El había esperado ver el capturado barco español embarrancado o sufriendo el saqueo de los victoriosos piratas. Pero en él imperaba la disciplina, la decisión de ponerlo en movimiento; aquello le hizo percatarse de lo que significaba realmente lo que estaba viendo. El
San Agustín
estaba anclado, y su combés y aparejo eran un hervidero de hombres en plena actividad. Arreglaban juntas, martillaban, aserraban madera y enarbolaban cabos nuevos en las vergas. Hubiera podido tratarse de cualquier buque de guerra en cualquier lugar y circunstancia.
El mastelerillo del trinquete, que se había desmoronado por el impacto de un proyectil durante la breve batalla, había sido ya reemplazado por un aparejo de respeto montado, a juzgar por su aspecto, por profesionales; y por la forma en que los hombres trabajaban, Bolitho supo que por lo menos algunos de ellos tenían que pertenecer a la tripulación original del barco. En algunos lugares de la cubierta estaban apostados hombres que no participaban en aquella frenética actividad. Permanecían vigilantes junto a cañones giratorios o sosteniendo mosquetes listos para disparar. Bolitho pensó en el torturado despojo al que le habían sacado los ojos y que ellos habían visto en la colina, y sintió cómo el sabor a bilis le subía por la garganta. No era de extrañar que los españoles que seguían con vida estuviesen trabajando para sus captores. Les habían dado una horrenda lección ejemplar, y sin duda aquélla no había sido la única; más que suficiente para evitar cualquier intento de resistencia.
Algunos botes se acercaron al flanco del barco anclado, e inmediatamente fueron bajados motones con grandes redes para izar cajas y grandes arcones por encima de las amuradas.
Uno de los botes, apartado del resto, se deslizaba lentamente dando la vuelta a la popa del
San Agustín
. Un hombre menudo, con una barba pulcramente recortada, se mantenía en pie erguido junto a las planchas de popa, dando instrucciones con la ayuda de un bastón negro con el que blandía el aire para dar más énfasis a lo que iba diciendo.
Incluso desde lejos se veía claramente algo autocrático y arrogante en el porte de aquel hombre. Era una persona que gozaba de un gran respeto y había alcanzado un inmenso poder mediante la traición y el asesinato. Sin duda tenía que tratarse de sir Piers Garrick.
En aquel momento se inclinaba sobre la borda del bote, señalando de nuevo con su bastón; Bolitho vio que la quilla del
San Agustín
sobresalía ligeramente, y pensó que Garrick estaba ordenando probablemente un cambio de calado, que se desplazara alguna carga para proporcionar a su nueva presa las mejores condiciones de navegación posibles. Jury susurró:
—¿Qué están haciendo, señor?
—El
San Agustín
se está preparando para zarpar. —Se giró apoyándose en la espalda, sin pensar en las aristas de las rocas, intentando poner en orden sus ideas—. La
Destiny
no puede luchar contra todos ellos. Tenemos que actuar ahora.
Vio una ceñuda expresión dibujada en el rostro de Jury. Ni por un momento lo había dudado. ¿Hubo un tiempo en que yo era como él? —se preguntó Bolitho—. ¿He confiado alguna vez en alguien tanto como para creer que nunca podrían vencernos? Entonces dijo:
—¿Lo ve? Se acercan más botes al barco. El tesoro de Garrick. Ésa ha sido la causa de todo. Su propia flotilla, y ahora un barco de cuarenta y cuatro cañones a su disposición. El comandante Dumaresq tenía razón. No hay nada ni nadie que le detenga. —Sonrió gravemente—. Sólo la
Destiny
.
Bolitho pudo verlo como si ya hubiera sucedido. La
Destiny
al pairo cerca de la costa para desviar la atención de sus enemigos y dar una oportunidad a Palliser; y mientras tanto, el capturado
San Agustín
esperaba allí, preparado y al acecho como un tigre, listo para atacar. En aguas cerradas como aquellas, la
Destiny
no tenía ninguna oportunidad.
—Tenemos que volver.
Bolitho se descolgó entre las rocas, pugnando todavía mentalmente con lo que debía hacer.
Colpoys a duras penas pudo disimular su alivio cuando les vio subir gateando para reunirse con él en el arrecife.
—Han estado trabajando todo el tiempo —dijo—. Vaciando esos cobertizos. También tiene esclavos, pobres diablos. He visto cómo derribaban a más de uno a golpes de cadena.
Colpoys calló y permaneció en silencio hasta que Bolitho terminó de describir lo que había visto. Luego dijo:
—Mire. Sé lo que está pensando. Dado que ésta es una maldita y árida isla que no sirve para nada y que no le interesa a nadie, es más, de la que muy pocos conocen siquiera su existencia, se siente usted estafado. Reticente a arriesgar vidas humanas, la suya incluida. Pero así son las cosas. Las grandes batallas con ondeantes banderas se dan muy pocas veces. Esto pasará a formar parte de las crónicas como una escaramuza, un «incidente», si es que llega a constar en parte alguna. Pero será algo importante si nosotros lo consideramos así. —Se echó atrás y estudió la reacción de Bolitho con calma—. Iremos a por ese cañón sin esperar a que amanezca. No tienen nada más con lo que hacernos frente en la laguna. El resto de cañones están atrincherados en la cima de la colina. Llevaría horas trasladarlos. —Rió entre dientes—. ¡Y una batalla puede decantarse hacia la victoria o la derrota en ese tiempo!
Bolitho cogió el catalejo de nuevo; las manos le temblaban cuando miró a través de él el arrecife y el cañón parcialmente cubierto. Estaba incluso el mismo vigía.
Jury dijo con voz ronca:
—Han dejado de trabajar.
—No es de extrañar. —Colpoys se puso la mano sobre los ojos—. Mire allí, joven. ¿No le parece suficiente para dar la vida por ella?
La
Destiny
entró lentamente en su campo de visión, sus gavias y juanetes pálidos contra el intenso azul del cielo.
Bolitho se la quedó mirando; imaginaba sus sonidos ahora perdidos en la distancia, sus olores, su familiaridad.
Se sintió como un hombre muerto de sed que estuviera viendo el espejismo de una jarra de vino en un desierto. O como alguien que, camino de la horca, se detuviera un instante para oír el primer canto de un gorrión. Ambos serían conscientes de que al día siguiente no habría vino, y de que los pájaros ya no cantarían.
—Vamos allá, entonces —dijo con determinación—. Avisaré a los demás. Si por lo menos hubiera alguna forma de avisar al señor Palliser.
Colpoys volvió a bajar por el declive. Entonces miró a Bolitho; sus ojos parecían amarillos bajo la luz del sol.
—Se enterará, Richard. ¡Toda la maldita isla lo hará!
Colpoys se secó la cara y el cuello con el pañuelo. Había atardecido ya, y el abrasador calor que se desprendía de las rocas era un verdadero tormento.
Pero esperar había valido la pena. Casi toda la actividad alrededor de los cobertizos había cesado, y el humo de varios fuegos llegaba hasta los marineros escondidos, llevándoles el aroma de la carne asada, lo que suponía una tortura adicional.
—Descansarán después de haber comido —dijo Colpoys. Miró a su cabo—. Distribuya raciones de comida y agua, Dyer. —Dirigiéndose a Bolitho añadió en voz baja—: He calculado que ese cañón está a un cable de distancia de nosotros. —Miró de soslayo la pendiente y el escarpado salto hasta el otro arrecife—. En el momento en que empecemos, no habrá respiro. Creo que hay varios hombres al cuidado del cañón. Probablemente en alguna especie de almacén subterráneo. —Cogió una taza de agua de manos de su asistente y bebió un sorbo despacio—. ¿Y bien?
Bolitho bajó el catalejo y apoyó la cabeza en el brazo.
—Correremos ese riesgo.
Intentó no valorarlo mentalmente. Doscientos metros a campo abierto, ¿y después? Dijo escuetamente:
—Little y sus hombres pueden hacerse cargo del cañón. Nosotros atacaremos el promontorio por los dos lados al mismo tiempo. El señor Cowdroy puede hacerse cargo del segundo grupo. —Vio la expresión de Colpoys y añadió—: Es el más veterano de los dos, y tiene experiencia.
Colpoys asintió.
—Yo colocaré a mis tiradores donde puedan resultar más eficaces. Una vez haya tomado usted el promontorio, yo le apoyaré. —Alargó la mano—. Si fracasa, dirigiré la carga con bayoneta más corta de la historia del cuerpo.
Y entonces, de pronto, estuvieron preparados. La tensión y la vacilación desaparecieron, se desvanecieron por completo, y los hombres se agruparon en pequeñas partidas, con los rostros ceñudos pero llenos de determinación. Josh Little al frente de su dotación de artillería, con todos los artilugios propios de su misión y con cargas adicionales de pólvora y munición.
El guardiamarina Cowdroy, con su petulante rostro fruncido, había ya desenvainado el sable y revisaba su pistola. Ellis Pearse, el segundo del contramaestre, llevaba su propia arma, una temible hacha de abordaje de doble filo que un herrero había forjado especialmente para él. Los infantes de marina se habían dispersado entre las rocas, apuntando con sus largos mosquetes hacia la zona de campo abierto y, más allá, hacia la ladera de la colina.
Bolitho se puso en pie y observó a sus hombres. Dutchy Vorbink; Olsson, el sueco loco; Bill Bunce, un ex cazador furtivo; Kennedy, un hombre que había evitado la prisión ofreciéndose como voluntario en la armada, y muchos otros a los que había llegado a conocer muy bien.
Stockdale resolló:
—Estaré junto a usted, señor.
Sus miradas se cruzaron.
—Esta vez no. Quédese con Little. Hay que apoderarse de ese cañón, Stockdale. Sin él somos hombres muertos. —Tocó su robusto brazo—. Créame. Hoy todos dependemos de usted.
Se apartó de él, incapaz de soportar la visión del dolor que le había causado a aquel gigante. Dirigiéndose a Jury dijo:
—Usted puede quedarse con el teniente Colpoys.
—¿Es una orden, señor?
Bolitho vio cómo el joven levantaba la barbilla tercamente. ¿Qué estaban intentando hacer con él?
—No —replicó.
Alguien susurró:
—¡El centinela ha bajado a algún sitio donde ya no podemos verle!
—Habrá ido a echar un trago —bromeó Little.
Bolitho se sintió dispuesto para la batalla, su sable reluciendo bajo la luz del sol, apuntando hacia el promontorio que tenían frente a ellos.
—¡Adelante, pues! ¡A por ellos, muchachos!
Sin importarles ahora hacer ruido ni ser descubiertos, bajaron a la carga por la pendiente, levantando a su paso polvo y piedras, jadeando furiosamente, con la mirada fija en el arrecife. Llegaron al final de la pendiente y emprendieron la carrera a campo abierto, prescindiendo de todo lo que no fuera aquel cañón camuflado.
En algún lugar, como a miles de kilómetros de distancia, alguien gritó, y un disparo silbó en la ladera de la colina. Se oyeron otras voces, algunas muy cerca, otras apagadas, mientras los hombres de la laguna corrían en busca de sus armas, probablemente imaginando que les atacaban por el mar.
De pronto aparecieron tres cabezas en la cima del promontorio, al mismo tiempo que el primero de los hombres de Bolitho llegaba al pie del mismo. Los mosquetes de Colpoys disparaban aparentemente sin demasiada eficacia y desde demasiado lejos, pero dos de las cabezas desaparecieron, y el tercer hombre saltó por los aires antes de caer rodando ladera abajo, entre los marineros ingleses.
—¡Adelante! —Bolitho blandía su sable—. ¡Más deprisa!
El disparo de un mosquete pasó junto a él, y un marinero cayó agarrándose el muslo para luego quedar tendido en el suelo gimiendo mientras sus compañeros continuaban a la carga hacia la cima.
Bolitho respiraba como si tuviera los pulmones llenos de arena caliente mientras saltaba por encima de un tosco parapeto de piedras. Sonaron más disparos a su alrededor, y supo que algunos de sus hombres habían caído.
Vio el brillo metálico, una rueda del cañón bajo su cubierta de lona, y gritó:
—¡Cuidado!
Pero desde detrás de la lona uno de los hombres allí ocultos disparó un mosquetón lleno de munición contra los marineros que avanzaban. Uno de ellos fue alcanzado por la espalda, volándole el rostro y la mayor parte del cráneo; otros tres cayeron pataleando, envueltos en su propia sangre.
Con un rugido propio de una bestia enfurecida, Pearse se lanzó hacia el lado opuesto al foso donde estaba el cañón y rasgó la lona con su hacha de doble filo.
Un hombre salió corriendo, cubriéndose la cabeza con las manos y gritando:
—¡Socorro! ¡Piedad!
Pearse le tiró del brazo y aulló:
—¿Piedad, gusano? ¡Toma esto!
El enorme filo alcanzó al hombre en la nuca, de forma que la cabeza se desplomó sobre su pecho como la de un muñeco.
El grupo del guardiamarina Cowdroy subía como un enjambre por el otro lado del promontorio, y mientras Pearse conducía a sus hombres al interior del foso para completar su sangrienta victoria, Little y Stockdale estaban ya junto al cañón, mientras su dotación corría a comprobar si quedaba algún signo de vida en el cercano horno.
Los marinos estaban como enloquecidos. Sólo dejaban de gritar entusiasmados por la victoria para poner a resguardo a sus compañeros heridos; sus gritos se convirtieron en un auténtico rugido cuando Pearse salió del foso con una gran jarra de vino.
Bolitho ordenó:
—¡Recojan los mosquetes! ¡Aquí vienen los infantes de marina!
Una vez más los marinos se echaron al suelo y apuntaron con sus armas hacia la laguna. Colpoys y sus diez tiradores, a paso ligero a pesar de las ropas prestadas que no eran de su medida, subieron rápidamente al promontorio, pero parecía como si el ataque hubiera sido tan sorpresivo y salvaje que toda la isla estuviera todavía aturdida.
Colpoys llegó a la cima y esperó a que sus hombres se pusieran a cubierto. Entonces dijo:
—Al parecer sólo hemos perdido cinco hombres. Muy satisfactorio. —Frunció el ceño con desdén cuando vio cómo algunos cadáveres ensangrentados eran sacados del foso y lanzados pendiente abajo—. Animales.
Little salió del foso de un salto, limpiándose las manos en el vientre.
—Hay abundante munición, señor, pero no demasiada pólvora. Afortunadamente hemos traído la nuestra.
Bolitho compartió su alegría por el objetivo conseguido, pero sabía que debía mantenerse atento. En cualquier momento serían objeto de un ataque en toda regla. Pero habían actuado bien. No se les podía pedir que lo hicieran mejor.