Rosado Felix (19 page)

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Authors: MBA System

BOOK: Rosado Felix
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Rosalía bajará de noche, en el que llaman el día grande de la feria, para rezar a la Virgen. Allí permanecerán los dos, ocultos por las sombras, en la oración acordarán su partida, el viaje y los enlaces.

 

Ya sale Rosalía por la puerta del convento, pálida como todas las hermanas que le acompañan, aunque sin el mismo atuendo religioso, vestida con sencillez. El grupo anda despacio con la madre superiora en primer lugar, con el escapulario al cuello, bisbiseando sus rezos. La comitiva baja por las calles del pueblo ante el asombro de todos los años, pues solo en este día está permitido su alejamiento de la clausura. Los hombres miran a Rosalía, que camina con gesto amable, con una sonrisa velada que transmite una inusitada satisfacción. Junto a ella va Sor Soledad, la heredera de leyenda de las tres viudas, más linda que ninguna, con su manto blanco de novicia, con gesto inocente y puro, aun en su breve estado de monjío, que nadie puede creer que fuera tan bella. Escarlatas son sus labios en su lozana tez. Las dos mujeres atrapan las miradas de los varones que no dan crédito a encontrar tanto encanto en una y otra, entre las hermanas mayores brillan como dos damiselas, de colores de ojos deslumbrantes a la luz de las velas y los cirios.

—Es Rosalía.

—Y la niña de las viudas.

—¿Has visto alguna vez tanta hermosura junta?

—¡Y encerrada en un convento!

—Dos esmeraldas, sus ojos.

—Dos diamantes, digo yo.

Los del pueblo las conocen, no así los forasteros, pero unos y otros no dan crédito a su mirada ante una procesión de monjas que marcha distraída y ensimismada. Avanzan lentamente, como si no hubiera nadie en su entorno, todas llevan sus rosarios de madera en las manos y una pequeña cruz, siguen su camino en armonía hasta la puerta de la ermita. Entonces se detienen. Allí está el cura, esperando. Pasados los primeros momentos de desconcierto y asombro, la gente empieza a dejar su curiosidad a un lado y se aleja pronto de ellas.

—Pues monjas son.

—Casadas con Dios.

—Eso, ¡de ningún hombre!

—Lástima.

—Olvidémoslas y vamos a los bailes, que allí están las mozas.

Y así se desperdigaron pronto por la pradera los muchachos en edad de casamiento y los que no lo eran tanto.

Era la primera vez que salía del convento en mucho tiempo. La relación que mantiene con Curro es un misterio para todos y nadie podría imaginar que se hubieran visto siquiera, y menos haciendo el amor en una celda, con un alto riesgo para ella y más para el bandolero. Entraron ya en la ermita y ella se fue directamente al último confesionario, donde le esperaba alguien.

—Don Pascual.

—Hija mía, Ave María Purísima…

—Quiero confesarme.

—Para eso estamos aquí.

—Don Pascual —dijo, si bien algo nerviosa—. Esta noche bajará Curro a la ermita, si no está ya aquí. Y tengo que verle.

El cura don Pascual, el que fuera su tutor y amigo, cariñoso con su predilecta ahijada en el bautismo, no pudo por menos que asombrarse y a punto estuvo de lanzar una fuerte exclamación, pero se contuvo y habló bajo, muy bajo, como se hace en la confesión.

—¿Cómo, cómo? ¡Rosalía! ¡Pero qué me estás diciendo! ¿Aún sigues con ese hombre?

—Sí, padre, sí. Le amo, le amo con todo mi corazón.

—Pero, Rosalía. Él es un perseguido por la Justicia, un bandolero, un, un, un... un asesino... ¿cómo es posible?

—Padre, por favor, ayúdeme —gimió ella, y una lágrima descendió por su rostro angelical ante un emocionado párroco.

—¿Y cómo te puedo ayudar?

—Padre, lo que le diga es secreto de confesión, ¿no es cierto?

—Sí, sí lo es. Cuanto me digas es secreto de confesión.

—Déjeme que le explique. Curro vendrá a la ermita, porque yo confío en usted, y así se lo hice ver a él, que nos dejaría vernos aquí, esta noche.

—¿Aquí, en la ermita? ¿Esta noche?

—Sí, padre, sí, por favor —dijo, y le miró con un desconsuelo que solo podía incitar a la compasión.

Don Pascual se acarició la barbilla, respiró hondo, se atusó el pelo hacia atrás, volvió a respirar y suspirar y miró a su ahijada sin saber qué decir, ni qué hacer.

—¿Qué?, ¿qué es lo que saben tus padres, vamos, tus tíos abuelos de todo esto?

—Nada —respondió secamente.

—¿Nada?

—Si supieran algo, si sospecharan lo más mínimo, sería mi perdición y la de Curro. Ellos quieren que yo permanezca en el convento por toda esta causa. Y yo no puedo, no puedo seguir así —gimió de nuevo para tratar de ablandar un poco más al señor cura.

—Bueno, veremos, ¿qué quieres que haga?

—Solo que deje entrar a Curro por la puerta de atrás y que le haga venir a este confesionario, cuando vuelva a sonar el reloj, sobre la medianoche, él entrará. Nada más. Luego, yo le estaré muy agradecida padre. Que nadie sepa nada. Yo estaré rezando toda la noche. También lo haré por usted.

—¡Rosalía, alabado sea el Señor!, ¡qué Dios os ayude!, pero si bien te reconfortas y te aprovechas de mi bondad para mantener ese encuentro secreto, también te advierto que Curro y la Justicia pueden encontrarse, tarde o temprano se encontrarán y sufrirás un desengaño, porque él cometió un crimen,
ab alio species alteri quod feceris
, hija, eso significa que hay que esperar de otro lo que a otro hayas hecho, y la Justicia no se detiene, tendrá que obrar en consecuencia, aunque yo no diga nada, aunque yo no denuncie nada, pues yo solo os puedo perdonar, y así lo hago, te ayudaré hoy,
ego te absolvo, in nomine pater, filio et spiritu sancto, amen
. Reza, hija, reza.

—Gracias, padre, gracias —dijo ella a través de la rejilla, con los ojos empañados.

—A Dios gracias —dijo el cura. Se levantó y se dirigió al pórtico trasero para abrirlo.

 

Curro lleva dos días errando por los alrededores, entre carretas y tiendas de cómicos y vendedores ambulantes. Riendo con unos y con otros, como si fuera de los suyos, pero sin acercarse demasiado a La Corcoya. Al llegar la noche, como acordó con Rosalía, bajó también a la ermita.

 

 

XVIII. LA SUBASTA

Curro entró en la ermita. Llegó puntual a la hora del Ángelus de la medianoche. Sor Soledad se hallaba reclinada junto a Rosalía. Esta se levantó al oír las campanadas de las doce.

Desde el crucero, volvió con cierto nerviosismo a la parte ulterior del templo. Con las manos en palmas, las monjas de la congregación podrían estar velando los iconos durante toda la madrugada, pues es la única del año en que verían la luz del sol fuera de su abadía, así que ella, aprovechando esta circunstancia, no tenía que justificar ningún movimiento y todos sus pasos se interpretaban como momentos de oración, aquí y allá, ya fuese junto a las imágenes procesionales, en el altar, ya a la vera de los confesionarios, o recorriendo el reluciente santuario de punta a punta por los tres pórticos, siguiendo los catorce pasos del rosario, las catorce estaciones del sufrido camino de Cristo, esbozado en los lienzos que cuelgan, religiosamente, entre las columnas dóricas semiadosadas a las paredes interiores de la ermita de Santa María. Meditación y silencios.

En la explanada se acumulaban los romeros, hasta que inesperadamente empezó a llover después de tronar el cielo. Las nubes llegaron de los altos con su carga y cumplieron con el principio de las cabañuelas. Días antes lo avisó tío Benigno, el hombre del tiempo del pueblo, un ovejero que leía los cielos y los vientos. Lloverá el día de la Virgen, dijo. Y así fue. Mucha gente que se hallaba en los alrededores fue entrando poco a poco en el templo, hasta llenarse, hecho que aprovechó el señor cura para preparar la subasta de banzos y coronas antes de lo previsto. No importaba la hora.

—¡A la subasta, parroquianos, atiendan, vamos a hacer la subasta! —anunció.

Y los monaguillos se colaron entre el bullicio para hacer lo propio, haciéndose oír cantando como señal de que la sagrada subasta iba a iniciarse, de modo que los feligreses pudieran ir haciéndose a la idea y, más que nada, desatando la cuerdecilla de sus monederos. La procesión sería al amanecer.

—¡Veamos cuánto recaudamos este año! —comentó don Pascual.

El sacristán preparaba la canastilla para ir recogiendo los dineros de los que se ganaran el derecho de ser bendecidos en cada paso, previo pago de las bulas de alquiler. Luego no podían ser otros que los más ricos, y aún más, ya que solían contratar a varios costaleros que se encargarían de portar a hombros los pesados mármoles de la Virgen y el Cristo, que iba siempre detrás, al contrario que en las procesiones de otros pueblos, pero aquí la tradición colocaba primero a la Señora y después al Hijo.

Curro entró convencido de que esa noche no corría ningún peligro, pues, como si fuera Barrabás, durante esta celebración religiosa creyó que tendrían a bien que se perdonase su presencia, ¡valga que sea por un día!, incluso los guardias civiles se desprendían de su firmeza en la custodia, remoloneando, sabiendo que algún reo habría de ser liberado por la justicia divina. Ladronzuelos y adúlteros lograban el perdón, pero no los criminales con delitos de sangre, como era el caso de Curro. Aunque en esas horas un halo sacro vigilara por todos los fieles, surgían rencillas e incluso peleas, únicamente por cuestiones de fervor y fe como era jactarse de llevar como nadie los banzos de la Virgen; abandonaban sus intereses y penas terrenales pagando un precio, cuando menos meritorio, para lograr las absoluciones. Así lo entendían y así lo manejaba también el señor cura, que de sobra sabía quién pecaba, cuándo y dónde. Y entre el gentío debía deambular ya el buscado Curro, el querido de Rosalía. Y no lo podía denunciar porque era secreto de confesión y porque sus simpatías guardaba con el bandolero. Los velos, la corona, el estandarte y los banzos salen a la exposición pública. Subastas a cambio de milagros y ofrecimientos. Aunque quisiera probar su valía, los más pobres debían de conformarse con poner una o dos velas en el altar a los santos difuntos o por la dicha de seguir otro año entre los vivos, sin males, daños ni enfermedades, por las bonanzas de las cosechas y las crianzas de los ganados. Peticiones de todo el pueblo y la comarca que tanta devoción tienen hacia la Santísima Virgen. La fiesta chica, como dicen ellos, empezaba por el ritual sabático religioso y concluía con una subasta pagana de incómoda discusión, esto era que los mozos ofrecían monedas a cambio de la concesión de un baile de una mujer, que aceptaría o no la ofrenda a la Virgen si el pretendiente fuese o no de su agrado. Cuando el ofrecimiento era alto, entonces era difícil negarse, aunque el apostante fuera feo o ladino, pues el pueblo reclamaba el sí y forzaba el baile por una sencilla razón: el fondo recaudado era para la Señora, o sea, para la parroquia, que protegía la villa con sus intercesiones. Llegado este punto, la hora de la subasta y del pulso por conseguir cada uno lo suyo, siempre con los cuartos por delante, el momento culmen y el más esperado recaía como era de esperar en la última parte, en los bailes. Las damas no pujaban nunca.
Empezó la noche con la subasta de los dos velos de terciopelo y almendras de piedras preciosas, uno se portaba sobre las manos abiertas y el otro se recogía con pulcritud por detrás de la Virgen, durante la procesión nocturna, para que no fuera arrastrada la lujosa tela por el suelo.

—Una peseta, por el velo de las manos.

—Peseta y media.

—Dos pesetas.

—Dos pesetas y media.

—Tres pesetas.

Silencio. Tres pesetas para la Señora. El sacristán bajaba entre la multitud y recogía las monedas.

Empieza bien este año.

—Ánimo, caballeros, ánimo —decía el recaudador.

Rosalía seguía la subasta desde el fondo, con interés inusitado, como todos los vecinos, pues parecía un espectáculo teatral animado por la participación decisiva del público en la obra. Nadie prestaba atención a otra cosa que al señor cura, a los subasteros, el recaudador y a los ricos de la puja, pues ya hemos dicho que los pobres se conformaban con mirar.

El segundo velo, el más preciado.

—Tres pesetas.

—Tres pesetas y media.

—Cuatro pesetas.

—Cuatro pesetas y media.

Silencio. El gentío callado.

—¿Nadie va a dar un duro? —preguntó uno.

—Eso, eso, ¡un duro, un duro! —gritó otro.

Nadie parecía querer dar los veinte reales, entre la decepción de todos y, más que nadie, del sacristán. No hubo más puja y bajó con su canastilla a recoger las cuatro pesetas y media.

Llegó el momento de los banzos.

—Vamos a subastar los banzos —dijo el señor cura—. Primero los dos de atrás —comentó. Eran por los que menos se pagaba.

—Dos reales por el larguero izquierdo.

—¿Solo dos reales? —se quejó el sacristán.

—Tres reales.

—Cuatro reales.

—Cinco reales.

La cosa se animaba y había expectación. Pero no pasó de ahí.

—Vayamos con el larguero derecho de atrás —dijo el cura.

—Dos reales —pujó uno. Igual que el anterior.

—¿Solo dos reales? —repitió de nuevo el sacristán.

—Tres reales.

—Cuatro reales.

Silencio. Silencio. Nadie daba más monedas. Quizá esperando los banzos delanteros y, especialmente, la corona, que también levantaba ánimo y misteriosos silencios entre puja y puja. El cura miró en redondo buscando los cinco reales.

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