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Authors: MBA System

Rosado Felix (7 page)

BOOK: Rosado Felix
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—Curro —susurra en medio de la madrugada, bajo una llovizna ligera.

Mas Curro, adormilado, cabecea bajo las hojarascas secas caídas de unas palmeras. No le escucha.

—Curro —repite con ansia silenciosa. El cordobés sigue sin oír su llamada. Nicolás coge un palo y lo lanza.

El ligero golpe lo desconcierta y saca el arma.

—¡Curro! —insiste por tercera vez—. ¡Ven, ven!

Ahora sí. Saltó como un gato sin hacer ruido. A los pies de la cerca quedaron ambos, en una frontera entre el cansancio y el ímpetu por disfrutar de un hogar cálido y mágico.

—¡Curro, muchacho, entremos!

Algo despejado de su somnolencia, Curro mira las luces que entresalen por las ventanas blancas.

—¿Que entremos? Nicolás, ¿estás loco?

—Es un sueño, ¡dime que estoy vivo!

—Sí, estás vivo... todavía —dijo Curro, irónico— estás vivo, pero si entras ahí...

—Curro, yo he visto esta casa, la conozco.

Curro Córdoba le miró serio a los ojos y encontró en ellos una alegría inesperada; en su rostro, calado por el agua, deslizándose caen gotas desde la frente arrugada a la cerrada barba, sobre el dorado de una tez ajada por el sufrimiento de la guerra; los dientes se muestran brillantes, con la expresión de una sonrisa lejana a la cordura.

—Entremos, Curro, entremos —insiste el filósofo.

—¡No!, no, yo no... —se niega el cordobés, dejando caer su voz.

—Vamos, ven conmigo, conozcamos a esa gente, mira, ¡allá, en la ventana, una mujer, un ángel...! —dice el filósofo, impetuoso.

 

Asomada a la terraza, como una flor en la guerra. Sale ella, en silueta de mujer, figura grácil cual Venus que se deja entrever en primavera. Luego, más cerca él, distingue ya el fulgor familiar que despiden los quinqués hacia las sombras. Nicolás nunca ha visto nada igual. El vestido blanco de la dama se balancea como una mariposa bajo el pórtico. Ella disfruta del sonido de la noche, del crepitar de la lluvia, y de las músicas de la selva, y del viento chocando contra los juncos. Una voz infantil sale de la casa:

—¡Mamita, tengo hambre!

Hambre, hambre, como estos dos hombres huidizos, amedrentados por la indecisión, pues tanto trabajo les cuesta entrar a pedir un trozo de pan, así sea un duro mendrugo, más con un aspecto que a buen seguro asustará a los nobles inquilinos, más aún de noche y si la aparición es de dos sucios individuos armados, como lo es, ni siquiera cargado su ánimo de bonanza, pues ladrones van a pensar que son o acaso desertores, o algo peor, ¿qué si no pueden ser?

—¡Curro, vamos, son españolas!

—¿Cómo lo sabes?

—Mira, hay una bandera.

Nicolás se alzó por primera vez en muchas horas, con su indumentaria militar rasgada y embarrada.

—¡Vamos! —repitió, esta vez con aplomo.

Curro sintió que el miedo desaparecía. Por su mente corrió un torbellino de pensamientos. Si hay que echarse adelante, adelante vamos, qué se puede perder; si no es la dignidad, que aquí no vale nada, pueden perder también el hambre, si les sirven un plato de comida caliente; pueden perder el sueño, si llegan a dormir mal que mal en una cuadra, entre caballerías, aun en colchones de paja, sería una delicia; pueden perder la cordura, como parece haber ocurrido con Nicolás, pero lo más sugerente es que pueden perder la cobardía, como así ha sido al levantarse con tanta presteza y decisión, pues hay cosas que ayudan a vivir y cosas que la vida enseña si se escucha en conciencia lo que dice, hay momentos decisivos, cruciales, o da un paso adelante o no avanza mucho más el espíritu del alma. Nicolás supo, advertía, que había llegado a su Destino, que su peregrinación le condujo a aquel mundo y que el suelo que pisaba era el que siempre había buscado, entre plantas y flores amarillas y blancas, entre guatas y trigales.

La lluvia dejó de caer a medida que avanzaban hacia la casa, de frente, con la cara alta, limpiándose el pecho con las manos, caminando, los dos tranquilos, animosos, ¿qué más pueden perder?, ¿la vida?, ¿pues no se la están jugando desde que arribaron a Cuba? Esa mansión era parte de Nicolás, eso creía él. Curro aprendía rápido, aunque tantos impulsos y atrevimientos eran riesgosos, cómo no.

—Señora, señora, ¡buenas noches! —saludó.

La mujer se asustó por lo inesperado de la entrada de dos hombres extraños. La niña que salía en ese momento a la puerta anaranjada se abrazó de inmediato a las faldas de su madre.

—Señora, ¡no tema nada! —se apresuró Nicolás.

—¿Qué quieren? —dijo, recuperada de la impresión y con voz dominante, segura de sí.

—Nos hemos perdido.

Esperó, aún serena, hasta que los intrusos llegaron a su vera. Enseguida vio que eran soldados o eso parecía. Una voz de una señora mayor se oyó en ese momento, proveniente del interior del caserío colonial.

—Lucía, ¿qué sucede?

—¿Qué quieren? —repitió Lucía, desconfiada.

—No teman —insistió Curro, adelantándose—, solo hemos encontrado la casa y nos preguntamos si sería posible comer algo caliente, no podemos pagar nada pero...

—Esto no es una fonda.

La anciana salió también.

—¿Quiénes son ustedes? —dijo con voz dulce y, sin embargo, grave.

—Me llamo Nicolás; él, Curro; somos soldados, de España —respondió el filósofo.

—¿Realistas, republicanos, cantonalistas? —preguntó con cierta precaución.

—Sí, sí —dijo Curro dubitativo.

—Realistas —apuntó
ipso facto
Nicolás para terminar con las dudas.

—¡Ah!, ¡mi marido, que en paz descanse, era militar!, ¡si él viviera, estos independentistas no darían tanta guerra! —dijo con coraje.

—Sí, señora —dijo Nicolás, que tomó la iniciativa.

—Pasen, pasen... —añadió la viejita.

—¡Pero madre...! —contestó Lucía contra la invitación.

—¡Hija, hija!, ¡míralos!, ¿tú crees que tienen pinta de ladrones? Los conozco bien, muy bien, esos jóvenes son buenos muchachos.

—Muchas gracias, señoras —dijo Nicolás.

—Gracias, gracias —respondió también Curro.

—No te asustes Margarita —dijo la abuela a su nieta, una chiquilla de apenas ocho años, pupilas negras, trenzas y rizos de azabache cabello, linda como las flores, a imagen de su joven madre, Lucía, que tornó ahora su dureza por una mirada tan dulce como sus ojos color de miel. Mientras, los dos soldados subían las escaleras con gesto austero y tímido, como si las tres mujeres hubieran echado por tierra su valentía, u osadía quizá, momentos antes, por el simple hecho de que no hubiera hombres en la hacienda.

Nicolás quedó prendado del recibimiento, pero no tanto como de la mujer. Más sorprendidos aún se mostraron al entrar en el hogar, palabra olvidada por ellos; penetraron en un salón decorado en maderas preciosas, muebles de ornamentación brillante y fina, embellecidos aquí y acullá por taraceados de nácar y caobas, una estancia vestida con una artesanal y luminosa
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y un ambiente de confort demasiado digno para dos huéspedes sórdidos, castigados por la naturaleza hostil y el Ejército; así, paralizados sin saber cómo comportarse, salieron del atontamiento cuando la anciana señora les devolvió una vez más la confianza.

—Siéntense, siéntense —dio dos palmadas y apareció una criada con una cofia y mandiles blancos. Todo era blanco, como si fuera un paraíso perdido.

En una de las paredes colgaba un cuadro de grandes dimensiones. Regía el salón, altivo, un militar de mirada recia, uniforme ostentoso, sable en mano y compostura soberbia, sobre un caballo enjaezado, con las patas bailando; un pura sangre andaluz, se dijo Curro, entusiasmado por el animal.

—Mi marido —dijo la señora, al tiempo que la dama asentía con un «mi padre».

Curro y Nicolás se miraron perplejos, hablando con la vista: ¿dónde hemos entrado?

 

 

X. TIERRA QUEMADA

Octubre de mil ochocientos setenta y cuatro. Entre los caseríos de El Molino y el Fuerte Principal. Quizá fuera mejor emprender el camino de regreso por el mismo sitio, pero las fincas incendiadas son un desierto calcinado, primero fueron quemadas por los españoles y después por los cantonalistas, para acabar todo en una nada, ni forestales ni campos de cultivo, la tierra ha sido arrasada y seca está como el carbón, solo escarbando algunas raíces se comen. Diríase que Dios ha abandonado esta isla, ¡qué crueldad hay en la guerra! Curro deja atrás a Nicolás, fusilado, junto a las mujeres y la niña, y resuelve no volver sobre sus pasos sino continuar su misión de meses en busca de ayuda, como mensajero vagabundo. De frente, le espera, pues, otro camino desconocido. Mientras, sus compañeros permanecen sitiados. Todos luchan por sobrevivir a la muerte.

 

—¡Tú! ¡Danos lo que tengas! —dice el alto oficial de un batallón español a un pobre campesino.

—Si no tengo nada —contesta el desharrapado.

—¡Quintad a este hombre! —ordena, colérico.

—Señor, ¡piedad!, ¡es cierto lo que digo!, ¡no hay nada! —ruega en la puerta de su destartalada casa.

Otro oficial interviene.

—Pues es cierto, no queda nada, ni hortalizas, ni frutas, ni animales, sino al otro lado del monte, ¡quizá! —dijo—. No le hagan nada, que bastante tiene con su pobreza —añadió, tajante.

Y el campesino se salvó.

—Pregúntale si conoce algún estrecho para salir de este valle

—Sí, lo hay. Pero al otro lado acechan los cubanos. Y al otro, y al otro. Están rodeados. —Eso dijo, mas se quedó en su vieja choza, aguardando a que terminara la guerra. “¡Esta es mi tierra!”, dijo. Y luego sentenció: “Aquí me quedaré, aunque muera”.

Los soldados se encierran igual que él, aunque entre las paredes del fuerte.

—Debemos aguantar y esperar, como ese hombre de ahí fuera —dice uno.

—¿Esperar a qué?

—A Curro y al filósofo; si cruzaron el frente, el Estado Mayor estará sobreaviso.

—Hace meses que salieron.

—La esperanza es lo último que se pierde.

—Vamos a morir de hambre. No queda nada que no esté podrido.

—No será por mí —dijo el que llaman Almería—. ¿Quién viene conmigo esta noche? —añadió, valiente.

—¿Quién viene dónde? —preguntó el seminarista.

— A cruzar las líneas enemigas.

—¿Y en qué te encabalgas? ¿En un mulo flaco y viejo?

—¿El mulo? —sonrió—. Dejadlo ahí... que nos lo comeremos.

Los soldados están caídos por los suelos, hundidos y sin demasiada moral. Vejados.

—Nos han vencido —dijo otro.

—Pues a mí no me vence el hambre; si hay que salir, se sale —insistió Almería.

El soldado partió sin decir ninguna palabra más alta que otra. El sargento asintió con la cabeza, convencido de que en esa situación no había causa ninguna para dar una orden contraria. ¿Qué podía hacer? Dejarle marchar.

—Te esperaremos.

—No lo dudo.

Almería saltó la valla y se agazapó en los primeros matorrales. Un segundo hombre se alzó.

—¿Dónde vas, seminarista? —dijo el oficial.

—Voy con Almería. Yendo dos hay más posibilidades de que uno regrese —indicó.

—Pero, seminarista, ¿tú vas a robar gallinas?

—¿Robar gallinas? ¿Qué hacemos si no aquí? ¿Qué remedio nos queda para sobrevivir?

—Cierto, sargento —dijo un compañero.

—Esto es una guerra.

—En una guerra, lamentablemente, tú lo has dicho, no hay buenos ni malos —dijo el seminarista.

—¡Todos somos malos! Ja, ja, ja... —rió el Perla.

—¡No tenemos donde elegir! —negó con la cabeza el cabo primero.

—Bueno, muchachos, ¡basta de cháchara!, tengo que ir detrás de Almería o le perderé de vista pronto.

El seminarista saltó también la pared y partió. Mientras, todos le observaron bajo su parapeto, fijando el camino desde las esquinas de las ventanas, semiderruidas y desgastadas por balas que desprendían esquirlas o cañonazos que estallaban contra los muros. El seminarista corrió tras los pasos de Almería y se unieron a pocos metros de la primera trinchera abandonada. Luego se arrastraron sobre la tierra negra levantada como si hubieran dejado su huella azadones y arados invisibles, pero no eran sino socavones de carros pesados y grietas abiertas por dinamita y pólvora, cuando no trincheras malolientes. Ni semillas ni yerbas. Tierra baldía.

—¿Y ahora?

—Ahora... ¿Vamos allá?

—Vamos.

Almería y el seminarista corrieron como dos gacelas entre fuegos de artificio a media noche. Eran iluminarias y balaceras. Los cubanos atacaban y se replegaban con velocidad inusitada y los españoles resistían en su fortaleza los envites, si bien cada vez menos, y la presión cubana, avivada, vaya que sí, por sus ataques circulares y el cañoneo constante de la artillería. En medio de los dos fuegos se encontraron los dos corredores, voluntariosos y sin más afán en el ánimo que robar unas gallinas o lo que se terciara.

 

Los dos hombres se acercan a las primeras líneas de los sublevados, arrastrándose y reptando como si el suelo fuera suyo más que de las serpientes. Los cubanos hacían música de batucadas y los vigilantes, poco o nada expectantes ante una visita enemiga, confiaban demasiado en su vigilia, ningún español en su sano juicio llegaría hasta allí. Lo hicieron dos, el sigiloso almeriense y el no menos astuto seminarista. En silencio, un miliciano fumaba con una pierna apoyada sobre el morro de un cañón, a cierta distancia del campamento principal. Una carpa de estrellas brilla en el firmamento y allá abajo, en las tiendas, se escuchan risas, los guerrilleros bailan y guisan calderetas en los muchos fuegos encendidos. Cientos de antorchas iluminan el monte en el que se dispersa el destacamento.

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