—¿Para qué quieres moverte? —dijeron los otros juguetes—. Nosotros no queremos. Es más cómodo estarse quieto, sin pensar en nada. Cuanto más reposes, tanto más vivirás. Así, pues, ¡cierra la boca! Mientras hablas no podemos dormir y a algunos de nosotros nos esperan tiempos duros en familias con niños salvajes.
Los otros juguetes ya no dijeron nada más, con lo que el pobre Rover no tenía absolutamente a nadie con quien hablar, y se sintió muy desgraciado y lamentó mucho haber mordido al brujo en los pantalones.
No puedo decir si fue o no fue el brujo quien envió a la madre a sacar de la tienda al perrito. En cualquier caso, justamente cuando Rover se sentía más desgraciado, ella entró en la tienda con la cesta de la compra. Había visto a Rover en el escaparate, y pensó que sería un perrito muy lindo para su hijito. Tenía tres hijos
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, y a uno le gustaban de manera especial los perros pequeños, sobre todo los blancos y negros. Así pues, compró a Rover, y éste fue envuelto en papel
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y puesto en la cesta entre las cosas que había ido comprando para el té.
Pronto Rover consiguió sacar la cabeza del papel. Olía a bizcocho. Pero comprobó que no podía salir; y desde allí abajo, entre las bolsas de papel, lanzó un gruñido de juguete pequeño. Sólo los camarones lo oyeron, y le preguntaron qué ocurría. Él lo explicó todo, y esperaba que le compadecieran, pero sólo dijeron:
—¿Cómo puede gustarte que te hiervan? ¿Te han hervido alguna vez?
—¡No! Nunca me han hervido, que yo recuerde —dijo Rover—, aunque a veces me han bañado, y no es precisamente agradable. Pero espero que hervir no sea ni de lejos tan malo como estar embrujado.
—Entonces con toda seguridad que nunca te han hervido — contestaron—. No sabes nada de eso. Es con mucho lo peor que le puede ocurrir a cualquiera; nosotros sólo de pensarlo nos ponemos rojos de ira.
Como a Rover no le gustaban los camarones dijo:
—No importa, a vosotros os comerán pronto, y yo me quedaré tan tranquilo, mirando.
Después de esto, los camarones ya no tuvieron nada más que decirle y dejaron que se echara y se preguntara qué clase de gente lo había comprado.
Pronto lo averiguó. Le llevaron a una casa y dejaron la cesta encima de una mesa, y sacaron de ella todos los paquetes. A los camarones los llevaron a la despensa, pero Rover fue entregado inmediatamente al niño para el que lo habían comprado, y el niño lo llevó a su habitación y se puso a hablarle.
A Rover le habría gustado el niño, si no hubiera estado demasiado enfadado para escuchar lo que le decía. El niño le ladraba en el mejor lenguaje canino
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que podía imitar (y lo hacía bastante bien), pero Rover ni siquiera intentaba contestar. Se pasaba todo el tiempo pensando que había dicho que se escaparía de la primera persona que lo comprara, y ahora se preguntaba cómo iba a hacerlo; y durante todo el tiempo tenía que estar quieto y hacer como si suplicase, mientras el niño le daba golpecitos y lo empujaba de acá para allá, sobre la mesa y en el suelo.
Finalmente llegó la noche, y el niño se fue a la cama; y a Rover lo puso en una silla junto a la cabecera
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, todavía suplicando hasta que oscureció. La persiana estaba bajada; pero fuera la luna emergió del mar
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y tendió sobre las aguas la senda de plata por la que se llega a los lugares del borde del mundo y más allá, para aquellos que pueden caminar por ella. El padre y la madre y los tres niños pequeños vivían cerca del mar en una casa blanca que miraba por encima de las olas a ninguna parte.
Cuando los niños estaban dormidos, Rover estiró las patas fatigadas, tiesas, y emitió un pequeño ladrido que nadie oyó, excepto una vieja y perversa araña en lo alto de un rincón. Luego saltó de la silla a la cama y de la cama a la alfombra, y en seguida salió corriendo de la habitación, bajó las escaleras y recorrió toda la casa.
Aunque le agradaba mucho poder moverse de nuevo, y había sido de noche tan real y apropiadamente vivo, que podía saltar y correr mucho mejor que la mayoría de los juguetes, comprobó que le resultaba muy difícil y peligroso ir de un lado a otro. Ahora era tan pequeño que bajar escaleras era casi como saltar paredes; y subir escaleras era por cierto muy fatigoso y complicado. Y no servía para nada. Naturalmente encontró todas las puertas cerradas con llave; y no había ni una rendija ni un agujero por el que poder escabullirse. Así que aquella noche el pobre Rover no pudo escapar corriendo, y la mañana encontró un perrito muy cansado; estaba sentado en la silla donde lo habían dejado y hacía ver que suplicaba.
Los dos niños mayores acostumbraban a levantarse, cuando hacía buen tiempo, y correr por el arenal antes del desayuno. Aquella mañana, cuando se despertaron y levantaron la persiana, vieron que el sol salía del mar, todo él rojo encendido, con nubes en torno a su cabeza, como si hubiera tomado un baño frío y tratara de secarse con varias toallas. Pronto estuvieron en pie y vestidos; y una vez fuera, bajaron por el acantilado y se encaminaron a la costa para dar un paseo, y Rover con ellos.
En el mismo momento en que el niño Dos
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(a quien pertenecía Rover) saltó de la cama, vio a Rover en la cómoda donde lo había puesto mientras se vestía.
—¡Está suplicando que lo saque! —dijo el niño, y se lo metió en el bolsillo del pantalón.
Pero Rover no suplicaba que lo sacaran, y mucho menos en un bolsillo de pantalón. Quería descansar y prepararse nuevamente para la noche, pues pensaba que esta vez podría encontrar una salida y escapar, y caminar más y más, hasta llegar de regreso a su casa y a su jardín y a su pelota amarilla en el césped. Tenía la vaga idea de que si conseguía volver hasta el césped, todo se arreglaría: se rompería el encantamiento, o despertaría y descubriría que todo había sido un sueño. Así, cuando los niños bajaban por el sendero del acantilado y galopaban por el arenal, Rover intentó ladrar y luchar y revolverse en el bolsillo. Lo intentó, pero apenas pudo moverse, a pesar de que estaba escondido y nadie podía verlo. Aun así, hizo lo que pudo, y la suerte lo ayudó. En el bolsillo había un pañuelo muy arrugado y revuelto, de modo que Rover no estaba completamente abajo, y con sus esfuerzos y el galopar de su amo no tardó en sacar la nariz y husmear un poco alrededor.
Esta vez también quedó muy sorprendido ante lo que vio y olió. Hasta entonces nunca había visto ni olido nada semejante. La aldea donde había nacido estaba a kilómetros y kilómetros del ruido y el olor del mar.
De repente, cuando estaba asomándose, un pájaro enorme, todo él blanco y gris, pasó rozando las cabezas de los niños y haciendo un ruido como de un gran gato con alas. Rover se asustó tanto que cayó del bolsillo a la arena blanda, y nadie lo oyó. El gran pájaro se elevó y se alejó, sin oír en ningún momento los débiles ladridos de Rover, y los niños siguieron correteando por el arenal y no pensaron para nada en él.
Al principio, Rover se puso muy contento.
—¡Me he escapado! ¡Me he escapado! —ladraba, ladridos de un juguete que sólo otros juguetes habrían podido oír, y allí no había ninguno que lo escuchase. Después giró sobre sí mismo y se echó en la arena limpia y seca, aún fría por haber estado tendida toda la noche bajo las estrellas.
Pero cuando los niños emprendieron el camino de regreso, y en ningún momento pensaron en él, y él se quedó completamente solo en la playa vacía, ya no se sintió tan contento. La playa estaba desierta, sólo había gaviotas. Aparte de las marcas de sus patas en la arena, las únicas huellas que se podían ver eran las pisadas de los niños. Aquella mañana habían ido a pasear a una parte muy solitaria de la playa que rara vez visitaban. Ciertamente no era común que alguien fuera allí, pues, aunque la arena era limpia y dorada, y los guijarros eran blancos, y el mar azul con espuma plateada en una pequeña ensenada debajo de los acantilados grises, flotaba allí una extraña sensación, excepto por la mañana temprano cuando el sol era aún joven. La gente decía que allí ocurrían cosas singulares, a veces incluso por la tarde; y al llegar la noche, el lugar se llenaba de tritones y sirenas, sin hablar de los duendes marinos, más pequeños, que cabalgaban en unos diminutos caballitos de mar con bridas de algas verdes hasta los acantilados y los dejaban en la espuma, en el límite de las aguas.
Ahora estaba claro el motivo de todo el misterio: en aquella ensenada vivía el más viejo de todos los hechiceros de la arena,
Psamatistas
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como los llamaban la gente de mar en su lengua acuosa. El nombre de éste era Psámatos Psamátides
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, al menos eso decía él, y a cada momento organizaba un gran alboroto a propósito de la pronunciación correcta. Pero era viejo y sabio, y acudían a verlo toda suerte de gentes extrañas, pues era un mago excelente, y muy respetuoso (con quien lo merecía) en los tratos, aunque un poco rudo en apariencia. La gente acostumbraba a reír sus chistes durante semanas, después de alguna reunión de medianoche. Pero durante el día no era fácil dar con él. Le gustaba permanecer enterrado en la arena caliente, cuando brillaba el sol, de modo que lo único que sobresalía de él era la punta de una de sus largas orejas
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; y cuando éstas asomaban, la mayoría de la gente, como tú y yo, las tomaba por pequeños palitos.
Es posible que el viejo Psámatos lo supiera todo acerca de Rover. Ciertamente conocía al viejo brujo que lo había encantado, pues los magos y los brujos son pocos y aunque viven alejados unos de otros se conocen todos muy bien y además no dejan de estar atentos a los tejemanejes de los demás, de modo que no siempre son los mejores amigos en la vida privada. En cualquier caso, allí estaba Rover, tendido en la blanda arena, y empezaba a sentirse muy solo y un poco intranquilo, y allí estaba Psámatos, aunque Rover no lo veía, mirándolo desde un montón de arena que las sirenas habían preparado para él la noche anterior.
Pero el hechicero no decía nada. Y Rover no decía nada. Y pasó la hora del desayuno, y el sol llegó a lo alto y empezó a calentar. Rover miró el mar, que resonaba con una sensación de frío, y un miedo horrible se apoderó de él. Al principio pensó que le había entrado arena en los ojos, pero pronto vio que no cabía error: el mar se acercaba más y más, y devoraba más y más arena; y las olas estaban haciéndose más grandes y más espumosas cada vez.
Estaba subiendo la marea, y Rover seguía tendido justamente debajo de la marca de pleamar, pero él no sabía nada de eso. Al mirar, se sintió más y más horrorizado e imaginó que las olas subían hasta los acantilados y lo arrastraban hasta el mar cubierto de espuma (mucho peor que cualquier bañera jabonosa), mientras él seguía suplicando tristemente.
Eso es por cierto lo que pudo haberle ocurrido, pero no le ocurrió. Me atrevo a decir que Psámatos tuvo algo que ver; en cualquier caso, imagino que el hechizo del brujo no era tan poderoso en aquella misteriosa ensenada, pues estaba muy cerca de la residencia de otro mago. En verdad, cuando las aguas habían llegado muy cerca y Rover estaba a punto de reventar de miedo, mientras pugnaba por alejarse un poco más de la playa girando sobre sí mismo, descubrió de repente que podía moverse.
No había cambiado de tamaño, pero ya no era un juguete. Podía moverse ágil y correctamente con todas sus patas, a pesar de que todavía era de día. Ya no necesitaba seguir suplicando, y podía correr por donde la arena era más dura; y podía ladrar, no ladridos de juguete sino ladridos auténticos, agudos, de un perrito de cuento de hadas en consonancia con su tamaño. Estaba tan complacido, y ladraba tan fuerte, que si hubierais estado allí, lo habríais oído, nítido y distante, como el eco de un perro de pastor que llega con el viento de las colinas.
Y entonces, el hechicero sacó de repente su cabeza de la arena. Ciertamente era feo, y más o menos del tamaño de un perro grande; pero a Rover empequeñecido por el encantamiento, le pareció horrible y monstruoso, así que se sentó y dejó de ladrar.
—¿Por qué haces tanto ruido, perrito? —dijo Psámatos Psamátides—. ¡Es mi hora de dormir!
De hecho, para él todas las horas eran horas de dormir, a menos que hubiera algo que lo divirtiera, como un baile de sirenas en la ensenada (invitadas por él). En ese caso, salía de la arena y se sentaba en una roca para ver el espectáculo. Las sirenas podían ser muy graciosas en el agua, pero cuando intentaban bailar sobre sus colas a orillas del mar, Psámatos pensaba que resultaban cómicas.
—¡Es mi hora de dormir! —dijo de nuevo Psámatos, cuando Rover no contestó.
Rover siguió sin decir nada, y sólo meneó el rabo pidiendo disculpas.
—¿Sabes quién soy yo? —preguntó el mago—. Yo soy Psámatos Psamátides, ¡jefe de todos los Psamatistas! —Lo dijo varias veces muy orgullosamente, y con cada
P
lanzaba una nube de arena por la nariz.
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Rover estaba allí, casi enterrado en la arena, mirando tan asustado y tan triste que el hechicero lo compadeció. De repente dejó de mirarle con fiereza y se echó a reír:
—Eres un perrito muy gracioso. En verdad que no recuerdo haber visto un perrito tan pequeño.
Y entonces rió de nuevo, y después adoptó súbitamente un aire solemne.
—¿Has tenido peleas con brujos en los últimos tiempos? —preguntó casi en un susurro; y cerró un ojo, y miró tan benévola y tan sagazmente con el otro que Rover se lo contó todo. Probablemente no era en absoluto necesario, pues, como te dije, probablemente Psámatos lo sabía ya todo; aun así, Rover se sintió mucho mejor al hablar con alguien que demostraba comprender y tener más sentido que los simples juguetes.