortal, el noble troyano Anquises, y concibió de él un hijo, Eneas. Cuando la ciudad de Troya fue conquistada y destruida por los griegos, Eneas escapó de la matanza y se hizo a la mar con un puñado de fugitivos en busca de otra tierra donde establecerse. Después de diversas aventuras y fracasos, desembarcaron en Italia, cerca del río Tíber, en los dominios del rey Latino, que era descendiente del dios Saturno. Este Latino concedió a Eneas la mano de su bella hija, la princesa Lavinia.
Un hijo de la feliz pareja, Ascanio, fundaría, años más tarde, la ciudad de Alba Longa e inauguraría la prestigiosa dinastía que habría de reinar en ella durante muchas generaciones.
Siglos pasaron y uno de los descendientes de Ascanio, el rey Numitor, fue destronado y expulsado de Alba Longa por su taimado hermano Amulio. Además, el usurpador obligó a su sobrina, la bella Rea Silvia, a consagrarse a la diosa Vesta, lo que es tanto como decir que la metió en un convento de clausura para que no pudiera tener hijos que propagaran la simiente del destronado Numitor.
Pero Marte, el dios de la guerra, se prendó de la bella muchacha y la empreñó. Rea Silvia dio a luz dos hermanos gemelos a los que puso por nombres Rómulo y Remo. Cuando el malvado Amulio tuvo noticias del parto decidió desembarazarse de las criaturas y ordenó que las arrojaran al Tíber, pero la criada encargada de cumplir tan cruel sentencia se apiadó de los niños y los depositó en una cestilla de mimbre que, discurriendo río abajo, fue a encallar entre las raíces de una providencial higuera que crecía al pie mismo del monte Palatino.
Una loba, a la que los cazadores habían matado su reciente camada, percibió el llanto de los pequeñuelos y, colocándose encima de ellos, permitió que mamasen de sus doloridas ubres.
Luego, con maternal instinto, los crió y ellos crecieron robustos y lobunos hasta que se hicieron hombres.
Pasaron los años y Rómulo y Remo, con las vueltas del tiempo, vinieron a saber la historia de su origen. Entonces fueron a Alba Longa, mataron al usurpador Amulio y restituyeron a su anciano abuelo Numitor en el trono de la ciudad. Cumplida esta justicia, regresaron a los parajes donde los había criado la loba y fundaron allí la ciudad de Roma. Y ahora viene la parte más dramática de la leyenda: en el curso de una ceremonia sagrada, Rómulo dibujó, en torno al escarpe del Palatino, el surco cuadrangular sobre el que había de elevarse el muro de la nueva ciudad. Pero Remo, celoso, deshizo de una patada la señal de tierra. Este sacrilegio le costó la vida porque el severo fundador le hundió el cráneo con su azada. Sobre tan terrible sacrificio propiciatorio, vertida la sangre de Venus y Marte, amor y guerra, Roma quedaba consagrada.
Hasta aquí la leyenda, pero la historia es mucho más prosaica y menos atractiva. Hacia el año 750 antes de Cristo, algunas familias de campesinos se establecieron cerca de la orilla izquierda del Tíber y construyeron sus modestas chozas de barro en la ladera de la colina Palatina. Desde aquella defendida posición dominaban sus campos de cultivo y el humilde embarcadero del río. El lugar era insalubre, pues la cercanía de pantanos favorecía el paludismo, pero tenía la ventaja de estar al resguardo de piratas y saqueadores puesto que el mar quedaba a casi una jornada de camino. Otra ventaja, que se haría evidente con el tiempo, fue su estratégica posición: en el centro de la península itálica, que era el centro del Mediterráneo, centro a su vez del mundo conocido. Los pobladores de los alrededores del Palatino se federaron en una liga, Septimontium, dominada por la tribu Sabina, a la que los latinos, menos poderosos, se sometían. Esta liga se enfrentó a la ciudad de Alba Longa y la destruyó, pero el esfuerzo militar la dejó tan debilitada que fue a su vez fácilmente dominada por los etruscos, otra tribu foránea. Bajo la hegemonía de los etruscos, las distintas poblaciones diseminadas por las siete colinas comienzan a vertebrarse en la forma de una ciudad con espacios comunales, la ciudad del río («rumon») o Roma.
Cuando el poder etrusco entró en crisis, los sometidos latinos se revelaron, obtuvieron su independencia y proclamaron la república. Desde estos humildes orígenes, los romanos fueron progresando lenta pero incesantemente. Dos siglos después ya se habían impuesto a las otras ciudades del entorno; pasados otros doscientos años eran amos de toda la bota italiana. Finalmente, prosiguiendo su imparable ascensión, dominaron las tierras ribereñas del Mediterráneo (al que ellos llamaban «mare nostrum», «nuestro mar»), la Europa atlántica y Oriente Medio hasta Persia. La Roma imperial, capital del estado universal, rectora del mundo conocido, la reina de las ciudades y señora del mundo, como la llama Cervantes, llegaría a contar, en la época de su mayor desarrollo, en el siglo
II
, un millón doscientos mil habitantes. Ésa es la Roma en la que ya, sin más dilaciones, vamos a penetrar.
Una república de Patricios
D
urante cuatro siglos, Roma se gobernó por un régimen seudodemocrático basado en una serie de costumbres ancestrales («mos maiorum») que fueron quedando cada vez más desfasadas.
Teóricamente la paz social quedaba garantizada por el equilibrio de dos instituciones que representaban, respectivamente, al pueblo y a la aristocracia: los Comicios, o asamblea popular, que elegía cada año al gobierno; y el Senado, o parlamento vitalicio, en manos de la aristocracia, que ratificaba tal elección. El conjunto del poder político se expresaba por la conocida fórmula: Senatus Populus Que Romanus, o SPQR.
En la práctica, todo el poder se concentraba en manos de la aristocracia senatorial. Los doscientos cincuenta mil votantes se dividían en cinco clases, con arreglo a un baremo establecido sobre el patrimonio personal de cada uno. Los que nada poseían, la masa obrera, ni siquiera constituían clase. Eran «infra classem» o «proletarii», curiosa palabra que significa «que sólo poseen a sus hijos». Éstos se libraban del servicio militar, un honor reservado a los ciudadanos con derecho a voto. La clase superior, más rica que las otras, realizaba este servicio a caballo y, por lo tanto, sus integrantes constituían el grupo de los caballeros o «equites» que con el tiempo iría acaparando la actividad económica de la ciudad. Frente a los «equites» destaca, en creciente oposición, la aristocracia («nobilitas», descendientes de algún alto cargo), que detenta el poder político a través de un Senado defensor de sus intereses de clase.
La unidad de voto romana no se basaba en el principio «un hombre, un voto» que, aunque nos parezca fundamental, es, sin embargo, innovación relativamente moderna, sino en el voto colectivo de un grupo (fuera curia o tribu o centuria, dependiendo del tipo de votación). Este curioso sistema garantizaba el triunfo de la oligarquía senatorial en todas las votaciones. En las llamadas centurias, una minoría de millonarios constituye la mayoría efectiva puesto que ocupan noventa y ocho unidades de voto de un total de ciento noventa y tres. Y, si la votación es por tribus, continúan predominando puesto que están distribuidos en veintisiete tribus rurales, mientras que la plebe urbana se concentra en sólo cuatro. Por lo tanto, el margen de participación real del pueblo era más bien escaso, por no decir ridículo.