Read Sangre de tinta Online

Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (23 page)

BOOK: Sangre de tinta
5.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Meggie se atragantó con la leche grasienta. Había olvidado por completo su nostalgia, pero las palabras de Minerva y los remordimientos la trajeron de vuelta… Si no había contado mal, ya llevaba cinco días ausente.

—¡Tú y tus historias! —Minerva sirvió a Fenoglio una taza de leche—. Como si no bastara con pasarte el día entero contándoles esos cuentos de bandidos. ¿Sabes lo que me dijo Ivo ayer? «¡Cuando sea mayor, me uniré a los bandidos!» ¡Quiere ser como Arrendajo! ¿Te das cuenta de lo que estás haciendo? Por mí, puedes hablarles de Cósimo, de los gigantes o del Príncipe y su oso, pero ni una palabra más sobre bandidos, ¿entendido?

—Sí, sí, de acuerdo, ni una palabra más —gruñó Fenoglio—. Pero no me culpes si el chico escucha en cualquier parte alguna de las canciones al respecto. Todos las cantan.

Meggie no entendía una sola palabra de lo que decían, pero de todos modos su mente ya estaba en el castillo. Resa le había contado que allí los nidos de pájaro estaban tan pegados a los muros que a veces sus trinos predominaban sobre el canto de los juglares. Al parecer, también anidaban hadas, de un gris azulado como la piedra de los muros del castillo, porque eran aficionadas a picotear la comida de las personas en lugar de alimentarse de flores y frutos como sus hermanas salvajes. Decía además que en los jardines del patio interior crecían árboles que sólo se encontraban en lo más profundo del corazón del Bosque Impenetrable, árboles cuyas hojas murmuraban como un coro de voces humanas y en las noches sin luna hablaban del futuro… aunque nadie comprendía sus voces.

—¿Quieres algo más?

Meggie se sobresaltó, abandonando sus pensamientos.

—¡Muerte y tinta! —Fenoglio se levantó y devolvió el bebé a Minerva—. ¿Pretendes cebarla para que llene el vestido? Tenemos que irnos o nos perderemos la mitad. El príncipe me rogó que le llevara la nueva canción antes del mediodía. Sabes que no le gusta que la gente se retrase.

—No, no lo sé —replicó Minerva enfurruñada mientras Fenoglio empujaba a Meggie hacia la puerta—. No entro y salgo del castillo como tú. Por cierto, ¿qué tenías que componer esta vez para tan excelso señor, otra elegía?

—Sí, a mí también me aburre, pero paga bien. ¿Preferirías que estuviera sin una miserable moneda en los bolsillos y tener que buscarte un nuevo inquilino?

—Vale, vale —gruñó Minerva mientras retiraba de la mesa los platos vacíos de los niños—. ¿Sabes una cosa? Ese príncipe acabará matándose a fuerza de suspiros y lamentos, y entonces Cabeza de Víbora enviará a los miembros de su Hueste. Se instalarán aquí como moscas sobre bostas de caballo frescas, con el pretexto de proteger al pobre nieto huerfanito de su señor.

Fenoglio se volvió con tal brusquedad que estuvo a punto de tirar a Meggie.

—No, Minerva, no —repuso con decisión—. Eso nunca sucederá. Al menos mientras yo viva… lo que ojalá dure mucho tiempo.

—¿De veras? —Minerva sacó los dedos de su hijo del barril de la mantequilla—. ¿Y cómo piensas evitarlo? ¿Con tus canciones de bandidos? ¿Crees que cualquier mentecato con una máscara de plumas que juega a héroe por haber escuchado demasiadas veces tus canciones puede mantener lejos de nuestra ciudad a la Hueste de Hierro? Los héroes acaban en la horca, Fenoglio —prosiguió bajando la voz y Meggie percibió el miedo que subyacía en su burla—. En tus canciones acaso sea diferente, pero en la vida real los ahorcan. Y tus más bellas palabras no cambiarán un ápice de eso.

Los dos niños miraban a su madre, inquietos, y Minerva les acarició el pelo, como si así pudiera borrar sus propias palabras.

Fenoglio, sin embargo, se limitó a encogerse de hombros.

—Vamos, mujer, lo ves todo demasiado negro —repuso—. ¡Valoras en poco las palabras, créeme! Son muy poderosas, más poderosas de lo que imaginas. Pregúntale a Meggie.

Pero antes de que Minerva pudiera hacerlo, Fenoglio empujó a la joven hacia el exterior.

—Ivo, Despina, ¿queréis venir? —gritó a los niños—. ¡Los traeré de regreso sanos y salvos, como siempre! —añadió cuando Minerva asomó su cara preocupada por la puerta—. Los mejores titiriteros de los contornos visitarán hoy el castillo, vendrán de muy lejos. ¡Estos dos no pueden perderse el espectáculo!

* * *

La marea de gente los arrastró nada más salir a la calle. Afluían de todas partes: campesinos pobremente vestidos, mendigos, mujeres con niños y hombres cuya riqueza no se manifestaba en la suntuosidad de sus ropas, sino sobre todo en los criados que les abrían paso con rudeza entre la multitud. Los jinetes conducían sus caballos entre la gente sin dirigir una mirada a los que apretujaban contra los muros, las sillas de mano se atascaban entre todos esos cuerpos, por mucho que sus porteadores insultaran y maldijeran.

—¡Demonios, esto es mucho peor que en los días de mercado! —gritó Fenoglio a Meggie por encima de las cabezas.

Ivo se escurría entre el gentío con la agilidad de un pez, pero Despina tenía unos ojos tan asustados que Fenoglio acabó por sentarla sobre sus hombros antes de que la aplastasen entre cestos y barrigas. También el corazón de Meggie latía más deprisa por todo aquel barullo, los empujones y tirones, los miles de olores, las voces que llenaban el aire.

—¡Meggie, mira a tu alrededor! ¿No es magnífico? —gritó Fenoglio rebosante de orgullo.

Sí, lo era. Era tal como se lo había imaginado Meggie en las noches que Resa le había hablado del Mundo de Tinta. Notaba sus sentidos embotados. Sus ojos, sus oídos… apenas percibían una décima parte de lo que sucedía a su alrededor. En alguna parte resonó música, tambores, cascabeles, trompetas… Y entonces la calle se abrió, vomitándolos junto a todos los demás ante las murallas del castillo. Se alzaban tan altas e imponentes entre las casas, que parecían haber sido construidas por hombres más grandes que los que ahora afluían hacia la puerta. Centinelas armados guardaban la entrada; en sus yelmos se reflejaba, pálida, la mañana. Sus vestiduras eran de color verde oscuro, igual que las sobrevestas que portaban encima de las cotas de malla. Ambos ostentaban el escudo del Príncipe Orondo, que Resa había descrito a Meggie: un león sobre fondo verde, en medio de rosas blancas; pero el escudo había cambiado. El león lloraba lágrimas de platas y las rosas trepaban por un corazón partido.

Los centinelas franqueaban el paso a la mayoría de los que pugnaban por entrar, aunque a veces hacían retroceder a alguno de un empujón, con el mango de la lanza o el puño con guantelete. A nadie parecía preocuparle eso, todos seguían empujando hacia delante, y también Meggie se encontró por fin a la sombra de aquellos muros de metros de grosor. Ella ya había estado en castillos, por supuesto, pero pasar ante un guardián armado con una lanza en lugar de un puesto de postales era una sensación completamente distinta. Los muros parecían mucho más amenazadores y hostiles. ¡Mirad!, parecían gritar. ¡Sois pequeños, débiles y frágiles!

Fenoglio abrigar sentimientos parecidos y se mostraba radiante como un niño en navidad. No prestaba atención ni a las rejas levadizas ni a los portillos por los que se podía arrojar pez hirviendo sobre las cabezas de los visitantes indeseados. Meggie, por el contrario, miró sin querer hacia arriba cuando pasó bajo ellos, y se preguntó si las huellas de pez en la madera erosionada por el tiempo serían recientes. Pero al fin salieron a cielo abierto, azul y claro, como si lo hubieran barrido para dejarlo reluciente para el cumpleaños principesco, y Meggie se encontró en el patio de armas del castillo de Umbra.

UNA VISITA DEL LADO EQUIVOCADO DEL BOSQUE

La oscuridad también ha de desempeñar un papel. Sin ella, ¿cómo sabríamos que caminamos por la senda de la luz? Solamente cuando sus pretensiones se crecen debemos enfrentarnos a ella, domarla y a veces —llegado el caso— someterla durante un tiempo. Después se erguirá de nuevo, como debe ser.

Clive Barker
,
Abarat

Lo primero que buscaron los ojos de Meggie fueron los nidos de pájaro de los que le había hablado Resa, y en efecto, allí estaban, pegados justo debajo de las almenas, como si a los muros les hubieran salido pústulas. Unos pájaros de pecho amarillo salían disparados de sus aberturas. «Como copos de oro bailando al sol», así se los había descrito Resa, y tenía razón. El cielo parecía cubierto de oro remolineante, en honor del cumpleaños del principito. Cada vez más personas atravesaban la puerta a pesar de que el patio bullía de gente. Entre los muros habían montado puestos, delante de los establos y chozas en las que moraban herreros, mozos de cuadra y todos los demás habitantes y trabajadores del castillo. Ese día, en el que el príncipe invitaba a sus súbditos a festejar con él el cumpleaños de su nieto y heredero del trono, la comida y la bebida eran de balde.

—¿Qué generoso, verdad? —habría musitado seguramente Mo—. Comida y bebida procedentes de sus campos cultivados con el sudor de su frente.

A Mo no le gustaban mucho los castillos. Pero así era el mundo de Fenoglio: la tierra que los campesinos cultivaban con el sudor de su frente pertenecía al príncipe y, en consecuencia, también una gran parte de la cosecha. Él vestía de seda y terciopelo mientras sus campesinos llevaban camisas remendadas que raspaban la piel. Despina rodeó con sus delgados brazos el cuello de Fenoglio cuando pasaron ante los guardianes de la puerta, pero al isar al primer titiritero se deslizó presurosa de su espalda.

En lo alto, alguien había tensado una cuerda entre las almenas y paseaba por ella más ligero de pies que una araña por su hilo de plata. Vestía de azul cielo, pues azul era el color de los funámbulos, según se había enterado Meggie por su madre. ¡Ojalá Resa hubiera estado allí! Entre los puestos merodeaba el Pueblo Variopinto: tocadores de pífano y juglares, lanzadores de cuchillo, forzudos, domadores, contorsionistas, actores y bufones. Justo delante del muro, Meggie descubrió a un tragafuego, negro y rojo era su atuendo, y por un momento pensó que era Dedo Polvoriento, pero cuando se volvió era un desconocido sin cicatrices en la cara, y la sonrisa con la que se inclinaba ante los circunstantes era muy distinta a la de Dedo Polvoriento.

«Pues si ha vuelto, ¡tiene que estar aquí!», pensó Meggie mientras acechaba a su alrededor. ¿Por qué se sentía tan decepcionada? Como si no lo supiera. Echaba de menos a Farid. Y si Dedo Polvoriento no estaba allí, seguramente también buscaría en vano a Farid.

—Ven, Meggie —Despina pronunció su nombre como si su lengua necesitara acostumbrarse primero al sonido.

Condujo a Meggie hasta un puesto que ofrecía dulces chorreantes de miel. Pero ni siquiera ese día eran gratis. El vendedor que los ofrecía los vigilaba con expresión malhumorada, mas por fortuna Fenoglio llevaba unas monedas. Los delgados dedos de Despina estaban pegajosos cuando volvió a dar la mano a Meggie. Miraba a su alrededor con los ojos como platos, se detenía una y otra vez, pero Fenoglio las obligó a seguir con gesto de impaciencia. Pasaron junto a una tribuna de madera adornada con ramas de un verdor perenne y flores que se alzaba detrás de los puestos. Los mismos pendones negros que ondeaban entre los torreones y torres del castillo, pendían también allí abajo, a derecha e izquierda de tres sillones colocados en un estrado de respaldos bordados con el escudo del león llorando.

—¿Para qué tres sillones, me pregunto? —preguntó Fenoglio a Meggie en voz baja mientras la impelía a avanzar junto a los niños—. De todos modos, el Príncipe Orondo no se dejará ver. Deprisa, que llegamos tarde.

Con paso decidido abandonó el patio exterior y se abrió paso hacia el segundo anillo defensivo del castillo. La puerta a la que intentaba llegar no era tan alta como la primera, pero ésta también parecía hostil, igual que los guardias que cruzaron sus lanzas en cuanto Fenoglio se les acercó.

—¡Como si no me conocieran! —le susurró a Meggie enfadado—. Siempre el mismo juego. ¡Anunciad al príncipe que Fenoglio, el poeta, ha llegado! —dijo alzando la voz mientras los dos niños, pegados a él, examinaban las lanzas en busca de sangre reseca en sus puntas.

—¿Te espera el príncipe? —el guardián que preguntó parecía muy joven, a juzgar por el rostro que se percibía bajo el yelmo.

—Por supuesto —respondió Fenoglio, enojado—. Y si tiene que esperar más tiempo aún, te culparé a ti, Anselmo. Y si volvieras a necesitar de mí unas cuantas hermosas palabras, como el mes pasado… —el guardián lanzó a su compañero una mirada nerviosa, pero éste hizo oídos sordos y alzó los ojos hacia el funámbulo—, en ese caso —concluyó Fenoglio bajando la voz— te obligaré a esperar tanto como tú a mí. Soy un hombre viejo y Dios sabe que tengo cosas mejores que hacer que echar raíces delante de tu lanza.

El rostro visible de Anselmo se puso tan colorado como el vino ácido que Fenoglio había bebido junto al fuego de los titiriteros. A pesar de todo no apartó la lanza.

—Compréndelo, Tejedor de Tinta, tenemos visita —musitó.

—¿Visita? ¿Qué estás diciendo?

Pero Anselmo se desentendió de Fenoglio.

La puerta detrás de él se abrió gimiendo, como si le costase soportar su propio peso. Meggie apartó a un lado a Despina y Fenoglio agarró a Ivo de la mano. Unos soldados cabalgaron hacia el patio exterior, jinetes provistos de armadura y capas de color gris plata como sus espinilleras, pero el escudo que lucían en el pecho no era el del Príncipe Orondo. En él una víbora elevaba su delgado cuerpo acometiendo a una presa. Meggie lo reconoció en el acto. Era el escudo de Cabeza de Víbora.

Nada se movía ya en el patio de armas. Reinaba un silencio sepulcral. Todos habían olvidado a los titiriteros, incluso al danzarín azul situado en lo alto sobre su cuerda, para clavar la vista en los jinetes. Las madres sujetaban a sus hijos y los hombres encogían el cuello, incluso los de ropajes suntuosos. Resa había descrito con suma precisión a Meggie el escudo de armas de Cabeza de Víbora, lo había visto de cerca con harta frecuencia. Los emisarios del Castillo de la Noche habían sido huéspedes bien recibidos en la fortaleza de Capricornio. Alguna que otra granja, se había rumoreado entonces, incendiada por los hombres de Capricornio, había ardido por orden de la Víbora.

Meggie estrechó con fuerza a Despina cuando los miembros de la Hueste de Hierro pasaron cabalgando a su lado. Sus corazas refulgían al sol, parecía que ni siquiera el virote de una ballesta podía atravesarlas, y menos aún la flecha de un hombre pobre. Dos hombres cabalgaban al frente, uno con armadura como los que le seguían, de pelo anaranjado y manto de colas de zorro, el otro con unos ropajes verdes recamados de plata que habrían honrado a cualquier monarca. A pesar de todo, no era su atuendo lo que todos percibían primero, sino su nariz: no era de carne y hueso como la de los demás, sino de plata.

BOOK: Sangre de tinta
5.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

B002FB6BZK EBOK by Yoram Kaniuk
Depths by Mankell Henning
Diamonds in Cream by Elsa Silk
Hell Fire by Aguirre, Ann
El Librito Azul by Conny Méndez