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Authors: MBA System

Rosado Felix (18 page)

BOOK: Rosado Felix
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Para sus tíos abuelos la cosa es distinta, el precio que ha de expiar es el de no tener tantos miles de duros como dejó escapar con su osadía, ¡mira que dejar a don Orlando por un miserable aventurero!

 

El sereno hace un ruido de llaves que parecen cascabeles. Es la señal de que trae correo. Ya queda menos para la fecha elegida por Curro para su encuentro. A ver qué mensaje llega esta noche. Entregado el papel, Judas el sereno se aprestó a marcharse con rapidez.

—¡Judas! —llamó ella.

—¿Sí?

—Espera un poco.

—No puedo detenerme mucho aquí, ya sabe.

—Solo es un momento, por favor.

Ella cogió una pluma y escribió con rapidez algo que había escuchado en una lectura del convento. No más de dos líneas:
«Si el verte fuera la muerte y el no verte fuera la vida, prefiero morir y verte que no verte y estar viva»
. Lo dijo una santa.
Asomó de nuevo al ventanuco, donde Judas empezaba a sentirse inquieto.

— Hazlo llegar a Curro. Toma unos reales.

Judas sonrió con el dinero en la mano.

—Hecho, señorita.

 

Ahí está el billete, plegado sobre la mesita de pino cuarteado por la vejez y la sequedad. Lo leyó varias veces hasta sentirlo dentro como si lo hubiera aprendido de memoria, para luego quemar el papel y de este modo guardar el secreto. Curro mantiene su promesa de bajar en el segundo sábado de mayo, para las fiestas de la Virgen, pero advierte que lo hará antes aún. «Estaré junto a ti en la Semana Santa».

En la carta rememora una vez más su estancia en las montañas. Esto dice: «Mi vida en el monte transcurre como en los partos, con el dolor de tu ausencia».

Rosalía recita sus letras. Sí, ¿qué decía Curro en esa carta enfermiza? Y viene a su mente su imagen como si lo estuviera viendo.

Has de saber que he de esconderme una temporada lejos de la villa, pues hasta aquí veo venir de cerca a la Guardia Civil, aunque se pierden pronto pues los despistamos con facilidad en las sierras y en los altos, nos ocultamos con la ayuda de nuestros amigos los cabreros; aquí conoces a gente inesperada, huidos y perdidos, fugados unos y otros, tenemos efugios suficientes para encontrar guarida en todo momento; aquí vienen también escapantes de las muchedumbres que buscan la soledad, el silencio y los ruidos de las aguas, los pájaros, los cucús, los corzos y los lobos, que alguno hay de estos que se aproximan haciendo sentir escalofríos en la madrugada, y a sus aullidos responden los búhos con el ulular en la noche, y los grillos y las cigarras cuando la primavera se enciende; digo que no soporto por más tiempo tu ausencia y suerte que tuve de escribir estas líneas en el chozo de Candelario, un amable y rudo pastor que vive cual ermitaño, deberías probar un queso fresco que hace la boca agua y que tomamos aquí arriba con sabrosos finos, por eso no temas por mí, que el monte nos da caza y alimentos y pocas riñas. Pero sé que pronto he de bajar, he de buscarte y no puedo seguir soñándote porque más vale estar muerto que no tenerte; y ¿dónde iría si no fuera contigo? ¿Qué sentido tendría mi vida? Me siento fuerte como un oso salvaje, pero tan solitario como las alimañas que corretean entre los zarzales y los jaramagos, huyendo, libres, pero huyendo de los miedos que acechan su libertad, también son perseguidos para ser cazados, y ahora lo comprendo, la vida tiene un coste demasiado alto, no se puede desperdiciar con un simple dejar pasar el tiempo, hay que vivirla con austeridad en busca de cotas más altas, aunque no sea cómodo, pues solo así valoro lo que consigo a muy alto precio, aunque no sea el dinero pues en esto sí sé que llevo las de perder; he de robarlo en los caminos pues aquí no existe y ¿cómo he de bajar y viajar y vivir juntos después si no es con dinero?, sí, me he convertido en un vil bandolero
.

 

Rosalía detuvo un momento la lectura que no era otra cosa que una confesión profunda y amarga.

Releyó la última frase y siguió.
Sí, me he convertido en un vil bandolero, que huye para no morir ajusticiado por una pena que tiene una inexcusable sentencia; sí, yo maté a aquel hombre porque me iba a robar lo que yo más quería y quiero en la tierra, iba a deshonrar a mi Rosalía y el sentío de mi amor en lo más hondo, en el corazón, inevitable, inevitable como los días a los que siempre siguen las noches; así a mi vida le privan dos pasiones, tu amor y tu nombre, y son mi guía en este mundo, y sé que tengo que arriesgarme a morir como sé que he de hacerlo si quiero que tú seas mi mujer, no de otro, y esto es así y que nadie más vuelva a osar cruzar tu puerta
.

 

El carácter de la carta era vehemente, irracional por momentos e irreflexivo, pero Rosalía sentía de veras que lo escrito era verdad. Se poseían el uno al otro y viceversa.

Mi faca está marcada y defiende lo suyo que es lo mío, como aquí marcan las lindes los gatopardos y los linces; sigilosos los ves venir, de frente a ti, con la mirada animal acechante contra aquello que invade sus territorios, como si los gatos salvajes tuvieran humanidad alguna y preguntaran ¿quién es este que invade mi monte y me ahuyenta los patos?

Así los felinos te observan a través de los ojos de la maleza, cual fantasmas que en un descuido saltan desde resortes agitados por el nervio de la caza y atrapan entre sus afiladas garras ya un ánade blanco, ya una liebre parda, un cervatillo o una perdiz, clavan sus colmillos, degüellan y arrastran a sus presas, es su territorio y así yo marcaré el mío desde esta colina, para sentirme seguro; y sin embargo, mi hogar, mi vida está ahí abajo y el corazón no permitirá que pasen siquiera pocos días más sin que yo acuda al pueblo. Espérame en la plaza de la abadía, en los jardines, que pronto estaré contigo, como te dije llegaré antes de las celebraciones de la Pascua. Con todo mi cariño, Curro.

 

Eso decía la carta, sí, como una confesión. No debió escribir aquello que ella trataba de olvidar como si no hubiera ocurrido nada, pero él lo hizo, y creyó sentirse segura y deseada. A partir de ese día, sin saber cuándo vendría, acaso por sorpresa, Rosalía bajó todas las noches y puso como excusa su necesidad de rezo del rosario en las cruces del claustro, se asomaba al patio, con el cuarterón de la puerta abierto de par en par. Esperaba y esperaba, vestida con ligeras telas, de fiesta y con el arcón preparado para huir con él si fuera necesario. Dispuesta a todo. En la negritud del firmamento surge un iluminado cuarto creciente de luna y llegan hoy rumores de las colinas, como si nacieran los primeros brotes de la primavera, crecen las hierbas y cantan los grillos. Rosalía se retira el chal de sus hombros desnudos. Empieza a hacer calor.

—Cuánto agradecería un abanico —dice como si se viera ya fuera de allí, y pensó en lo primero que vino a su mente, en un día de fiesta.

 

 

XV. EL DESEO

A las doce y cuarto baja puntual, tras las campanadas del reloj de la iglesia. Parece que amenaza tormenta. La noche entra en la madrugada morada de la Semana Santa que ya celebran los campesinos, metidos a orar en las casas como ella en el convento. Recluidos a cal y canto, en ayuno de carne y libertad, solo la sangría se venera. Cayeron las campanadas y sonó de nuevo el reloj de la torre, gong, con un sonido seco, gong, partiendo el silencio del cielo encapotado por nubarrones tan oscuros como el cuarto de clausura en el que, súbitamente, se oye un chasquido distinto y se enciende una luz, breve, espiritual; caminando como un alma en pena va el fulgor, ligero, abriéndose paso entre las sombras, ¿no será un ente del más allá?, no, no es más que un simple lucero de candil, apoyado en un bronce dorado, con un asa sobre el que se ve una blanca y deseosa mano; sigue la luz adelante, como si levitara, flotando entre pasos y pasos de una mujer que ya alumbra su cara, parece un ángel, y se acerca pausadamente hacia otra sombra, inerte, inmóvil cual estatua, como esa que duerme el sueño de los justos en medio del patio leonado de la abadía, esa estatua respira anhelante pero no se mueve, se escucha su aliento, su espera ansiosa, y la mujer sigue acercándose, ya se ve su vestido azulado, engolado, como una larga túnica griega que cubre su cuerpo hasta los pies y oculta sus encantos, camina despacio, en silencio, como si estuviera en una propicia procesión, con un solo cofrade; se detiene unos segundos y observa los bultos del patio, un presentimiento y una emoción; sigue adelante con una inseguridad impropia de quien conoce bien las cuatro esquinas de esos patios interiores que tantas veces ha visitado, y la estatua mueve un brazo, vuelve a detenerse, y mueve un pie, da un paso adelante, un susurro y el aire cortan el secreto de los dos seres que allí se encuentran. A cuatro o cinco pasos están el uno del otro, no más, y respiran como si temieran hacerlo demasiado alto. Ella pronuncia entonces un nombre, dicho tantas veces en su cuarto como un rezo que llama a imploración. Él pronuncia otro, como si fuera una palabra sagrada.

—¿Curro?

—¿Rosalía?

 

 

XVI. LA PASIÓN

El hombre está derrotado por el deseo, el ansia y la premura, pues Curro no pensó que pudiera volver a verla, tan cerca, tan próxima, soñada y viva, con sus suaves senos pegados a su pecho, contagiado este por la aridez de los montes, de ella erizados los frutos de sus pezones, como dos capullos de rosa a punto de florecer, exuberantes, pidiendo el roce de unas manos cargadas por la pasión, animosas y pesarosas a la vez por el olvido, con recuerdos que vienen en la distancia indefinida del tiempo que se fue, y de nuevo juntos los labios y los cuerpos cálidos, pegados, arremetiendo el uno contra el otro, ella contra él, deseada, él contra ella, henchido de gozo por volver a poseerla, así tan inocentemente, o quizá no tanto, pues ambos se entregan al amor como si no fueran a verse nunca más, como si fuera la última vez, tan lejos aquella ruptura del virgo, y luego, el pecado, el abandono, los equívocos, la distancia, un te quiero y un te odio, para no volver a entregarse más que a escondidas, como amantes lujuriosos; sin engaños, a diestro y siniestro proclamaron su querer con el riesgo de que lo supieran todos, derramada quedó su sangre en un pacto de besos rojos, mordiendo los labios con descomedimiento, suavemente y luego más fuerte, con dolor, restregando sus ropas, cayendo un corsé negro y luego unas polainas blancas, unas calzas y una blusa azul, una mano acaricia las suaves caderas y otra se hunde en la entrepierna, mientras la vulva se abre como las semillas y la mies en primavera, y el varón, enajenado por el amor, encendido, penetra con su sexo en un vuelco, adoración mutua, sexo y fuego, abrazos eternos en momentos de encuentro y desencuentro que se funden ahora en uno solo.

Curro y Rosalía se unen en el éxtasis del goce, con movimientos convulsos, el uno contra el otro, amándose, queriéndose, poseyéndose, ella a él, él a ella, una y otra vez, ella a él, una y otra vez, él a ella, una y otra vez, ella a él, él a ella, más y más, más y más, que así lo sienten sus sexos, su respiración agitada, sus voces entrecortadas, pronunciando su nombre, el de ella, el de él, un hito carnal llena y sacia sus almas, asciende un suspiro de clímax a sus gargantas y se besan para ocultarlo, hasta que se escapa un grito lento y apagado que devuelve la calma a sus sexos, gozados, apareados, tántricos, excitados, relajándose para volver a acariciarse mutuamente, de manera profunda y acompasada, las nalgas de ella se apoyan sobre la cama desarmada por la pelea amorosa y sus pechos piden más besos, y él se entrega en el fondo de su querer en busca de labios, se derrama el amor y caen las sensaciones, la erección, la ausencia y los secretos todos como si se los hubieran contado a la almohada, inalcanzables parecieron y los reviven una vez más, otra vez más, otra vez más, lo perciben, el pene deslizándose insertado en la húmeda vagina, arriba y abajo, pronuncian sus nombres, Rosalía, Curro, arriba y abajo, más aún, más, Rosalía, Curro, un te quiero y te querré siempre, Rosalía, dice él, el placer, tan breve instante, Curro, dice ella, viene, viene, viene, llegó el tiempo final, el del amor que pasó y se desbordó, y ellos se abrazaron, con el eros aún sobre la piel en una sensación placentera descubierta tras tantos meses sin verse.

Sublimado el rito sexual que comprometió sus cuerpos, se entregaron luego, después de muchos besos, al poder del sueño, no sin fundirse antes en un último abrazo cálido, sentido, carnal.

 

 

XVII. LA NOVENA

Los días de la Virgen han llegado y las mujeres ya rezan la Novena desde el viernes. La Corcoya está cubierta por un cielo gris y turbio, con nubes que barruntan agua, llevaderas o cargadas de tormenta. Curro se despierta azorado por el canto del gallo que recibe con alegría la luz del alba, canta con fuerza ajeno al mal tiempo, pues parece que su kikirikí fuera un tronío de victoria. Los cascos de las caballerías y los carruajes martillean sobre el empedrado otra música matutina en el abrir de la mañana. Empieza a desperezarse el pueblo y se oyen señales de alboroto.

Hoy no hay que levantarse para el trabajo, sino para asistir a las fiestas, con los trajes y los vestidos de gala. Los hombres exhiben fajas nuevas a la cintura y sombrero calañés. Las mujeres muestran pañolas, adornos floreados y ramitos de violetas. Curro sube a su caballo, encapotado con un manteo negro. Como todos los romeros, sale hacia los senderos del monte, entre el trajín de caminantes que vienen y van en estas fechas marcadas por la complacencia. Él la suya lleva consigo tras su reciente encuentro con Rosalía, mas triste camino toma, alejándose otra vez para huir de la Justicia que le acosa.

Los miedos van consigo, ¿qué días le esperan? Ahora solo tiene que aguardar paciente, pues acordó con Rosalía encontrarse pronto y para siempre y solo faltan dos noches antes de su penúltima cita.

Luego, ella viajara a Sevilla con la excusa de la feria, allí llegará también Curro, se verán, regresará a La Corcoya para no levantar más sospechas en los Labourdette y, cuando la confianza sea plena, saldrá del convento. Esos son sus planes.

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