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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

Salvajes (26 page)

BOOK: Salvajes
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228

Chon deja caer el fusil, que...

Choca contra las rocas.

Baja corriendo la ladera, se sube al coche auxiliar —lo han dejado aparcado a un lado, oculto por la maleza— y se dirige a toda velocidad hacia Ben.

Con el rostro encendido por las llamas, Ben está de pie entre los muertos y los moribundos.

—Coge el dinero —dice Chon.

Chon mete la mano entre las piernas del chófer muerto y desbloquea el maletero.

Se abre con un ruido sordo.

Sacos de lona llenos de dinero en efectivo.

Los levantan con esfuerzo y los llevan a su propio coche y regresan a buscar más. Ben oye el disparo y ve que Chon gira y cae y Ben...

La cabeza le da vueltas, pero se vuelve y mata al que acaba de disparar, que se estaba muriendo, de todos modos.

Ben levanta a Chon del polvo, lo ayuda a llegar hasta el coche auxiliar y lo sienta en el asiento del acompañante. Está a punto de sentarse al volante, pero Chon le dice:

—Coge el resto del dinero y, Ben, ya sabes lo que tienes que hacer.

Ben agarra las dos carteras que faltan y las tira dentro del coche.

Después regresa.

Claro que sabe lo que tiene que hacer.

Los supervivientes heridos podrían identificarlos.

Matarían a O.

Encuentra tres hombres que siguen vivos.

Están en posición fetal: el dolor los ha dejado hechos un ovillo.

Pega a cada uno de ellos un tiro en la nuca.

229

«Y una mierda.»

Es la respuesta de Chon cuando Ben le propone:

—Tenemos que ir a un hospital.

Chon rasga un trozo de su camisa, se lo aprieta contra el hombro, hasta la altura de la herida, y lo mantiene apretado.

—¿Dónde queda el hospital más cercano? —pregunta Ben.

—Si vas a un hospital con una herida de bala —dice Chon sin perder la calma—, lo primero que hacen es llamar a la pasma. Vamos a Ocotillo Wells.

—¿Has perdido la chaveta? —responde Ben.

Las manos le tiemblan al volante. No hay ningún hospital en Ocotillo Wells, que es un pueblecito de mala muerte perdido en medio del desierto al que se llega con vehículos todoterreno.

—Ocotillo Wells —responde Chon.

—De acuerdo.

—Lo estás haciendo muy bien.

—Pero no te mueras —dice Ben—. Quédate conmigo. ¿No es eso lo que se supone que hay que decir?

Chon ríe.

Chon no pierde la calma.

Ya le ha ocurrido otra vez.

En Istanlandia. Una emboscada a un convoy. Un camino estrecho de montaña. Voló todo a la mierda, hubo heridos: si pierdes la calma, mueren los tuyos y mueres tú, de modo que no pierdes la calma y rescatas a todo el mundo.

Hablando de eso...

230

Ben se detiene junto al tráiler Airstream, al lado de un camino de tierra, en mitad de la nada.

Las plantas rodadoras se bambolean como si hubieran volado del plató de una película. Hasta el tráiler llega un cable eléctrico enchufado chapuceramente a un poste telefónico. Aparcados debajo de una
enramada
de fabricación casera, hecha con varas de sauce, una camioneta vieja y un Dodge GT.

—Detente cerca —indica Chon—. Golpea la puerta y dile a Doc que vengo contigo y que tengo un balazo.

Ben se apea.

Siente las piernas como si fueran de caucho viejo, flojas y temblequeantes.

Sube los peldaños de madera que conducen a la puerta del tráiler, golpea y oye:

—Son las tres y media. Espero que no vengas a darme la brasa por una puta gilipollez.

Se abre la puerta y un tío que tiene más o menos su edad se lo queda mirando. Lleva calzoncillos y nada más, está despeinado, tiene los ojos rojos, mira a Ben y le dice:

—Si eres un hijoputa testigo de Jehová o algo así, te voy a romper el culo a patadas.

—Es Chon. Le han dado.

—Hazlo entrar.

231

Ken Lorenzen, alias «Doc», ex médico del equipo de los SEAL de Chon, es un tipo tranquilo.

Quien no lo crea debería haberlo visto —hielo seco a pesar del calor tórrido— en aquella emboscada, yendo de un herido a otro con una prisa pausada, como si las balas no tuvieran nada que ver con él, como si él no fuera un blanco. De no haber sido tan grave, habría resultado cómico: Doc allí fuera, con aquel cuerpo suyo de forma extraña —piernas cortas, tronco corto, brazos largos—, prestando una asistencia médica que ha salvado vidas. Con lo que hizo aquel día, tendrían que haberle concedido la medalla de honor, pero a Doc le daba igual.

Doc hizo su trabajo.

Logró rescatarlos a todos.

Ahora vive en aquel tráiler de lo que cobra de su jubilación y su invalidez, bebe cerveza, come el chili con carne de Hormel y el estofado de ternera de Dinty Moore, sigue los partidos de béisbol en su pequeño aparato de televisión y mira porno, salvo cuando consigue sacar a alguna churri de su
buggy
. A algunas no les importa hacerlo en un tráiler.

La vida no está mal.

Aparta de la mesa de la «cocina» las latas de cerveza aplastadas, los periódicos, las revistas porno y un paquete de Cheetos. Chon se sube de un salto y se tumba.

—¿Eso es estéril? —pregunta Ben.

—No me digas cómo tengo que hacer mi trabajo. Pon agua a hervir o algo así, anda.

—¿Necesitas agua hirviendo?

—No, pero si sirve para que tengas el pico cerrado...

Encuentra sus cosas debajo de un traje de neopreno arrugado, corta con una tijera la camisa de Chon y le examina el hombro.

—Tienes una herida de película, hermano, en la parte carnosa del hombro. Debió de mellar el kevlar y rebotar hacia arriba.

—¿Está allí todavía?

—Pues sí.

—¿Puedes extraerla?

—Pues sí.

¿Te estás quedando conmigo? ¿Una operación sencilla en un tráiler (más o menos) limpio y con aire acondicionado, a salvo de artefactos explosivos improvisados y sin nadie que te dispare?

Eso es pan comido.

Lo puede hacer en dos patadas.

Saca unas gasas y crea un campo estéril. Sirve un vaso de alcohol isopropílico e introduce dentro sus instrumentos.

Ben alcanza a ver el bisturí.

—¿Vas a darle un poco de whisky o algo por el estilo? —pregunta.

—Pero bueno, ¿quién eres tú? —responde Doc. Saca una ampolla de morfina—. Por cierto, ¿en qué jaleo os habéis metido, chavales, para que mi niño no pueda ir a Scripps?

—¿Te queda algo de cerveza? —responde Chon.

—No me acuerdo.

—¿Morfina y cerveza? —pregunta Ben.

—«No sólo para el desayuno» —responde Doc.

Llena la jeringa y busca una vena adecuada.

232

Ben sale y cuenta el dinero.

Tres millones y medio de dólares.

La cifra de O.

Misión cumplida.

233

Ni siquiera en el sur de California, ni siquiera en medio del desierto, puede uno dejar los cadáveres de seis mexicanos entre los restos en llamas de tres coches sin llamar un poquito la atención.

En el sur de California se toman sus coches muy en serio.

Siempre mueren mexicanos en el desierto.

No es que ocurra todos los días, pero tampoco son noticia de primera plana. La mayoría son
mojados
que intentan cruzar la frontera por la región agreste y calurosa comprendida entre San Diego y El Centro y o bien se pierden ellos solos o bien los coyotes los dejan plantados y acaban muriendo de insolación o de sed. La Patrulla de Fronteras ha llegado a dejar reservas de agua, indicadas con banderas rojas en postes altos, porque sus agentes no quieren que aquel interminable juego del escondite llegue a ser mortal.

¿Narcotraficantes mexicanos?

Ése es otro cantar, literalmente.

Cabe esperar aquel tipo de chuminadas al sur de la frontera, donde son el pan nuestro de cada día: siempre la misma noticia de primera plana —¡ay, ay, ay!—, acompañada de fotos de cadáveres o cuerpos decapitados, tiroteados, vehículos a los que han puesto bombas, con una confusión como un plato de enchiladas de nombres en español y palabras como «cartel» y «guerra contra las drogas», y por lo general el comentario de algún funcionario de la DEA.

Cabe esperarlo allá: es lo que uno espera de esa gente.

Y uno espera que, de vez en cuando, el eco de las pandillas resuene en los
barrios
de San Diego, Los Ángeles e incluso en ciertas partes del Condado de Orange. (Ciertas partes —es decir, Santa Ana o Anaheim—, pero no que llegue a Irvine ni a la playa de Newport,
amigos
. Después de limpiar las piscinas, os vais a casa.) Pero ¿dónde se ha visto un tiroteo al estilo mexicano en toda regla —con bombas de la gran puta y coches incendiados— de este lado de la frontera?

Es demasié, tío.

Esto ya pasa de castaño oscuro.

Y te mete un miedo que te cagas.

Los presentadores de los programas de entrevistas están tan inquietos que no dejan de mover el culo en sus sillas, porque aquello parece...

La Reconquista.

La invasión mexicana.

Lo que todo el mundo lleva un montón de años advirtiendo que va a pasar, pero el gobierno federal ha hecho oídos sordos. (Bush necesitaba el voto mexicano y Obama... bueno, a fin de cuentas, Obama también es un inmigrante ilegal, ¿no? Un trabajador indocumentado en la Casa Blanca. ¡Lástima que no haya desiertos en Hawai!) O sea que los ánimos se caldean.

Hasta Dennis se tiene que poner a trabajar: su supervisor le ordena que se espabile y vaya a East County a averiguar qué coño está pasando allí, porque...

Tiene toda la pinta de ser lo que en la jerga del oficio llaman un
tumbe
.

Dennis está al corriente de lo que está ocurriendo.

Está enterado de la guerra civil en el cartel de Baja.

Dicho sea de paso, no es lo peor que puede pasar, si uno consigue superar sus remilgos —Dennis tiene la firme convicción, por ejemplo, de que a Estados Unidos le iba mucho mejor cuando Irán e Iraq se desangraban mutuamente—, pero se supone que los cadáveres se han de amontonar al sur de la frontera o en las zonas reservadas para las pandillas: jamás en una autopista pública.

Los californianos se toman muy en serio sus autopistas: después de todo, son las vías por donde circulan sus putos coches.

Dennis conoce las nuevas normas y reglamentaciones de Lado y sabe que se trata de una formación compuesta por tres coches —uno que va delante, uno que lleva el dinero y otro que va detrás— que no consiguió llegar a la meta.

Otro de los agentes desplegados, que acaba de regresar de una gira informativa por Afganistán, reconoce los signos del estallido de dos artefactos explosivos improvisados, que parecen confirmar el rumor de que a los carteles les ha dado por contratar militares estadounidenses que han sido dados de baja recientemente.

Dennis espera con fervor que a los carteles no les haya dado también por contratar talibanes dados de baja recientemente, porque aquello provocaría un follón monumental, con lo paranoicos que son los profesionales que velan por la seguridad nacional.

El otro detalle interesante que hará las delicias del forense es la presencia de espantosas heridas abiertas, provocadas —aparentemente— por balas calibre 50, que, según la opinión algo arrebatada de los agentes de la Patrulla de Caminos de California, fueron disparadas —supuestamente— por una superarma llamada Barrett 90, difícil de conseguir y —según dicen— más difícil aún de manejar, de modo que allí han intervenido profesionales.

«¿En serio? —piensa Dennis, mientras contempla una escena de las noticias de la noche—. (Por favor, Dios misericordioso que estás en los cielos, que las cadenas de televisión no se enteren.) ¿No os estáis quedando conmigo? Con artefactos explosivos improvisados y un superrifle hacen volar tres coches llenos de
narcotraficantes
¿y no pensáis que esto es cosa de un puñado de chavales de instituto sin nada mejor que hacer y que por eso tenemos que levantarles un centro cívico de mierda con una mesa de ping-pong y un tubo para practicar con el monopatín?»

Dennis regresa a la relativa civilización de la zona urbana de San Diego con una idea que le revuelve el estómago: que la situación se ha desmadrado.

234

Doc capta la radio con su ordenador portátil.

Vía satélite.

Así escucha el programa deportivo de Jim Rome.

Entonces llega la noticia de que se ha producido un tiroteo no muy lejos de allí, al estilo de Istanlandia, y, como Doc no es idiota, mira a Chon.

Chon no ha cambiado demasiado desde los viejos tiempos.

En una ocasión se cargó a toda una unidad que se había atrincherado en el interior de un complejo en Doha. Le llevó todo el día, pero Chon fue paciente, metódico y no se dio ninguna prisa. Regresó, se zampó tres raciones de combate, se quedó frito y durmió como un ceporro.

Después de aquello, ¿qué es un pelotón de seis narcos? Ningún problema: pan comido.

Chon y Ben observan a Doc que escucha las noticias, suma dos y dos y el resultado da Chon.

—Conviene hacer desaparecer vuestro coche —dice Doc—. Podéis llevaros mi Dodge.

—Gracias, tío.

—De nada.

Arrojan el coche auxiliar por un barranco, mientras Doc los sigue en su camioneta. Saca unas latas de gasolina de la plataforma del vehículo y rocía el coche auxiliar, enciende un sobre de cerillas y lo arroja por la ventanilla abierta del acompañante.

No es momento para asar perritos calientes ni galletas de chocolate y malvavisco.

Por el contrario, Doc proporciona a Chon algunas ampollas de morfina y unas cuantas jeringas y le desea buen viaje.

235

En el camino de regreso al Condado de Orange, Chon está todo...

Bueno, era de esperar, ¿no?

Como que pasa de todo.

(Por supuesto que la morfina tiene mucho que ver...)

Que mueran seis mexicanos no es gran cosa en, bueno, en México, y que hayan caído a este lado de la frontera supone para él menos que
nada
.

Después de todo, las fronteras son estados mentales y está acostumbrado a cierta flexibilidad teórica en lo que respecta a fronteras nacionales, como la presunta línea entre Afganistán y Pakistán. Para él no eran más que «Istán» y, si a los talibanes no les importaba, a él menos, desde luego. También estaba la frontera aquella entre Siria e Iraq, que se mantuvo algo nebulosa —una palabra de lo más apropiada— durante un tiempo, hasta que unos cuantos sirios liaron el petate.

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