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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (42 page)

BOOK: Sangre de tinta
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Oyó gritar a Bailanubes, bramar a Basta y llorar a Minerva. Estuvo a punto de retroceder, pero el miedo lo paralizó. Además, ¿qué podía hacer él contra el cuchillo de Basta y la espada que pendía del cinto de Rajahombres? Apoyado en los tablones, oyó al cerdo gruñir y hozar en la tierra con el hocico. El recado de Meggie se desvaneció delante de sus ojos, la página estaba sucia del barro por el que se había arrastrado, pero aún se podía descifrar su contenido.

—¡No lo sé! —oyó gritar a Bailanubes—. ¡No sé lo que ha escrito! ¡Yo no sé leer! —valeroso Bailanubes. Seguramente sí que lo sabía. Solía pedir que le leyeran todos los mensajes que transmitía.

—Pero podrás decirme dónde está, ¿verdad? —era la voz de Basta—. ¡Suéltalo! ¿Está con Dedo Polvoriento? ¡Acabas de susurrar su nombre al viejo!

—No lo sé —soltó otro alarido.

Minerva lloró aún más fuerte y su grito de socorro resonó entre las casas apiñadas.

«Los hombres de Cabeza de Víbora se los han llevado a todos, a mis padres y a los titiriteros»,
leyó Fenoglio.
«Dedo Polvoriento va tras ellos… Molino de los Ratones…»
Las letras se difuminaron ante sus ojos. Oyó más gritos fuera. Se mordió los nudillos con tal energía que empezaron a sangrar.
«Escribe algo, Fenoglio. ¡Sálvalos! Escribe.»
Fue como si oyera la voz de Meggie. Otro alarido. No, no, no podía quedarse ahí sentado. Se arrastró hacia fuera poco a poco, hasta que consiguió levantarse.

Basta mantenía sujeto a Bailanubes, apretándolo contra el muro de la casa. El jubón del viejo funámbulo estaba desgarrado y cubierto de sangre, y Rajahombres estaba ante él, cuchillo en mano. ¿Dónde se había metido Minerva? No se la veía por ninguna parte, pero Despina e Ivo, escondidos entre los cobertizos, contemplaban lo que un hombre puede hacer a otro con una sonrisa en los labios.

—¡Basta! —Fenoglio dio un paso al frente.

Su grito traslucía su cólera y su miedo… y levantó el papel escrito con aquella apretada letra.

Basta se volvió, fingiendo sorpresa.

—¡Ah, de modo que estás ahí! —gritó—. Con los cerdos. Lo sabía. Será mejor que nos entregues la carta antes de que Rajahombres corte a tiras a tu amigo.

—¡Tendréis que venir a por ella!

—¿Para qué? —Rajahombres se echó a reír—. ¡Puedes leérnosla tú!

Por supuesto. Fenoglio permanecía inmóvil sin saber qué partido tomar. ¿Qué había sido de todas las mentiras que brotaban con tanta facilidad de su lengua? Bailanubes lo miraba de hito en hito, el rostro deformado por el dolor y el pánico… y de repente, como si ya no pudiera soportar el miedo ni un minuto más, se soltó de Basta y corrió hacia Fenoglio. Deprisa, a pesar de su rodilla rígida. Pero el cuchillo de Basta fue mucho más rápido y se clavó en la espalda de Bailanubes, igual que la flecha de Cabeza de Víbora en el pecho del pájaro burlón dorado. El titiritero se desplomó en el fango, y Fenoglio empezó a temblar tanto que la nota de Meggie se le escurrió de la mano y revoloteó hasta el suelo. Bailanubes yacía inmóvil, el rostro enterrado en la suciedad. Despina abandonó su escondrijo a pesar de los intentos de Ivo por impedírselo y, con ojos desencajados, contempló la figura inmóvil a los pies de Fenoglio. Qué silencioso estaba el patio, qué silencioso.

—¡Léela, escritorzuelo!

Fenoglio levantó la cabeza. Basta estaba ante él, empuñando el cuchillo que momentos antes se había clavado en la espalda de Bailanubes. Fenoglio vio sangre adherida a la hoja reluciente… y las palabras de Meggie en poder de Basta. Sin pensar, apretó los puños y golpeó el pecho de Basta, como si no empuñara un cuchillo, ni existiera Rajahombres. Basta retrocedió a trompicones, con la furia y el asombro reflejados en su cara. Cayó encima de un cubo lleno de malas hierbas que Minerva había arrancado de sus sembrados. Volvió a incorporarse, maldiciendo.

—¡No vuelvas a hacerlo, viejo! —siseó—. Te lo advierto por última vez: ¡lee!

Pero Fenoglio había cogido la horquilla de la paja sucia que se amontonaba ante la porqueriza.

—¡Bellaco! —susurró apuntando a Basta con las púas de hierro toscamente forjadas. Pero ¿qué había sido de su voz?—. ¡Asesino, asesino! —repitió, cada vez más alto mientras impulsaba la horquilla hacia el pecho de Basta donde latía su negro corazón.

Basta retrocedió, el rostro deformado por la ira.

—¡Rajahombres! —vociferó—. ¡Ven aquí, Rajahombres, y quítale la maldita horquilla!

Pero Rajahombres se había metido entre las casas, espada en mano, y escuchaba. Fuera, en la calle, se oyó el chacoloteo de las herraduras.

—¡Tenemos que irnos, Basta! —balbució—. ¡Vienen los guardias de Cósimo!

Basta miró fijamente a Fenoglio, con sus ojillos rebosantes de odio.

—¡Volveremos a vernos, viejo! —susurró—. Pero entonces yacerás ante mí en la mugre igual que éste —pasó con descuido por encima del inmóvil Bailanubes—. Y esto —agregó guardándose debajo del cinto la nota de Meggie— me lo leerá Mortola. ¿Quién habría imaginado que el tercer pajarito nos escribiría de su puño y letra dónde encontrarlo? ¡Y encima conseguiremos gratis al comefuego!

—¡Basta, ven de una vez! —Rajahombres le hacía señas con impaciencia.

—Sí, sí, ¿a qué vienen tantos nervios? ¿Crees que nos van a ahorcar por un titiritero menos? —respondió Basta con indiferencia, pero abandonó a Fenoglio, saludándolo por última vez antes de desaparecer entre las casas.

Fenoglio creyó oír voces, entrechocar de armas, pero quizá se tratase de otra cosa. Arrodillándose junto a Bailanubes, le dio la vuelta con cuidado y presionó la oreja contra su pecho… como si hiciera mucho que no había visto la muerte reflejada en su cara. Notó cómo los dos niños se situaban a su lado. Despina le puso la mano encima del hombro, delgada y leve como una hoja.

—¿Está muerto? —musitó.

—Tú misma puedes comprobarlo —le dijo su hermano.

—¿Se lo llevarán las Mujeres Blancas?

Fenoglio negó con la cabeza.

—No, irá solo a reunirse con ellas —contestó en voz baja—. ¿No lo ves? Ya se ha ido. Pero ellas lo recibirán en su Palacio Blanco. Está construido de huesos, pero es maravilloso. Tiene un patio repleto de flores aromáticas y lo cruza una cuerda tejida con luz de luna, en exclusiva para Bailanubes…

Sus palabras brotaban con naturalidad, hermosas palabras de consuelo, ¿pero era realmente así? Fenoglio lo ignoraba. Nunca le había interesado lo que sucedía después de la muerte, ni en este mundo, ni en el otro. Seguramente sólo quedaba el silencio, un silencio sin posibles palabras de consuelo.

Minerva salió tropezando de entre las casas, con un arañazo sangrante en la frente. El barbero de la esquina la acompañaba, y otras dos mujeres, con las caras lívidas de miedo. Despina echó a correr hacia su madre, pero Ivo permaneció junto a Fenoglio.

—Nadie quiso venir —Minerva sollozaba mientras se dejaba caer de rodillas junto al muerto—. ¡Todos tenían miedo!

—Bailanubes —murmuró el barbero. Las gentes lo llamaban remiendahuesos, curariñones, profeta de la orina y a veces, cuando se le moría algún cliente, ángel exterminador—. Hace tan sólo una semana me preguntó si conocía algún remedio contra los dolores de rodilla.

Fenoglio recordó que había visto al barbero con el Príncipe Negro. ¿Debía contarle lo que le había dicho Bailanubes del Campamento Secreto? ¿Podría confiar en él? No, era preferible no confiar en nadie. Ni en nada, ni en nadie. Cabeza de Víbora tenía numerosos espías.

Fenoglio se incorporó. Nunca se había sentido tan viejo, tan viejo que le embargaba la sensación de que no resistiría ni un solo día más. ¿Dónde demonios estaría el molino del que hablaba el recado de Meggie? El nombre le resultaba familiar… Es lógico pues lo había descrito en uno de los últimos capítulos de
Corazón de Tinta.
El molinero no era amigo de Cabeza de Víbora, aunque su molino se alzaba muy cerca del Castillo de la Noche, en un valle oscuro al sur del Bosque Impenetrable.

—Minerva, ¿cuánto tiempo precisa un jinete para llegar desde aquí al Castillo de la Noche? —preguntó.

—Dos días, seguro, sin derrengar al caballo —contestó la mujer en voz baja.

Más o menos el mismo tiempo que Basta tardaría en enterarse del contenido de la carta de Meggie.
Si
cabalgaba con ella hasta el Castillo de la Noche. «¡Pues claro que lo hará!», pensó Fenoglio. «Basta no sabe leer, de manera que entregará la carta a Mortola, y la Urraca seguro que estará en el Castillo de la Noche.» Así pues, sólo faltaban dos días para que Mortola leyera la nota de Meggie y enviase a Basta al Molino de los Ratones, donde quizá ya esperase Meggie… Fenoglio suspiró. Dos días. Acaso bastasen para prevenirla, pero no para las palabras que ella esperaba de él, las palabras capaces de salvar a sus padres.

Escribe algo, Fenoglio. Escribe…

¡Ni que fuera fácil! Meggie, Cósimo, todos anhelaban sus palabras, pero para ellos era muy sencillo decirlo. Encontrar las adecuadas requería tiempo, y era justo de lo que carecía.

—Minerva, comunica a Cuarzo Rosa que tengo que ir al castillo —advirtió Fenoglio; de repente se sentía exhausto— y que más tarde pasaré a buscarlo.

Minerva acarició el cabello a Despina, que sollozaba acurrucada contra su falda, y asintió.

—¡Sí, ve al castillo! —contestó con la voz empañada por el llanto—. Ve y di a Cósimo que mande soldados en pos de los asesinos. Juro por Dios que estaré en primera fila cuando los ahorquen!

—¿Ahorcarlos? ¿Pero de qué hablas? —el barbero se pasó la mano por su pelo ralo y contempló al muerto con expresión melancólica—. Bailanubes era un funámbulo. No ahorcan a nadie por apuñalar a un titiritero. Te castigan con más dureza por matar a una liebre en el bosque.

Ivo miró a Fenoglio con incredulidad.

—¿No los van a castigar?

¿Qué podía responderle? No. Nadie castigaría a Basta, ni a Rajahombres. Tal vez algún día lo hiciese el Príncipe Negro o el hombre que se había puesto la máscara de Arrendajo, pero Cósimo no enviaría un solo soldado en pos de esos dos. Libre como los pájaros, así vivía el Pueblo Variopinto, tanto a éste, como al otro lado del bosque. No era súbdito de nadie, pero tampoco lo protegía nadie. «Cósimo me dará un jinete si se lo pido», pensó Fenoglio, «un jinete veloz capaz de prevenir a Meggie de Basta… y comunicarle que estoy tratando de hallar las palabras adecuadas».
Escribe algo, Fenoglio. ¡Sálvalos! Escribe algo que los libere a todos y mate a Cabeza de Víbora…
Sí, Dios sabe que lo haría. Escribiría canciones fogosas para Cósimo y palabras poderosas para Meggie. Y entonces su voz ayudaría a que esta historia tuviese por fin un buen desenlace.

SIN ESPERANZA

El tarro de mostaza se levantó y con sus finas piernas de plata se dirigió hasta su plato, contoneándose como un buho…

«¡Ay, qué bonito es el tarro de mostaza!», exclamó Wart. «¿De dónde lo habéis sacado?»

T. H. White
,
El rey de Camelot,
primera parte

Por suerte Darius sabía cocinar, pues de lo contrario Orfeo habría vuelto a encerrar a Elinor en el sótano tras la primera comida y se habría traído los alimentos leyendo en los libros de ésta. Sin embargo, las artes culinarias de Darius les permitieron subir cada vez más tiempo y con mayor frecuencia, aunque vigilados por Azúcar, pues Orfeo comía en abundancia y con gusto y la pitanza de Darius le sabía a gloria.

Preocupados, además, por que Orfeo sólo permitiera subir a Darius, simulaban que la creadora de esas aromáticas exquisiteces era Elinor, y Darius interpretaba el papel de pinche que picaba, removía y probaba, pero en cuanto oían ante la puerta los pesados pasos de Azúcar para mirar, embobado, los estantes de libros, Darius cogía el cucharón y Elinor se ponía a picar… aunque estuviera tan poco dotada para ese menester como para la cocina.

De vez en cuando entraba a trompicones en la cocina alguna figura mirando perdida en torno suyo, a veces humana, otras peluda o alada, y en una ocasión incluso un tarro de mostaza parlante. Por lo general, Elinor solía deducir de ellas cuál de sus pobres libros sostenía en ese momento Orfeo entre sus pálidas manos. ¿Hombres diminutos con peinados arcaicos…? Seguramente
Los viajes de Gulliver.
¿El tarro de mostaza? Muy posiblemente procedía de la cabaña de Merlín, y el fauno encantado y muy aturullado que entró un mediodía trotando a pasitos sobre sus delicadas pezuñas de cabra seguro que venía de
Narnia.

Elinor, embargada por una lógica preocupación, se preguntaba si todas esas criaturas andarían zascandileando por su biblioteca cuando no se plantaban en la cocina con mirada vidriosa, y acabó pidiéndole a Darius que echara un vistazo con el pretexto de preguntar por apetencias culinarias. Regresó con la tranquilizadora información de que su sancta sanctórum seguía teniendo un aspecto terrible, aunque salvo Orfeo, su horrendo perro y un caballero algo pálido que recordó sospechosamente a Darius al fantasma de Canterville, nadie toqueteaba, manchaba, olfateaba o molestaba a los libros de Elinor.

—¡Gracias a Dios! —suspiró, aliviada—. Así que él los hace desaparecer de nuevo a todos. Desde luego, ese tipejo repugnante conoce su oficio. Y es evidente que ahora puede sacarlos leyendo sin que nadie desaparezca dentro de los libros.

—De eso no cabe duda —afirmó Darius, y Elinor creyó percibir una sombra de envidia en su suave voz.

—Bueno, pero en cambio es un monstruo —replicó ella en un torpe intento por consolarlo—. Lástima que esta casa esté tan generosamente abastecida de provisiones, de otro modo ya hace tiempo que él habría tenido que enviar a la compra al hombre armario y enfrentarse solo a nosotros dos.

Los días transcurrían sin el menor cambio, ni en su cautiverio ni en el hecho de que a Mortimer y a Resa seguramente les amenazaba un peligro mortal. Elinor intentaba no pensar en Meggie. Y Orfeo, el único que habría podido solucionarlo todo con aparente facilidad, sentado en su biblioteca como una gorda araña pálida, jugueteaba con sus libros y sus moradores como si fueran marionetas que, tras utilizarlas un rato, se devuelven a su caja.

—Me pregunto cuánto tiempo piensa continuar así —Elinor se indignó por enésima vez, mientras Darius servía arroz en una fuente… por supuesto hervido durante el tiempo justo, blando y al mismo tiempo suelto—. ¿Pretende acaso mantenernos el resto de su vida como criados gratuitos que cocinen y limpien, mientras él se ierte con mis pobres libros? ¿En
mi
casa?

BOOK: Sangre de tinta
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