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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (10 page)

BOOK: Sangre de tinta
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Elinor fue la única que no rió.

—Yo no lo encuentro ertido, Mortimer —comentó, picada—. Yo te habría pegado un tiro si te hubieras largado sin más, dejando a mis pobres libros enfermos y manchados.

—Sí, seguramente —Mo lanzó a Meggie una mirada de complicidad, como hacía cada vez que Elinor les soltaba a Meggie o a él una perorata sobre el correcto tratamiento de los libros o sobre las normas de su biblioteca.

«Ay, Mo, si tú supieras», pensó Meggie, «si tú supieras…», y en ese mismo instante le asaltó la sensación de que él leería su secreto en la frente. De pronto, deslizó su silla hacia atrás, murmuró algo parecido a «no tengo hambre» y corrió a la biblioteca de Elinor. ¿Adonde si no? Siempre que quería huir de sus propios pensamientos, buscaba ayuda entre los libros. Ya encontraría alguno que la distrajera hasta que al fin cayera la noche y todos se fueran a dormir sin sospechar nada…

* * *

La biblioteca de Elinor no traslucía que, poco más de un año antes, había colgado un gallo rojo muerto ante los estantes vacíos, mientras sus libros más bellos ardían fuera, sobre la hierba. El vaso que Elinor había llenado de ceniza aún seguía al lado de su cama.

Meggie acarició con el índice los lomos de los libros, alineados de nuevo en las estanterías como las teclas de un piano. Algunos estantes continuaban vacíos, pero Elinor y Darius viajaban infatigablemente para sustituir los tesoros perdidos por otros nuevos, también maravillosos.

Orfeo… ¿Dónde estaba la historia de Orfeo?

Meggie se acercó al estante donde griegos y romanos susurraban sus historias, cuando la puerta de la biblioteca se abrió detrás de ella y entró su padre.

—Resa afirma que tienes en tu habitación la hoja que trajo Farid. ¿Me la enseñas?

Intentó imprimir un tono de despreocupación a su voz, como si preguntara por el tiempo, pero nunca había sabido disimular bien. A Mo tampoco se le daba bien mentir.

—¿Por qué? —Meggie se apoyó en los libros de Elinor, como si pudieran insuflarle fuerza.

—¿Que por qué? Porque soy curioso. ¿Acaso lo has olvidado? Además —contempló los lomos de los libros buscando las palabras adecuadas—, además creo que sería preferible quemar esa hoja.

—¿Quemarla? —Meggie lo miró incrédula—. ¿Se puede saber por qué?

—Sí, lo sé, parece que veo fantasmas —Mo sacó un libro del estante, lo abrió y lo hojeó con aire ausente—. Pero esa hoja, Meggie… se me antoja que es una puerta abierta, una puerta que sería preferible cerrar para siempre. Antes de que Farid intente colarse en esa maldita historia.

—¿Y? —la voz de Meggie sonó fría sin poder evitarlo, como si hablara con un extraño—. ¿Por qué no lo entiendes? ¡Él sólo desea reunirse con Dedo Polvoriento! Para prevenirlo de Basta.

Mo cerró el libro que había sacado y lo devolvió a su sitio.

—Eso dice él. ¿Pero qué pasaría si Dedo Polvoriento no hubiera querido llevárselo, si lo abandonó adrede? ¿Te extrañaría?

No, claro que no. Meggie calló. Qué silencio reinaba entre los libros, qué etoso silencio entre tantas palabras…

—Lo sé, Meggie —repuso Mo al fin en voz baja—. Sé que piensas que el mundo que describe ese libro es mucho más emocionante que éste. Conozco esa sensación. Yo mismo he imaginado con bastante frecuencia que me introducía en uno de mis libros predilectos. Pero ambos sabemos que la cosa adquiere otro cariz cuando lo imaginado se convierte en realidad. Tú crees que el Mundo de Tinta es un lugar encantado, un mundo lleno de prodigios, pero créeme, he conocido muchas cosas de ese mundo por tu madre y no te gustarían en absoluto. Es cruel, peligroso, lleno de oscuridad y violencia, regido por la fuerza, Meggie, no por la justicia.

La miró, buscando en el rostro de su hija la aquiescencia que antes siempre había encontrado, pero no la halló.

—Farid procede de ese mundo —replicó Meggie—. Él no escogió meterse en esta historia. Tú lo trajiste.

Lamentó esas palabras apenas las hubo pronunciado. Mo se volvió como si su hija lo hubiese abofeteado.

—Bueno, tienes razón —reconoció, mientras retrocedía hacia la puerta—. No quiero volver a pelearme contigo. Pero tampoco que tengas esa hoja en tu habitación. Devuélvesela a Farid. Quién sabe. De lo contrario tal vez mañana temprano te encuentres un gigante sentado en tu cama.

Intentaba hacerla reír, por supuesto. No soportaba que estuvieran de nuevo hablándose así. Qué deprimido parecía. Y qué cansado.

—Sabes de sobra que eso es imposible —dijo Meggie—. ¿Por qué siempre te preocupas tanto? Nada sale de las letras, mientras no se le invoque. ¡Tú lo sabes mejor que nadie!

Él todavía tenía la mano encima del picaporte.

—Sí —contestó—. Sí, seguramente tienes razón. Pero, ¿sabes una cosa? A veces me gustaría poner una cerradura a todos los libros de este mundo. Y por lo que atañe a este libro tan especial… me alegraría que Capricornio también hubiera quemado el último ejemplar. Ese libro lleva adherida la desgracia, Meggie, la desgracia. Aunque te niegues a creerlo.

Después, cerró tras de sí la puerta de la biblioteca.

Meggie se quedó inmóvil hasta que el eco de sus pasos se extinguió. Se acercó a una de las ventanas que daban al jardín, pero cuando Mo descendió al fin por el sendero que conducía a su taller no se giró hacia la casa. Resa le acompañaba. Le había pasado un brazo por los hombros, y la otra mano dibujaba palabras, pero Meggie no logró distinguirlas. ¿Estarían hablando de ella?

A veces era una sensación extraña no tener de pronto un padre solamente, sino unos padres que hablaban entre sí sin que ella estuviera presente. Mo fue solo al taller y Resa regresó a la casa caminando despacio. Saludó a Meggie con la mano al isarla junto a la ventana, y Meggie le devolvió el saludo.

Una sensación extraña…

Meggie permaneció un buen rato entre los libros de Elinor, hojeando ora uno, ora otro, buscando frases que ahuyentasen sus propios pensamientos. Pero las letras siguieron siendo letras, no formaron ni imágenes ni palabras, y finalmente Meggie salió al jardín, se tumbó en la hierba y miró hacia el taller, tras cuyas ventanas veía trabajar a su padre.

«No puedo hacerlo», pensaba, mientras el viento arrancaba las hojas de los árboles y las arrastraba como si fuesen juguetes de colores. «No. ¡Es imposible! Todos ellos se preocuparán mucho, y Mo no volverá a dirigirme la palabra en la vida…»

Sí, Meggie pensó todo eso, y no una vez sino muchas. Sin embargo sabía al mismo tiempo, en lo más hondo de su interior, que su decisión era firme.

LA JUGLARESA

Un juglar ha de viajar

Según la antigua costumbre,

Por eso sus melodías exhalan

Siempre también un hálito de despedida.

¿Que si volveré algún día?

Amor mío, no lo sé,

La pesada mano de la muerte

Parte muchos capullos de rosa.

Elimar von Monsterberg
,
El juglar

Amanecía cuando Dedo Polvoriento llegó a la granja descrita por Bailanubes. Estaba en una ladera orientada al sur, rodeada de olivos. La tierra, le había informado Bailanubes, era pobre y pedregosa, pero las hierbas que cultivaba Roxana la apreciaban. La casa se alzaba solitaria, sin un pueblo que la protegiera en las cercanías, sólo un muro hasta la altura del pecho, y una puerta de madera. A lo lejos se isaban los tejados de Umbra, las torres del castillo descollando por encima de las casas, y el camino que serpenteaba hacia la puerta, tan cerca y sin embargo demasiado lejana para refugiarse allí si los salteadores de caminos o los soldados que regresaban de alguna guerra consideraban una buena idea saquear la granja solitaria, habitada por una mujer y dos niños.

«A lo mejor tiene al menos un mozo», pensó Dedo Polvoriento mientras se detenía detrás de unos arbustos de retama. Sus ramas lo ocultaban, pero le permitían observar la casa.

Era pequeña, como la mayoría de las casas campesinas, ni más pobre ni mejor que otras. Cualquiera de los salones en los que Roxana había bailado y cantado antes podría albergar más de una docena de casas como la suya. Hasta Cabeza de Víbora la había invitado a su castillo, pese a su desprecio por el Pueblo Variopinto, porque por entonces todo el mundo ansiaba oírla y verla. Ricos comerciantes, el molinero de abajo, junto al río, el especiero que le había enviado regalos durante más de un año… Cuántos habían deseado tomarla por esposa, la habían cubierto de joyas y vestidos valiosos, le habían ofrecido sus aposentos en sus casas, cualquiera de las cuales era a buen seguro más grande que la suya. Pero Roxana se había quedado con el Pueblo Variopinto, nunca había sido de las juglaresas que vendían su voz y su cuerpo a un amo a cambio de seguridad y un techo sólido…

Pero en cierto momento su vagabundeo también le resultó penoso. Había deseado un hogar para ella y sus hijos, porque ninguna ley protegía a los que vivían en los caminos.

La ley regía para el Pueblo Variopinto tan poco como para los mendigos y los salteadores de caminos. Quien robase a un juglar no debía temer castigo alguno. Quien violase a una juglaresa, podía regresar a su casa sin problemas, y quien mataba a palos a un titiritero no debía temer al verdugo. Su viuda como venganza únicamente tenía derecho a una cosa: a golpear a la sombra del autor, tan solo a su sombra, que el sol proyectaba contra la muralla de la ciudad, y el entierro tenía que sufragarlo la viuda. Sí, el Pueblo Variopinto era un coto de caza libre.

Los reclamos del diablo, los llamaban, y la gente reía con ellos, escuchaba sus historias y canciones, contemplaba sus juegos malabares…, pero por la noche echaba el cerrojo a puertas y portones. Tenían que permanecer fuera de las ciudades y pueblos, más allá de las murallas protectoras, siempre errabundos, envidiados por su libertad y vilipendiados por servir a numerosos señores a cambio de pan y dinero.

No había muchos titiriteros que se salvaran de los caminos, calzadas y sendas solitarias. Pero, al parecer, Roxana lo había conseguido.

La casa contaba con una cuadra, un granero, un horno, un patio con un pozo en el centro, un huerto cercado para que gallinas y cabras no destrozaran las plantas jóvenes, y en la pendiente trasera, una docena de estrechos sembrados. Algunos habían sido recolectados; en los otros crecían las hierbas, altas, frondosas y pesadas por su propia simiente. El aroma que el viento llevaba hasta Dedo Polvoriento, confería un sabor amargo y dulce a la vez al aire de la mañana.

Roxana se arrodillaba en el sembrado más alejado, rodeada de lino, oreja de asno y malvas silvestres. A pesar de que la niebla del amanecer aún pendía entre los árboles próximos, parecía llevar mucho tiempo trabajando. Tenía un niño a su lado, de unos siete u ocho años de edad. Roxana hablaba con él, riendo. Cuántas veces había evocado Dedo Polvoriento ese rostro en su memoria: su boca, los ojos, la despejada frente. Cada año le costaba más y la imagen se iba difuminando por mucho que se esforzase por recordar con más exactitud. El tiempo había borrado su rostro, cubriéndolo de polvo.

Dedo Polvoriento avanzó un paso… y retrocedió dos. Tres veces había intentado alejarse furtivamente de allí con el mismo sigilo con que había llegado. Sin embargo se quedó. Una brisa sopló entre los arbustos de retama, le empujó en la espalda como si quisiera insuflarle valor, y Dedo Polvoriento, haciendo de tripas corazón, apartó las ramas y avanzó hacia la casa y los sembrados.

El niño lo isó primero. De la hierba alta que crecía junto al establo se levantó una oca que se encaminó hacia él graznando y batiendo las alas. Ningún campesino podía poseer un perro, un lujo reservado a los príncipes, pero también una oca era un guardián de confianza… y no inspiraba menos temor. Dedo Polvoriento, sin embargo, supo esquivar el pico abierto y acarició el cuello blanco de la enfurecida guardiana hasta que ésta plegó las alas como un vestido recién planchado y se alejó con paso desgarbado a su lugar entre la hierba.

Roxana se había incorporado. Se limpió la tierra de las manos en el vestido y le miró, sólo le miró. Llevaba el pelo recogido como una campesina, pero evidentemente seguía siendo tan largo y espeso como antes, y negro, salvo unos mechones grises. Su vestido era pardo como la tierra en la que había estado arrodillada, no de colores como las sayas que vestía antes. Su rostro, no obstante, seguía siendo tan familiar para Dedo Polvoriento como la visión del cielo, tan conocido como su propio reflejo.

El chico recogió el rastrillo del suelo, empuñándolo con expresión sombría y resuelta, como si estuviera acostumbrado a proteger a su madre de los extraños y desconocidos. «Un chico listo», pensó Dedo Polvoriento. «No se fía de nadie, y menos de un rostro surcado por las cicatrices que sale de pronto de los arbustos.»

¿Qué respondería cuando ella le preguntase dónde había estado?

Roxana habló al chico en voz baja, y éste abatió el rastrillo, vacilante. Sus ojos aún traslucían desconfianza.

Diez años.

Él había estado fuera muchas veces, en el bosque, en las localidades costeras, de camino entre los pueblos circundantes que se alzaban solitarios en las colinas; como un zorro que sólo aparecía en las granjas de los humanos cuando le gruñía el estómago.

—Tu corazón es el de un vagabundo —decía siempre Roxana.

A veces él había tenido que buscarla, porque ella había seguido su camino junto a otros juglares. Durante un tiempo vivieron solos en el bosque, en la cabaña abandonada de unos carboneros; después en una tienda, rodeados de otros juglares. Durante un invierno incluso habían aguantado entre las firmes murallas de Umbra. Siempre había sido él quien había querido continuar, y cuando nació su primera hija y Roxana quiso permanecer más tiempo en algún lugar más o menos conocido, junto a las demás juglaresas, cerca de murallas protectoras… él se había marchado solo. Sin embargo, siempre había regresado junto a ella y las niñas, con enorme disgusto de todos los hombres acaudalados que la cortejaban con la intención de convertirla en una mujer decente.

¿Qué pensamientos le habían rondado por la cabeza durante los diez años que había permanecido lejos? ¿Le habría dado por muerto, igual que Bailanubes?
¿O
creía que él se había marchado por las buenas, sin una palabra, sin despedirse?

No encontró respuesta en la expresión de Roxana, salvo perplejidad, ira, tal vez incluso amor. Tal vez. Ella musitó algo al niño, lo cogió de la mano y se lo llevó con ella. Caminaba despacio, refrenando sus pies. A él le habría gustado correr hacia ella, dejando atrás todos esos años, pero le faltó valor. Se quedó inmóvil, como si hubiera echado raíces, y la miró mientras venía hacia él, después de una ausencia de tantos años que Dedo Polvoriento no era capaz de explicar… salvo una que ella no creería.

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