—Sabe que sí —respondió Bolitho—. Me preocupa enormemente.
—¿De veras? —Se echó hacia adelante y le agarró del brazo con la mano que le quedaba libre—. Es un buen chico. —Notó que él se ponía rígido y añadió con suavidad—: Perdone. Es usted un hombre de verdad, que hizo lo que hizo en aquellos momentos, cuando yo estaba segura de que me iban a matar.
Bolitho sonrió.
—Soy yo quien debe pedir disculpas. Deseo tanto ser de su agrado que actúo como un estúpido.
Ella se giró en redondo para acercarse más a él y mirarle a los ojos.
—Consiga sus deseos. No puedo decirle más, pero sí eso.
—Si por lo menos hubiese podido quedarse en Río. —Bolitho se devanaba los sesos en busca de alguna solución—. Su esposo no hubiera debido ponerla en peligro.
Ella negó con la cabeza, y el movimiento de su cabello fue, para Bolitho, como si le hubieran clavado una daga en el corazón.
—Ha sido un buen hombre para mí. Sin él habría estado perdida desde hace mucho tiempo. Era una forastera en Río. Soy de sangre española. Cuando mis padres murieron, yo estaba destinada a ser comprada como esposa por un mercader portugués. —Se estremeció antes de proseguir—: Yo sólo tenía trece años. ¡Y él era una especie de cerdo grasiento!
Bolitho se sintió como si le hubieran traicionado.
—¿No se casó con su esposo por amor?
—¿Amor? —Sacudió la cabeza—. Los hombres no me parecen precisamente atractivos, ¿comprende? Así que me sentí satisfecha con la forma en que él lo dispuso todo con respecto a mí. Igual que una más de sus numerosas posesiones de valor; supongo que me considera un elemento decorativo. —Se abrió el chal en que se había envuelto para subir a cubierta—. Como este pájaro, ¿no cree?
Bolitho vio el mismo pájaro bicéfalo con las plumas de la cola engastadas de rubíes que ella había llevado aquella noche en su casa de Río.
—¡La amo! —dijo con fervor.
Ella intentó echarse a reír, pero no pudo.
—Sospecho que sabe usted incluso menos que yo acerca del amor —dijo. Se irguió para tocarle la cara—. Pero sé que lo que dice es sincero. Lo siento si le causo dolor.
Bolitho le cogió la mano y la apretó firmemente contra su mejilla. Ella no se había reído ni había hecho burla de sus desmañados requerimientos amorosos.
—Va a ser abandonada muy pronto —dijo.
Ella suspiró.
—Y entonces aparecerá usted como un caballero en su corcel para salvarme, ¿no es eso? Solía soñar cosas parecidas cuando era niña. Pero ahora pienso como una mujer.
Le cogió la mano y la atrajo hacia ella, apretándola contra su piel; sintió entre sus dedos la joya, el pájaro engastado de piedras preciosas, tan cálido que parecía formar parte de ella.
—¿Nota esto? —Ella le miraba fijamente.
Sintió el apremiante latido de su corazón, cada vez más rápido y más acompasado con el de él, también desbocado cuando tocó su suave piel y la firme curva de su pecho.
—Esto no es un deseo infantil —Intentó apartarse, pero él mantuvo su abrazo, y entonces ella dijo—: ¿De que servirá? No estamos solos, no podemos actuar como nos plazca. Si mi marido llega a sospechar que le traiciono, se negará a colaborar con su comandante. —Le puso la mano en los labios cuando él quiso replicar—. ¡Escúcheme! Querido Richard, ¿no se da cuenta de lo que eso significa? Mi esposo confinado en cualquier prisión inglesa esperando el juicio y la muerte. Yo, como su esposa que soy, podría ser encarcelada también a la espera de su mismo destino, o ser desposeída de todo para acabar en manos de otro mercader portugués, o quizá algo peor. —Esperó hasta que él la liberó de su abrazo y entonces susurró—: Pero no piense por eso que no le amo o que no podría llegar a amarle.
Resonaron voces en cubierta, y Bolitho vio cómo la nueva guardia iba formando en popa para sustituir a sus hombres a medida que el segundo del contramaestre iba recitando nombres.
Durante unos instantes, Bolitho sintió que odiaba al segundo del contramaestre con toda su alma.
—Tengo que volver a verla —exclamó.
Ella se alejaba ya hacia el lado opuesto; su esbelta silueta resultaba casi fantasmal en contraste con las oscuras aguas que se extendían más allá.
—¿Ha dicho usted tres mil millas, teniente? Es una travesía muy larga. Cada día que pase será una tortura. —Tras un momento de vacilación se volvió parar mirarle—. Para nosotros dos.
Rhodes apareció ruidosamente por la escotilla y se hizo a un lado para dejarla pasar. Hizo un gesto de asentimiento dirigido a Bolitho y comentó:
—Toda una belleza. —Pareció captar el estado de ánimo de Bolitho, que iba a mostrarse hostil si la mencionaba de nuevo. Entonces añadió—: Ha sido una torpeza por mi parte decir eso. Una estupidez.
Bolitho lo apartó a un lado, haciendo caso omiso de la guardia formada más allá de la batayola del alcázar.
—¡Para mí es un infierno, Stephen! No tengo a nadie más a quien explicárselo. Me está volviendo loco.
Rhodes se sintió profundamente conmovido ante la sinceridad de Bolitho y por el hecho de que compartiera su secreto con él.
—Tendremos que pensar en algo —dijo. Vio en la expresión de desesperación del rostro de su amigo que lo que acababa de decir resultaba tan poco convincente que añadió—: Pueden pasar todavía muchas cosas antes de que avistemos San Cristóbal.
El segundo del piloto hizo el saludo ritual y anunció:
—La guardia está formada y esperando en popa, señor.
Bolitho se dirigió hacia la escotilla y se detuvo con un pie ya en la escala. El perfume de ella flotaba aún en el aire, o quizá fuera que se había impregnado en su casaca.
—¿Qué puedo hacer? —exclamó en voz alta.
Pero la única respuesta que obtuvo le llegó del mar y del sonido procedente del gobernalle, bajo el camarote de Dumaresq.
La primera semana de travesía de la
Destiny
pasó con bastante rapidez; tuvieron varias y tempestuosas galernas que mantuvieron ocupados a los marineros y contribuyeron a dejar atrás el abrasador calor.
Tras subir y rodear cabo Branco, pusieron rumbo al nordeste, hacia tierra firme y las Indias. Los períodos de brisas suaves fueron más prolongados, y también hubo momentos en los que el viento no soplaba en absoluto, durante los que se veían obligados a bajar los botes y afrontar el duro y penoso trabajo de remolcar el barco a fuerza de músculos y sudor.
Una de las consecuencias directas de tanto esfuerzo era que la cantidad de agua dulce disminuía aún más deprisa, y sin perspectivas de tener lluvia ni de encontrar pronto ningún sitio en el que recalar, no hubo más remedio que racionarla. Al cabo de una semana, el agua dulce disponible se había reducido a una pinta diaria para cada hombre.
Durante sus guardias cotidianas bajo el sol abrasador, Bolitho vio en contadas ocasiones a la esposa del señor Egmont. Se decía a sí mismo que así era mejor para ambos. Había ya bastantes problemas con los que enfrentarse. No faltaban brotes de insubordinación que estallaban en el momento más inesperado y se zanjaban a puñetazos y patadas o mediante el uso del rebenque de uno de los suboficiales. Pero Dumaresq se mostraba reticente a que ninguno de sus hombres fuera azotado; Bolitho se preguntaba si lo hacía porque deseaba mantener la paz o si se retenía en atención a sus pasajeros.
Bulkley también se mostraba inquieto. Tres hombres habían sido víctimas del escorbuto. A pesar de sus cuidados y de que distribuía regularmente zumos de fruta, el médico no podía prevenir la enfermedad.
En cierta ocasión, mientras permanecía al abrigo de la gran sombra que proyectaba la cangreja de popa, había oído a través de la lumbrera del camarote la voz de Dumaresq rechazando las peticiones y los alegatos de Bulkley, incluso culpabilizándole y recriminándole que no adoptara suficientes precauciones con los marineros enfermos.
Bulkley debía de haber estado estudiando la carta de navegación, porque había protestado replicando:
—¿Y por qué no en Barbados, mi comandante? Podríamos anclar en la rada de Bridgetown y tomar las disposiciones necesarias para que nos trajeran agua dulce a bordo. ¡De lo contrario nos veremos infestados de parásitos, y yo no estoy dispuesto a responder de la salud de la tripulación si insiste usted en continuar en estas condiciones!
—¡Maldita sea, señor mío! ¡Si se atreve a contradecirme de nuevo se acordará de mí, créame! No tengo la menor intención de ir a Barbados para que todo el mundo se entere de lo que estamos haciendo. ¡Usted atienda a sus obligaciones y yo atenderé a las mías!
Y ahí acabó la conversación.
Diecisiete días después de haberse separado del Rosario volvieron a encontrar viento, y la
Destiny
, desplegadas todas las velas incluso las alas, surcó las aguas a una velocidad acorde con el «pura sangre». que era.
Pero quizá era demasiado tarde ya para prevenir una especie de estallido. Fue como una reacción en cadena. Slade, el segundo del piloto, todavía obsesionado por el desprecio que Palliser le había demostrado, y aun sabiendo que aquello probablemente dificultaría o incluso eliminaría por completo cualquier posibilidad de ascender, cometió un exagerado abuso de autoridad con el guardiamarina Merrett sólo porque éste se había equivocado al calcular la situación del barco al mediodía. Merrett había superado su inicial timidez, pero seguía teniendo doce años de edad. Ser regañado con tanta dureza delante de varios marineros y de los dos timoneles era más de lo que él podía soportar. Y rompió en sollozos.
Rhodes era el oficial de guardia y pudo haber intervenido. Pero en lugar de eso permaneció en el costado de barlovento, con el sombrero ladeado para protegerse del sol y haciendo oídos sordos al acceso de llanto de Merrett.
Bolitho se encontraba bajo el palo mayor observando cómo algunos de sus gavieros pasaban un cabo por un nuevo motón en la verga de juanete y lo había oído todo.
Stockdale estaba junto a él y dijo entre dientes:
—Esto es como una vagoneta sobrecargada, señor. Hay que hacer algo para aligerar la presión.
Merrett dejó caer su sombrero; se estaba frotando los ojos con los nudillos cuando un marinero recogió el sombrero y se lo tendió, al tiempo que lanzaba una mirada llena de ira al segundo del piloto.
Slade aulló:
—¿Cómo se atreve a desafiar a sus superiores?
El marinero, uno de los centinelas de popa, replicó acaloradamente:
—¡Maldita sea, señor Slade, lo hace lo mejor que puede! ¡Esta situación ya es jodidamente mala para el resto de nosotros, imagínese para él!
Slade se puso rojo de ira.
—¡Oficial de policía! —gritó—. ¡Detenga a ese hombre! —Se giró para mirar a todos los que se encontraban en el alcázar—. ¡Veremos si tiene tantas agallas en el enjaretado!
Apareció Poynter acompañado del cabo y ambos agarraron al desafiante marinero.
Éste no dio muestras de ablandarse.
—Igual que con Murray, ¿no? —dijo—. Un camarada de a bordo bueno y leal, ¡pero también a él iban a azotarle de todos modos!
Bolitho oyó cómo se elevaba un fuerte rumor de asentimiento entre los presentes.
Rhodes despertó de su ensimismamiento y gritó:
—¡Atención ahí abajo! ¿Qué está pasando?
—Este hombre ha desafiado mi autoridad —respondió Slade—, ¡y se ha atrevido a insultarme! —Se mostraba peligrosamente sereno, y miraba al marinero como si fuera a matarle de un momento a otro.
Rhodes dijo vacilante:
—En ese caso…
—En ese caso, señor Rhodes, póngale los grilletes a ese hombre. No voy a permitir insubordinaciones en mi barco.
Dumaresq había aparecido en escena como por arte de magia.
Slade tragó saliva y dijo:
—Este hombre cuestionó mi forma de actuar, señor.
—Ya le he oído. —Dumaresq se llevó las manos a la espalda—. Como todo el barco, diría yo. —Echó una mirada a Merrett y le espetó—: ¡Deja ya de lloriquear, niño!
El guardiamarina paró de golpe y miró a su alrededor, avergonzado.
Dumaresq se giró hacia el marinero y añadió:
—Un gesto que le va a costar muy caro, Adams. Doce latigazos.
Bolitho sabía que Dumaresq no podía hacer otra cosa que apoyar a sus subordinados, tuvieran o no razón, y doce latigazos era un castigo mínimo, como un dolor de cabeza; los marinos más veteranos lo sabrían valorar.
Pero una hora más tarde, cuando el látigo se elevó en el aire para estrellarse con terrible fuerza sobre la espalda desnuda de aquel hombre, Bolitho se dio cuenta de lo frágil que era su dominio sobre la tripulación del barco estando tan lejos de tierra firme.
Se soltaron los amarres del enjaretado y el hombre llamado Adams fue llevado abajo, gimiendo de dolor, para ser reanimado con un remojón de agua salada y una generosa ración de ron. Las manchas de sangre fueron fregadas con un estropajo y todo volvió a ser como antes.
Bolitho había relevado a Rhodes a cargo de la guardia y oyó cómo Dumaresq le decía al segundo del piloto:
—Se ha mantenido la disciplina. Por el bien de todos. —Miró fijamente a Slade, con aquella mirada suya tan imponente—: ¡En cuanto a su propia seguridad, le sugiero que se mantenga apartado de mi camino!
Bolitho se giró para que Slade no se diera cuenta de que había estado observándole, pero había visto la expresión del rostro de Slade. Como la de un hombre que hubiera estado esperando un indulto y de repente se hubiera encontrado con el verdugo atándole los brazos para colgarle.
Durante toda aquella noche Bolitho estuvo pensando en aquella mujer llamada Aurora. Era imposible acercarse a ella. Se le había concedido la mitad del camarote de popa, mientras que Egmont había arreglado lo más parecido que pudo a un lecho en el espacio destinado a comedor. Dumaresq dormía en el cercano cuarto de derrota; y allí estaban siempre el sirviente y el centinela para evitar que entrara sin previo aviso cualquier visita inoportuna.
Tumbado en la hamaca, su cuerpo desnudo sudando en el reducido espacio en el que corría una brizna de aire, Bolitho se imaginó a sí mismo entrando en el camarote y sosteniéndola entre sus brazos. Gimió atormentado e intentó hacer caso omiso de la tremenda sed y de la abrasadora sequedad de la boca que sentía. El agua se había vuelto hedionda y estaba cada vez más racionada; y beber constantemente vino para compensar la falta de agua era como pedir a gritos la desgracia.
Oyó pasos vacilantes en la cámara de oficiales, seguidos de una tenue llamada en su puerta.